PELICULA CUBANA: LOS DIOSES ROTOS
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PELICULA CUBANA: LOS DIOSES ROTOS
Sobre “Los dioses rotos”, película de Ernesto Daranas
El velo del templo rajado. Telón de teatro que deja al desnudo la realidad cruda del camerino. Y de la camarilla. Y del crimen. La muerte de Dios en nombre de la ley o la libertad de la selva. Intensa intemperie de barrio. Y ciudad. Y país. Vidas convertidas en añicos por una pedrada colectiva que acaso nadie tiró.
Los dioses rotos (2008), primer largometraje ICAIC de Ernesto Daranas, se resuelve como un reportaje en videoclip de dos o dos mil Habanas (desde la fashion hasta la albañal), todas igual de violentas a la par que estetizadas durante el proceso de filmación.
Música de suspense y edición frenética. Stop-motion con transiciones trucadas desde el guión. Una suerte de CSI-Havana (pruebas de ADN incluidas) de tema tabú todavía no transmitible por nuestra taimada televisión. Cámara nerviosa de teleobjetivos acelerados por el tráfico de una ciudad en ruinas, fotografiada desde un ángulo demasiado hermoso para ser de verdad.
La mentira como leitmotiv. La religión como fetiche de poder (Dios sería el Chulo Supremo). Las pasiones primarias como antesala del pum: pasión y peligro donde ningún personaje parece desmotivado y la acción avanza del semen a la sangre sin aburrir. Dinero invisible para corromper desde una cerveza cubana hasta un pasaporte internacional. Tatuajes de tramoya, pastillitas para no promocionar en pantalla grande a las drogas. Potentes autos y motos ripiando en estéreo la banda sonora de la ciudad. Consignas cansadas en las paredes (igual podrían ser los slogans retro de una firma futurista). Casi todo el sexo diferido en off (Carlos Ever Fonseca detrás de Silvia Águila y delante de Annia Bú). La decadencia de la ilusión encarnada en una Isabel interpretada por otra Isabel (Santos): ambas mujeres sobrecogedoras de puro talante. Una historia académica versus un mito de barrio o burdel. Algo así como el fantasma de Yarini reciclado en los tiempos post-post de la Generación Y.
Los dioses rotos es un desmarque de las comedidas comedias que se comen por una pata al cine cubano. Hay pocos gags efectistas y muchas ganas de narrar más allá del chiste, de mover la trama hacia la tragedia que todo lector medio bien puede adivinar. Piñacera de jebas ricas en pleno falansterio: dejarlas que se quiten la picazón y después separarlas con un cubazo de agua, como si fueran dos perras de pelea en celo. Un par de machos baleados por una **** que ya no lo es (veneración de lo venéreo): muñequita carcelaria que quiere romper el ciclo vacío del vicio, que se recuerda de niña preciosa sonriendo en blanco y negro, y que aún puede llorar por el abuelo abandonado a su suerte en un asilo.
Alegoría o reconstrucción de un subgénero bastante ninguneado entre nuestros realizadores: lo noir a todo color, postalitas y pistolitas, todo el mundo con las manos sucias por un segunda o una decimosegunda intención (se trata de poner un poco de “orden y ética a toda esta mierda”), paisaje antes-durante-y-después de la batalla, álbum de “fotos de la mierda” (como las que se culpa a los “turistas” de disfrutar hacer).
Al final, más cojonudos que pendejos, todos los personajes padecen de un pánico atroz. Cuba acojona. Y encajona. Y te mete dentro de un ataúd sin siquiera el consuelo cobarde de un buen titular.
Al final, dioses ratas más que rotos. El rito retórico de la muerte cubana underground. Una muerte hueca, sin eco, inevitable e innecesaria, súbita y largamente planeada desde el minuto cero del film.
Los dioses rotos será probablemente una película muy popular. Se deja leer diáfanamente del pí al pá. Entendemos sus códigos de tragedia mitad “mulata decimonónica” y mitad “nueva clase del XXI”. Tal vez por eso mismo será muy fácil el acto higiénico de olvidarla, a pesar de su ritmo hiperkinético y su maquillaje de thriller. Porque nadie desea cargar ahora con otro memorándum de la barbarie. Queremos salir del cine tan estériles como entramos. Como pueblo con vocación de butaca, sospecho que el infierno aún puede esperar.
Orlando Luis Pardo
La Habana
El velo del templo rajado. Telón de teatro que deja al desnudo la realidad cruda del camerino. Y de la camarilla. Y del crimen. La muerte de Dios en nombre de la ley o la libertad de la selva. Intensa intemperie de barrio. Y ciudad. Y país. Vidas convertidas en añicos por una pedrada colectiva que acaso nadie tiró.
Los dioses rotos (2008), primer largometraje ICAIC de Ernesto Daranas, se resuelve como un reportaje en videoclip de dos o dos mil Habanas (desde la fashion hasta la albañal), todas igual de violentas a la par que estetizadas durante el proceso de filmación.
Música de suspense y edición frenética. Stop-motion con transiciones trucadas desde el guión. Una suerte de CSI-Havana (pruebas de ADN incluidas) de tema tabú todavía no transmitible por nuestra taimada televisión. Cámara nerviosa de teleobjetivos acelerados por el tráfico de una ciudad en ruinas, fotografiada desde un ángulo demasiado hermoso para ser de verdad.
La mentira como leitmotiv. La religión como fetiche de poder (Dios sería el Chulo Supremo). Las pasiones primarias como antesala del pum: pasión y peligro donde ningún personaje parece desmotivado y la acción avanza del semen a la sangre sin aburrir. Dinero invisible para corromper desde una cerveza cubana hasta un pasaporte internacional. Tatuajes de tramoya, pastillitas para no promocionar en pantalla grande a las drogas. Potentes autos y motos ripiando en estéreo la banda sonora de la ciudad. Consignas cansadas en las paredes (igual podrían ser los slogans retro de una firma futurista). Casi todo el sexo diferido en off (Carlos Ever Fonseca detrás de Silvia Águila y delante de Annia Bú). La decadencia de la ilusión encarnada en una Isabel interpretada por otra Isabel (Santos): ambas mujeres sobrecogedoras de puro talante. Una historia académica versus un mito de barrio o burdel. Algo así como el fantasma de Yarini reciclado en los tiempos post-post de la Generación Y.
Los dioses rotos es un desmarque de las comedidas comedias que se comen por una pata al cine cubano. Hay pocos gags efectistas y muchas ganas de narrar más allá del chiste, de mover la trama hacia la tragedia que todo lector medio bien puede adivinar. Piñacera de jebas ricas en pleno falansterio: dejarlas que se quiten la picazón y después separarlas con un cubazo de agua, como si fueran dos perras de pelea en celo. Un par de machos baleados por una **** que ya no lo es (veneración de lo venéreo): muñequita carcelaria que quiere romper el ciclo vacío del vicio, que se recuerda de niña preciosa sonriendo en blanco y negro, y que aún puede llorar por el abuelo abandonado a su suerte en un asilo.
Alegoría o reconstrucción de un subgénero bastante ninguneado entre nuestros realizadores: lo noir a todo color, postalitas y pistolitas, todo el mundo con las manos sucias por un segunda o una decimosegunda intención (se trata de poner un poco de “orden y ética a toda esta mierda”), paisaje antes-durante-y-después de la batalla, álbum de “fotos de la mierda” (como las que se culpa a los “turistas” de disfrutar hacer).
Al final, más cojonudos que pendejos, todos los personajes padecen de un pánico atroz. Cuba acojona. Y encajona. Y te mete dentro de un ataúd sin siquiera el consuelo cobarde de un buen titular.
Al final, dioses ratas más que rotos. El rito retórico de la muerte cubana underground. Una muerte hueca, sin eco, inevitable e innecesaria, súbita y largamente planeada desde el minuto cero del film.
Los dioses rotos será probablemente una película muy popular. Se deja leer diáfanamente del pí al pá. Entendemos sus códigos de tragedia mitad “mulata decimonónica” y mitad “nueva clase del XXI”. Tal vez por eso mismo será muy fácil el acto higiénico de olvidarla, a pesar de su ritmo hiperkinético y su maquillaje de thriller. Porque nadie desea cargar ahora con otro memorándum de la barbarie. Queremos salir del cine tan estériles como entramos. Como pueblo con vocación de butaca, sospecho que el infierno aún puede esperar.
Orlando Luis Pardo
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