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TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL

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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 10:40 pm


ORIGENES: La FOCAPAPAGAYOLOGIA es una ciencia que nació tras arduos estudios y experimentos que varios de nosotros (Fabián, NAT, Mayra, yo, Vide, Kubano, Habanera, Dianita) y otros foristas vinculados ideológicamente desde hace mucho hemos hecho de la lengua y modos de pensar (léase instintos primitivos) de la Tribu 'Foco Papagaya' parlantes de una lengua muerta que hemos titulado 'Lengua Papagaya.' La FOCAPAPAGAYOLOGIA es una nueva ciencia que ha surgido de nuestras contribuciones y estudios de campo, pronto será incluida como una asignatura obligatoria en las carreras de humanidades y ciencias sociales en universidades y centros de enseñanza de todo el mundo. Con nuestra ayuda y aporte la comunidad intelectual poco a poco esta demostrando las bases teóricas de esta nueva disciplina.

La fuente de estos los posts que incluiré a continuación no busca ofender a nadie a pesar de su titulo, sino que busca fundamentalmente motivar el debate politico y se basa en el estudio ampliamente disponible en blibliotecas de universidades en los Estados Unidos, España y otras latitudes. Se vincula al libro de Carlos Alberto Montaner, Mario Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza, Manual del Perfecto Idiota latinoamericano y Español Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1996.

Ejemplo de esto es que dicho libro esta disponible en la Biblioteca del Congreso, en la Biblioteca de la Universidad de Harvard y en muchas otras universidades e instituciones academicas en todo el mundo:

LC Control No.: 97137351
LCCN Permalink: http://lccn.loc.gov/97137351
Type of Material: Entry Not Found
Personal Name: Mendoza, Plinio Apuleyo.
Main Title: Manual del perfecto idiota latinoamericano-- y español / presentación de Mario Vargas Llosa ; Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner, Alvaro Vargas Llosa.
Edition Information: 4. ed.
Published/Created: Barcelona : Plaza & Janés Editores, 1996.
Description: 331 p. ; 22 cm.
ISBN: 8401390559

¿Has visto recientemente a un Idiota (politicamente hablando)?
¿Sabes como tratarlo?
¿Comprendes el origen cultural del Idiota?

Como nuestro foro ha tenido la visita de no pocos idiotas de todos los sexos, razas y nacionalidades pues he pensado que debemos guiar a los foristas a entender de donde surge el idiota, quien es, donde vive, como piensa, ¿piensa? ¿Cuales son sus traumas? ¿Por que son tan histericos y siempre andan dando pataletas?

En fin, Indagando en la biblioteca virtual sobre los orígenes psicológicos, culturales, antropológicos, históricos como también las causas y consecuencias del Idiota (politicamente hablando) rescato extractos de un clásico de mitad de los 1990s titulado ' Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano y Español ' que retrata al Idiota como ningún otro estudio lo ha hecho.

Analicemos mediante este estudio los aspectos fundamentales que definen al Idiota tal y como lo retrataron los escritores, periodistas y analistas Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza en su clásico estudios sobre la idiotez y los zurdos.

El estudio no tiene que leerse necesariamente de principio a fin, puedes optar por leer extractos, leer un capitulo o la sección que mas te interese poco a poco pues el Manual quedará fijo como fuente de referencia y entendimiento hacia todos los idiotas y tontos utiles que gravitan en estos espacios virtuales.

¿De donde sale el idiota?
¿Cual es su biblia?
¿Como explica la probreza y el capitalismo?
¿Que papel juega Cuba en la vida de un idiota?
¿El porque de las rabietas anti americanas?
Analizando al Lobo Feroz!
Y finalmente, los Diez Libros que Conmovieron al Idiota

Toda similitud que se pueda encontrar es pura coincidencia. Dedicado con amor a todos los idiotas sin importar donde viva, cual es su raza, sexo, orientacion sexual y religión!

La fuente de estos posts se basa en el estudio de Carlos Alberto Montaner, Mario Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza, Manual del Perfecto Idiota latinoamericano y Español Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1996.

Si los amigos y amigas foristas no se han leido este libro, se los recomiendo que lo hagan, lo van a disfrutar!

Saludos cordiales,

El Compañero.
Cuando termine de presentar el Manual en su totalidad abro el tema para que todos participemos. La idea es dejar este 'Manual' como 'Enciclopedia de la Idiotez' que nos ayude a comprender mejor al Idiota (políticamente hablando)!
*FOCAPAPAGAYOLOGIA: Copyrights Dr. Fabian.

CAPITULO I: RETRATO DE FAMILIA

TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL Caratu11 Cree que somos pobres porque ellos son ricos y viceversa, que la historia es una exitosa conspiración de malos contra buenos en la que aquéllos siempre ganan y nosotros siempre perdemos (él esté en todos los casos entre las pobres víctimas y los buenos perdedores), no tiene empacho en navegar en el cyberespacio, sentirse on-line y (sin advertir la contradicción) abominar del consumismo. Cuando habla de cultura, tremola así: "Lo que sé lo aprendí en la vida, no en los libros, y por eso mi cultura no es libresca sino vital». ¿Quién es él? Es el idiota latinoamericano.

Tres escritores (latinoamericanos, por supuesto) lo citan, diseccionan, reseñan, biografían e inmortalizan en un libro —Manual del perfecto idiota latinoamericano— que está escrito como los buenos matadores torean a los miuras: arrimando mucho el cuerpo y dejando jirones de piel en la faena. Pero la ferocidad de la crítica que lo anima está amortiguada por las carcajadas que salpican cada página y por una despiadada autocrítica que lleva a sus autores a incluir sus propias idioteces en la deliciosa antología de la estupidez que, a modo de índice clausura el libro.

A los tres los conozco muy bien y sus credenciales son las más respetables que puede lucir un escribidor de nuestros días: a Plinio Apuleyo Mendoza los terroristas colombianos vinculados al narcotráfico y a la subversión lo asedian y quieren matarlo hace años por denunciarlos sin tregua en reportajes y artículos; Carlos Alberto Montaner luchó contra Batista, luego contra Castro y hace más de treinta años que lucha desde el exilio por la libertad de Cuba, y Alvaro Vargas Llosa (mi hijo, por si acaso) tiene tres juicios pendientes en el Perú de Fujimori como «traidor a la Patria» por condenar la estúpida guerrita fronteriza peruano-ecuatoriana. Los tres pasaron en algún momento de su juventud por la izquierda (Alvaro dice que no, pero yo descubrí que cuando estaba en Princeton formó parte de un grupo radical que, enfundado en boinas Che Guevara, iba a manifestar contra Reagan a las puertas de la Casa Blanca) y los tres son ahora liberales, en esa variante desembozada y sin complejos que es también la mía, que en algunos terrenos linda con el anarquismo y a la que el personaje de este libro —el idiota de marras— se refiere cuando habla de «ultraliberalismo» o «fundamentalismo liberal».

La idiotez que impregna este manual no es la congénita, esa naturaleza del intelecto, condición del espíritu o estado del ánimo que hechizaba a Flaubert —la bétise de los franceses— y para la cual hemos acuñado en español bellas y misteriosas metáforas, como el anatómico «tonto del culo», en España y, en el Perú, ese procesionario o navegante «huevón a la vela». Esa clase de idiota despierta el afecto y la simpatía, o, a lo peor, la conmiseración, pero no el enojo ni la crítica, y, a veces, hasta una secreta envidia, pues hay en los idiotas de nacimiento, en los espontáneos de la idiotez, algo que se parece a la pureza y a la inocencia, y la sospecha de que en ellos podría emboscarse nada menos que esa cosa terrible llamada por los creyentes santidad. La idiotez que documentan estas páginas es de otra índole. En verdad, ella no es sólo latinoamericana, corre como el azogue y echa raíces en cualquier parte. Postiza, deliberada y elegida, se adopta conscientemente, por pereza intelectual, modorra ética y oportunismo civil. Ella es ideológica y política, pero, por encima de todo, frívola, pues revela una abdicación de la facultad de pensar por cuenta propia, de cotejar las palabras con los hechos que ellas pretenden describir, de cuestionar la retórica que hace las veces de pensamiento. Ella es la beatería de la moda reinante, el dejarse llevar siempre por la corriente, la religión del estereotipo y el lugar común.

Nadie está exento de sucumbir en algún momento de su vida a este género de idiotez (yo mismo aparezco en la antología con una cita perversa). Ella congrega al cacaseno ontológico, como el funcionario franquista que, en un viaje a Venezuela, definió así al régimen que servía: « ¿El franquismo? Un socialismo con libertad», con idioteces transeúntes y casi furtivas, de genialidades literarias que, de pronto, en un arranque de lírica inocencia explican, como Julio Cortázar, que el Gulag fue sólo «un accidente de ruta» del comunismo, o, documentan, con omnisciencia matemática, como García Márquez en su reportaje sobre la guerra de las Malvinas, cuántas castraciones operan por minuto a golpes de cimitarra los feroces gurkas británicos en las huestes argentinas. Los contrasentidos de esta estirpe se perdonan con facilidad por ser breves y el aire risueño que despiden; los asfixiantes son los que se enroscan en barrocos tratados teológicos, explicando que la «opción por la pobreza del genuino cristianismo" pasa por la lucha de clases, el centralismo democrático, la guerrilla o el marxismo o en bodrios económicos que, a cañonazos estadísticos y con tablas comparativas de ciencia ficción, demuestran que cada dólar contabilizado como beneficio por una empresa estadounidense o europea consagra el triunfo del modelo Shylock en el intercambio comercial, pues fue amasado con sangre, sudor y lágrimas tercermundistas.

Hay la idiotez sociológica y la de la ciencia histórica; la politológica y la periodística; la católica y la protestante; la de izquierda y la de derecha; la socialdemócrata, la demo-cristiana, la revolucionaria, la conservadora y — ¡ay!— también la liberal. Todas aparecen aquí, retratadas y maltratadas sin piedad aunque, eso sí, con un humor siempre sabroso y regocijante. Lo que en verdad va diseñando el libro en sus jocosos trece capítulos y su impagable antología es algo que aglutina y explica todas esas aberraciones, equivocaciones, deformaciones y exageraciones delirantes que se hacen pasar (el fenómeno, aunque debilitado, aún coletea) por ideas: el subdesarrollo intelectual.
Es el gran mérito del libro, la seriedad que se agazapa debajo de la vena risueña en que está concebido: mostrar que todas las doctrinas que profusamente tratan de explicar realidades tan dramáticas como la pobreza, los desequilibrios sociales, en algún momento de su juventud por la izquierda (Alvaro dice que no, pero yo descubrí que cuando estaba en Princeton formó parte de un grupo radical que, enfundado en boinas Che Guevara, iba a manifestar contra Reagan a las puertas de la Casa Blanca) y los tres son ahora liberales, en esa variante desembozada y sin complejos que es también la mía, que en algunos terrenos linda con el anarquismo y a la que el personaje de este libro —el idiota de marras— se refiere cuando habla de «ultraliberalismo» o «fundamentalismo liberal».


Última edición por El Compañero el Miér Oct 22, 2008 7:26 am, editado 25 veces
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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 10:40 pm

CAPITULO I: RETRATO DE FAMILIA CONT....

TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL Caratu12 La idiotez que impregna este manual no es la congénita, esa naturaleza del intelecto, condición del espíritu o estado del ánimo que hechizaba a Flaubert —la bétise de los franceses— y para la cual hemos acuñado en español bellas y misteriosas metáforas, como el anatómico «tonto del culo», en España y, en el Perú, ese procesionario o navegante «huevón a la vela». Esa clase de idiota despierta el afecto y la simpatía, o, a lo peor, la conmiseración, pero no el enojo ni la crítica, y, a veces, hasta una secreta envidia, pues hay en los idiotas de nacimiento, en los espontáneos de la idiotez, algo que se parece a la pureza y a la inocencia, y la sospecha de que en ellos podría emboscarse nada menos que esa cosa terrible llamada por los creyentes santidad. La idiotez que documentan estas páginas es de otra índole. En verdad, ella no es sólo latinoamericana, corre como el azogue y echa raíces en cualquier parte. Postiza, deliberada y elegida, se adopta conscientemente, por pereza intelectual, modorra ética y oportunismo civil. Ella es ideológica y política, pero, por encima de todo, frívola, pues revela una abdicación de la facultad de pensar por cuenta propia, de cotejar las palabras con los hechos que ellas pretenden describir, de cuestionar la retórica que hace las veces de pensamiento. Ella es la beatería de la moda remante, el dejarse llevar siempre por la corriente, la religión del estereotipo y el lugar común.

Nadie está exento de sucumbir en algún momento de su vida a este género de idiotez (yo mismo aparezco en la antología con una cita perversa). Ella congrega al cacaseno ontológico, como el funcionario franquista que, en un viaje a Venezuela, definió así al régimen que servía: « ¿El franquismo? Un socialismo con libertad», con idioteces transeúntes y casi furtivas, de genialidades literarias que, de pronto, en un arranque de lírica inocencia explican, como Julio Cortázar, que el Gulag fue sólo «un accidente de ruta» del comunismo, o, documentan, con omnisciencia matemática, como García Márquez en su reportaje sobre la guerra de las Malvinas, cuántas castraciones operan por minuto a golpes de cimitarra los feroces gurkas británicos en las huestes argentinas. Los contrasentidos de esta estirpe se perdonan con facilidad por ser breves y el aire risueño que despiden; los asfixiantes son los que se enroscan en barrocos tratados teológicos, explicando que la «opción por la pobreza del genuino cristianismo» pasa por la lucha de clases, el centralismo democrático, la guerrilla o el marxismo o en bodrios económicos que, a cañonazos estadísticos y con tablas comparativas de ciencia ficción, demuestran que cada dólar contabilizado como beneficio por una empresa estadounidense o europea consagra el triunfo del modelo Shylock en el intercambio comercial, pues fue amasado con sangre, sudor y lágrimas tercermundistas.

Hay la idiotez sociológica y la de la ciencia histórica; la politológica y la periodística; la católica y la protestante; la de izquierda y la de derecha; la social demócrata, la demo-cristiana, la revolucionaria, la conservadora y — ¡ay!— también la liberal. Todas aparecen aquí, retratadas y maltratadas sin piedad aunque, eso sí, con un humor siempre sabroso y regocijante. Lo que en verdad va diseñando el libro en sus jocosos trece capítulos y su impagable antología es algo que aglutina y explica todas esas aberraciones, equivocaciones, deformaciones y exageraciones delirantes que se hacen pasar (el fenómeno, aunque debilitado, aún coletea) por ideas: el subdesarrollo intelectual.
Es el gran mérito del libro, la seriedad que se agazapa debajo de la vena risueña en que está concebido: mostrar que todas las doctrinas que profusamente tratan de explicar realidades tan dramáticas como la pobreza, los desequilibrios sociales, la explotación, la ineptitud para producir riqueza y crear empleo y los fracasos de las instituciones civiles y la democracia en América Latina se explican, en gran parte, como resultado de una pertinaz y generalizada actitud irresponsable, de jugar al avestruz en lo que respecta a las propias miserias y defectos, negándose a admitirlos —y por lo tanto a corregirlos— y buscándose coartadas y chivos expiatorios (el imperialismo, el neocolonialismo, las trasnacionales, los injustos términos de intercambio, el Pentágono, la CÍA, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, etcétera) para sentirse siempre en la cómoda situación de víctimas y, con toda buena conciencia, eternizarse en el error. Sin proponérselo, Mendoza, Montaner y Vargas Llosa parecen haber llegado en sus investigaciones sobre la idiotez intelectual en América Latina a la misma conclusión que el economista norteamericano Lawrence E. Harrison, quien, en un polémico ensayo, aseguró hace algunos años que el subdesarrollo es «una enfermedad mental».

Aquí aparece sobre todo como debilidad y cobardía frente a la realidad real y como una propensión neurótica a eludirla sustituyéndole una realidad ficticia. No es extraño que un continente con estas inclinaciones fuera la tierra propicia del surrealismo, la belleza convulsiva del ensueño y la intuición y la desconfianza hacia lo racional. Y que, al mismo tiempo, proliferaran en ella las satrapías militares y los autoritarismos y fracasaran una y otra vez las tentativas de arraigar esa costumbre de los consensos y las concesiones recíprocas, de la tolerancia y responsabilidad individual que son el sustento de la democracia. Ambas cosas parecen consecuencia de una misma causa: una incapacidad profunda para discriminar entre verdad y mentira, entre realidad y ficción. Ello explica que América Latina haya producido grandes artistas, músicos eximios, poetas y novelistas de excepción; y pensadores tan poco terrestres, doctrinarios tan faltos de hondura y tantos ideólogos en entredicho perpetuo con la objetividad histórica y el pragmatismo. Y, también, la actitud religiosa y beata con que la élite intelectual adoptó el marxismo —ni más ni menos que como había hecho suya la doctrina católica—, ese catecismo del siglo xx, con respuestas prefabricadas para todos los problemas, que eximía de pensar, de cuestionar el entorno y cuestionarse a sí mismo, que disolvía la propia conciencia dentro de los ritornelos y cacofonías del dogma.

El Manual del perfecto idiota latinoamericano pertenece a una riquísima tradición, que tuvo sus maestros en un Pascal y un Voltaire, y que, en el mundo contemporáneo, continuaron un Sartre, un Camus y un Revel: la del panfleto. Éste es un texto beligerante y polémico, que carga las tintas y busca la confrontación intelectual, se mueve en el plano de las ideas y no de las anécdotas, usa argumentos, no dicterios ni descalificaciones personales, y contrapesa !a ligereza de la expresión, y su virulencia dialéctica, con el rigor de contenido, la seriedad del análisis y la coherencia expositiva. Por eso, aunque lo recorre el humor de arriba abajo, es el libro más serio del mundo y, después de leerlo, igual que en el verso de Vallejo, el lector se queda pensando. Y lo asalta de pronto la tristeza.

¿Seguiremos siempre así, creando con tanta libertad y teorizando tan servilmente? América Latina está cambiando para mejor, no hay duda. Las dictaduras militares han sido reemplazadas por gobiernos civiles en casi todos los países y una cierta resignación con el pragmatismo democrático parece extenderse por doquier, en lugar de las viejas utopías revolucionarias; a tropezones y porrazos, se van aceptando cosas que hace muy poco eran tabú: la internacionalización, los mercados, la privatización de la economía, la necesidad de reducir y disciplinar a los Estados. Pero todo ello como a regañadientes, sin convicción, porque ésa es la moda y no hay otro remedio. Unas reformas hechas con ese desgano, arrastrando los pies y rezongando entre dientes contra ellas, ¿no están condenadas al fracaso? ¿Cómo podrían dar los frutos esperados —modernidad, empleo, imperio de la ley, mejores niveles de vida, derechos humanos, libertad— si no hay, apuntalando esas políticas y perfeccionándolas, una convicción y unas ideas que les den vida y las renueven sin tregua? Porque la paradoja de lo que ocurre en la actualidad en América Latina es que el gobierno de sus sociedades comienza a cambiar, sus economías a reformarse y sus instituciones civiles a nacer o a renacer, mientras su vida intelectual sigue en gran parte estancada, ciega y sorda a los grandes cambios que ha experimentado la historia del mundo, inmutable en su rutina, sus mitos y sus convenciones.

¿La sacudirá este libro? ¿La arrancará de su somnolencia granítica? ¿Abrirán los ojos los idiotas convocados y responderán al desafío de los tres mosqueteros del Manual con ideas y argumentos contradictorios? Ojalá. Nada hace tanta falta, para que los cambios en América Latina sean duraderos, como un gran debate que dé fundamento intelectual, sustento de ideas, a ese largo y sacrificado proceso de modernización del que resultan sociedades más libres y más prósperas y una vida cultural con una cuota nula o al menos escasa de idioteces y de idiotas.

París, enero de 1996


Última edición por El Compañero el Mar Jul 29, 2008 11:00 pm, editado 2 veces
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TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL Empty MANUAL DEL IDIOTA CAPITULO II

Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 10:53 pm

CAPITULO II: RETRATO DE FAMILIA

En la formación política del perfecto idiota, además de cálculos y resentimientos, han intervenido los más vanados y confusos ingredientes. En primer término, claro está, mucho de la vulgata marxista de sus tiempos universitarios. En esa época, algunos folletos y cartillas de un marxismo elemental le suministraron una explicación fácil y total del mundo y de la historia. Todo quedaba debidamente explicado por la lucha de clases. La historia avanzaba conforme a un libreto previo (esclavismo, feudalismo, capitalismo y socialismo, antesala de una sociedad realmente igualitaria). Los culpables de la pobreza y el atraso de nuestros países eran dos funestos aliados: la burguesía y el imperialismo.
Semejantes nociones del materialismo histórico le servirían de caldo para cocer allí, más tarde, una extraña mezcla de tesis tercermundistas, brotes de nacionalismo y de demagogia populista, y una que otra vehemente referencia al pensamiento, casi siempre caricaturalmente citado, de algún caudillo emblemático de su país, llámese José Martí, Augusto César Sandino, José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre, Jorge Eliécer Gaitán, Eloy Alfaro, Lázaro Cárdenas, Emiliano Zapata, Juan Domingo Perón, Salvador Allende, cuando no el propio Simón Bolívar o el Che Guevara. Todo ello servido en bullentes cazuelas retóricas. El pensamiento político de nuestro perfecto idiota se parece a esos opulentos pucheros tropicales, donde uno encuentra lo que quiera, desde garbanzos y rodajas de plátano frito hasta plumas de loro.
Si a este personaje pudiéramos tenderlo en el diván de un psicoanalista, descubriríamos en los pliegues más íntimos de su memoria las úlceras de algunos complejos y resentimientos sociales. Como la mayor parte del mundo político e intelectual latinoamericano, el perfecto idiota proviene de modestas clases medias, muy frecuentemente de origen provinciano y de alguna manera venidas a menos. Tal vez tuvo un abuelo próspero que se arruinó, una madre que enviudó temprano, un padre profesional, comerciante o funcionario estrujado por las dificultades cotidianas y añorando mejores tiempos de la familia. El medio de donde proviene está casi siempre marcado por fracturas sociales, propias de un mundo rural desaparecido y mal asentado en las nuevas realidades urbanas.

Sea que hubiese crecido en la capital o en una ciudad de provincia, su casa pudo ser una de esas que los ricos desdeñan cuando ocupan barrios más elegantes y modernos: la modesta quinta de un barrio medio o una de esas viejas casas húmedas y oscuras, con patios y tiestos de flores, tejas y canales herrumbrosos, algún Sagrado Corazón en el fondo de un zaguán y bombillas desnudas en cuartos y corredores, antes de que el tumultuoso desarrollo urbano lo confine en un estrecho apartamento de un edificio multifamiliar. Debieron ser compañeros de su infancia la Emulsión de Scott, el jarabe yodotánico, las novelas radiofónicas, los mambos de Pérez Prado, los tangos y rancheras vengativos, los apuros de fin de mes y parientes siempre temiendo perder su empleo con un cambio de gobierno.
Debajo de esa polvorienta franja social, a la que probablemente hemos pertenecido todos nosotros, estaba el pueblo, esa gran masa anónima y paupérrima llenando calles y plazas de mercado y las iglesias en la Semana Santa. Y encima, siempre arrogantes, los ricos con sus clubes, sus grandes mansiones, sus muchachas de sociedad y sus fiestas exclusivas, viendo con desdén desde la altura de sus buenos apellidos a las gentes de clase media, llamados, según el país, «huachafos», «lobos», «siúticos», o cualquier otro término despectivo.

Desde luego nuestro hombre (o mujer) no adquiere título de idiota por el hecho de ser en el establecimiento social algo así como el jamón del emparedado y de buscar en el marxismo, cuando todavía padece de acné juvenil, una explicación y un desquite. Casi todos los latinoamericanos hemos sufrido el marxismo como un sarampión, de modo que lo alarmante no es tanto haber pasado por esas tonterías como seguir repitiéndolas —o, lo que es peor, creyéndolas— sin haberlas confrontado con la realidad. En otras palabras, lo malo no es haber sido idiota, sino continuar siéndolo.

Con mucha ternura podemos compartir, pues, con nuestro amigo recuerdos y experiencias comunes. Tal vez el haber pertenecido a una célula comunista o a algún grupúsculo de izquierda, haber cantado la Internacional o la Bella Ciao, arrojado piedras a la policía, puesto letreros en los muros contra el gobierno, repartido hojas y volantes o haber gritado en coro, con otra multitud de idiotas en ciernes, «el pueblo unido jamás será vencido». Los veinte años son nuestra edad de la inocencia.

Lo más probable es que en medio de este sarampión, común a tantos, a nuestro hombre lo haya sorprendido la revolución cubana con las imágenes legendarias de los barbudos entrando en una Habana en delirio. Y ahí tendremos que la idolatría por Castro o por el Che Guevara en él no será efímera sino perenne. Tal idolatría, que a unos cuantos muchachos de su generación los pudo llevar al monte y a la muerte, se volverá en nuestro perfecto idiota un tanto discreta cuando no sea ya un militante de izquierda radical sino el diputado, senador, ex ministro o dirigente de un partido importante de su país. Pese a ello, no dejará de batir la cola alegremente, como un perrito a la vista de un hueso, si encuentra delante suyo, con ocasión de una visita a Cuba, la mano y la presencia barbuda, exuberante y monumental del líder máximo. Y desde luego, idiota perfecto al fin y al cabo, encontrará a los peores desastres provocados por Castro una explicación plausible. Si hay hambre en la isla, será por culpa del cruel bloqueo norteamericano; si hay exiliados, es porque son gusanos incapaces de entender un proceso revolucionario; si hay prostitutas, no es por la penuria que vive la isla, sino por el libre derecho que ahora tienen las cubanas de disponer de su cuerpo como a bien tengan. El idiota, bien es sabido, llega a extremos sublimes de interpretación de los hechos, con tal de no perder el bagaje ideológico que lo acompaña desde su juventud. No tiene otra muda de ropa.

Como nuestro perfecto idiota tampoco tiene un pelo de apóstol, su militancia en los grupúsculos de izquierda no sobrevivirá a sus tiempos de estudiante. Al salir de la universidad e iniciar su carrera política, buscará el amparo confortable de un partido con alguna tradición y opciones de poder, transformando sus veleidades marxistas en una honorable relación con la Internacional Socialista o, si es de estirpe conservadora, con la llamada doctrina social de la Iglesia. Será, para decirlo en sus propios términos, un hombre con conciencia social. La palabra social, por cierto, le fascina. Hablará de política, cambio, plataforma, corriente, reivindicación o impulso social, convencido de que esta palabra santifica todo lo que hace.

Del sarampión ideológico de su juventud le quedarán algunas cosas muy firmes: ciertas impugnaciones y críticas al imperialismo, la plutocracia, las multinacionales, el Fondo Monetario y otros pulpos (pues también del marxismo militante le quedan varias metáforas zoológicas). La burguesía probablemente dejará de ser llamada por él burguesía, para ser designada como oligarquía o identificada con «los ricos» o con el rótulo evangélico de «los poderosos» o «favorecidos por la fortuna». Y, obviamente, serán suyas todas las interpretaciones tercermundistas. Si hay guerrilla en su país, ésta será llamada comprensivamente «la insurgencia armada» y pedirá con ella diálogos patrióticos aunque mate, secuestre, robe, extorsione o torture. El perfecto idiota es también, conforme a la definición de Lenin, un idiota útil.

A los treinta años, nuestro personaje habrá sufrido una prodigiosa transformación. El pálido estudiante de la célula o del grupúsculo medio clandestino tendrá ahora el aspecto robusto y la personalidad frondosa y desenvuelta de un político profesional. Habrá tragado polvo en las carreteras y sudado camisas bajo el sol ardiente de las plazas mientras abraza compadres, estrecha manos, bebe cerveza, pisco, aguardiente, ron, tequila o cualquier otro licor autóctono en las cantinas de los barrios y poblaciones. Sus seguidores lo llamarán jefe. Será un orador copioso y efectista que sufre estremecimientos casi eróticos a la vista de un micrófono. Su éxito residirá esencialmente en su capacidad de explotar demagógicamente los problemas sociales. ¿Acaso no hay desempleo, pobreza, falta de escuelas y hospitales? ¿Acaso no suben los precios como globos mientras los salarios son exiguos salarios de hambre? ¿Y todo esto por qué?, preguntará de pronto contento de oír su voz, difundida por altoparlantes, llenando el ámbito de una plaza. Ustedes lo saben, dirá. Lo sabemos todos. Porque —y aquí le brotarán agresivas las venas del cuello bajo un puño amenazante— la riqueza está mal distribuida, porque los ricos lo tienen todo y los pobres no tienen nada, porque a medida que crecen sus privilegios, crece también el hambre del pueblo. De ahí que sea necesaria una auténtica política social, de ahí que el Estado deba intervenir en defensa de los desheredados, de ahí que todos deban votar por los candidatos que representan, como él, las aspiraciones populares.

De esta manera el perfecto idiota, cuando resuelva hacer carrera política, cosechará votos para hacerse elegir diputado, representante a la Cámara o senador, gobernador o alcalde. Y así, de discurso en discurso, de balcón en balcón, irá vendiendo sin mayor esfuerzo sus ideas populistas. Pues esas ideas gustan, arrancan aplausos. Él hará responsable de la pobreza no sólo a los ricos (que todo lo tienen y nada dan), sino también a los injustos términos de intercambio, a las exigencias del Fondo Monetario Internacional, a las políticas ciegamente aperturistas que nos exponen a competencias ruinosas en los mercados internacionales y a las ideas neoliberales.


Última edición por El Compañero el Mar Jul 29, 2008 10:59 pm, editado 2 veces
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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 10:54 pm

CAPITULO II: RETRATO DE FAMLIA CONT...

Será, además, un verdadero nacionalista. Dirá defender la soberanía nacional contra las conjuras del capital extranjero, de esa gran banca internacional que nos endeuda para luego estrangularnos, dejándonos sin inversión social. Por tal motivo, en vez de entregarle nuestras riquezas naturales a las multinacionales, él reclama el derecho soberano del país de administrar sus propios recursos. ¿Privatizar empresas del Estado? Jamás, gritará nuestro perfecto idiota vibrante de cólera. No se le puede entregar a un puñado de capitalistas privados lo que es patrimonio de todo el pueblo, de la nación entera. Eso jamás, repetirá con la cara más roja que la cresta de un pavo. Y su auditorio entusiasmado dirá también jamás, y todos volverán algo ebrios, excitados y contentos a casa, sin preguntarse cuántas veces han oído lo mismo sin que cambie para nada su condición. En este cuento el único que prospera es el idiota.

Prospera, en efecto. A los cuarenta años, nuestro perfecto idiota, metido en la política, tendrá algún protagonismo dentro de su partido y dispondrá ya, en Secretarías, Gobernaciones, Ministerios o Institutos, de unas buenas parcelas burocráticas. Será algo muy oportuno, pues quizá sus discursos de plaza y balcón hayan comenzado a erosionarse. Lo cierto es que los pobres no habrán dejado de ser pobres, los precios seguirán subiendo y los servicios públicos, educativos, de transporte o sanitarios, serán tan ineficientes como de costumbre. De-valuadas sus propuestas por su inútil reiteración, de ahora en adelante su fuerza electoral deberá depender esencialmente de su capacidad para distribuir puestos públicos, becas, auxilios o subsidios. Nuestro perfecto idiota es necesariamente un clientelista político. Tiene una clientela electoral que ha perdido quizá sus ilusiones en el gran cambio social ofrecido, pero no en la influencia de su jefe y los pequeños beneficios que pueda retirar de ella. Algo es algo, peor es nada.

Naturalmente nuestro hombre no está solo. En su partido (de alto contenido social), en el congreso y en el gobierno, lo acompañan o disputan con él cuotas de poder otros políticos del mismo corte y con una trayectoria parecida a la suya. Y ya que ellos también se acercan a la administración pública como abejas a un plato de miel, poniendo allí sus fichas políticas, muy pronto las entidades oficiales empezarán a padecer de obesidad burocrática, de ineficiencia y laberíntica «tramitología». Dentro de las empresas públicas surgirán voraces burocracias sindicales. Nuestro perfecto idiota, que nunca deja de cazar votos, suele adular a estos sindicalistas concediéndoles cuanto piden a través de ruinosas convenciones colectivas. Es otra expresión de su conciencia social. Finalmente aquélla no es plata suya, sino plata del Estado, y la plata del Estado es de todos; es decir, de nadie.

Con esta clase de manejos, no es de extrañar que las empresas públicas se vuelvan deficitarias y que para pagar sus costosos gastos de funcionamiento se haga necesario aumentar tarifas e impuestos. Es la factura que el idiota hace pagar por sus desvelos sociales. El incremento del gasto público, propio de su Estado benefactor, acarrea con frecuencia un severo déficit fiscal. Y si a algún desventurado se le ocurre pedir que se liquide un monopolio tan costoso y se privatice la empresa de energía eléctrica, los teléfonos, los puertos o los fondos de pensiones, nuestro amigo reaccionará como picado por un alacrán. Será un aliado de la burocracia sindical para denunciar semejante propuesta como una vía hacia el capitalismo salvaje, una maniobra de los neoliberales para desconocer la noble función social del servicio público. De esta manera tomará el partido de un sindicato contra la inmensa, silenciosa y desamparada mayoría de los usuarios.

En apoyo de nuestro político y de sus posiciones estatistas, vendrán otros perfectos idiotas a darle una mano: economistas, catedráticos, columnistas de izquierda, sociólogos, antropólogos, artistas de vanguardia y todos los miembros del variado abanico de grupúsculos de izquierda: marxistas, trostkistas, senderistas, maoístas que han pasado su vida embadurnando paredes con letreros o preparando la lucha armada. Todos se movilizan en favor de los monopolios públicos.

La batalla por lo alto la dan los economistas de esta vasta franja donde la bobería ideológica es reina. Este personaje puede ser un hombre de cuarenta y tantos años, catedrático en alguna universidad, autor de algunos ensayos de teoría política o económica, tal vez con barbas y lentes, tal vez aficionado a morder una pipa y con teorías inspiradas en Keynes y otros mentores de la social democracia, y en el padre Marx siempre presente en alguna parte de su saber y de su corazón. El economista hablará de pronto de estructuralismo, término que dejará seguramente perplejo a nuestro amigo, el político populista, hasta cuando comprenda que el economista de las barbas propone poner a funcionar sin reatos la maquinita de emitir billetes para reactivar la demanda y financiar la inversión social. Será el feliz encuentro de dos perfectos idiotas. En mejor lenguaje, el economista impugnará las recomendaciones del Fondo Monetario presentándolas como una nueva forma repudiable de neocolonialismo, Y sus críticas más feroces serán reservadas para los llamados neoliberales.

Dirá, para júbilo del populista, que el mercado inevitablemente desarrolla iniquidades, que corresponde al Estado corregir los desequilibrios en la distribución del ingreso y que la apertura económica sólo sirve para incrementar ciega y vertiginosamente las importaciones, dejando en abierta desventaja a las industrias manufactureras locales o provocando su ruina con la inevitable secuela del desempleo y el incremento de los problemas sociales.

Claro, ya lo decía yo, diría el político populista, sumamente impresionado por el viso de erudición que da a sus tesis el economista y por los libros bien documentados, publicados por algún fondo editorial universitario, que le envía. Hojeándolos, encontrará cifras, indicativos, citas memorables para demostrar que el mercado no puede anular el papel justiciero del Estado. Tiene razón Alan García —leerá allí— cuando dice que «las leyes de la gravedad no implican que el hombre renuncie a volar». (Y naturalmente los dos perfectos idiotas, unidos en su admiración común ante tan brillante metáfora, olvidarán decirnos cuál fue el resultado concreto obtenido, durante su catastrófico gobierno, por el señor García con tales elucubraciones).

A los cincuenta años, después de haber sido senador y tal vez ministro, nuestro perfecto idiota empezará a pensar en sus opciones como candidato presidencial. El economista podría ser un magnífico ministro de Hacienda suyo. Tiene a su lado, además, nobles constitucionalistas de su mismo signo, profesores, tratadistas ilustres, perfectamente convencidos de que para resolver los problemas del país (inseguridad, pobreza, caos administrativo, violencia o narcotráfico), lo que se necesita es una profunda reforma constitucional. O una nueva Constitución que consagre al fin nuevos y nobles derechos: el derecho a la vida, a la educación gratuita y obligatoria, a la vivienda digna, al trabajo bien remunerado, a la lactancia, a la intimidad, a la inocencia, a la vejez tranquila, a la dicha eterna. Cuatrocientos o quinientos artículos con un nuevo ordenamiento jurídico y territorial, y el país quedará como nuevo. Nuestro perfecto idiota es también un soñador.

Ciertamente no es un hombre de grandes disciplinas intelectuales, aunque en sus discursos haga frecuentes citas de Neruda, Vallejo o Rubén Darío y use palabras como telúrico, simbiosis, sinergia, programático y coyuntural. Sin embargo, donde mejor resonancia encuentra para sus ideas es en el mundo cultural de la izquierda, compuesto por catedráticos, indigenistas, folkloristas, sociólogos, artistas de vanguardia, autores de piezas y canciones de protesta y películas con mensaje. Con todos ellos se entiende muy bien.

Comparte sus concepciones. ¿Cómo no podría estar de acuerdo con los ensayistas y catedráticos que exaltan los llamados valores autóctonos o telúricos de la cultura nacional y las manifestaciones populares del arte, por oposición a los importadores o cultivadores de un arte foráneo y decadente? Nuestro perfecto idiota considera con todos ellos que deben rescatarse las raíces indígenas de Latinoamérica siguiendo los pasos de un Mariátegui o de un Haya de la Torre, cuyos libros cita. Apoya a quienes denuncian el neocolonialismo cultural y le anteponen creaciones de real contenido social {esta palabra es siempre una cobija mágica) o introducen en el arte pictórico formas y reminiscencias del arte precolombino.
Probablemente nuestro idiota, congresista al fin, ha propuesto (y a veces impuesto) a través de alguna ley, decreto o resolución, la obligación de alternar la música foránea (para él decadente, Beatles incluidos) con la música criolla. De esta manera, habrá enloquecido o habrá estado a punto de enloquecer a sus desventurados compatriotas con cataratas de joropos, bambucos, marineras, huaynos, rancheras o cuecas. También ha exigido cuotas de artistas locales en los espectáculos y ha impugnado la presencia excesiva de técnicos o artistas provenientes del exterior.

Por idéntico escrúpulo nacionalista, incrementará la creación de grupos de artistas populares, dándoles toda suerte de subsidios, sin reparar en su calidad. Se trata de desterrar el funesto elitismo cultural, denominación que en su espíritu puede incluir las óperas de Rossini, los conciertos de Bach, las exposiciones de Pollock o de Andy Warhol, el teatro de Iones-co (o de Moliere) o las películas de Bergman, en provecho de representaciones llenas de diatribas político-sociales, de truculento costumbrismo o de deplorables localismos folklóricos.

Paradojas: a nuestro perfecto idiota del mundo cultural no le parece impugnable gestionar y recibir becas o subsidios de funcionarios o universidades norteamericanas, puesto que gracias a ellas puede, desde las entrañas mismas del monstruo imperialista, denunciar en libros, ensayos y conferencias el papel neocolonialista que cumplen no sólo los Chicago Boys o los economistas de Harvard, sino también personajes tales como el Pato Donald, el teniente Colombo o Alexis Carrington. En estos casos, el perfecto idiota latinoamericano se convierte en un astuto quintacolumnista que erosiona desde adentro los valores políticos y culturales del imperio.

Nuestro amigo, pues, se mueve en un vasto universo a la vez político, económico y cultural, en el cual cada disciplina acude en apoyo de la otra y la idiotez se propaga prodigiosamente como expresión de una subcultura continental, cerrándonos el camino hacia la modernidad y el desarrollo. Teórico del tercermundismo, el perfecto idiota nos deja en ese Tercer Mundo de pobreza y de atraso con su vasto catálogo de dogmas entregados como verdades. Esas sublimes boberías de libre circulación en América Latina son las que este manual recoge de una vez por todas en las páginas que siguen.
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TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL Empty MANUAL DEL IDIOTA: CAPITULO III

Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:05 pm

CAPITULO III: EL ÁRBOL GENEALÓGICO

«Los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser.»

Del buen salvaje al buen revolucionario,

Carlos Rangel
Nuestro venerado idiota latinoamericano no es el producto de la generación espontánea, sino la consecuencia de una larga gestación que casi tiene dos siglos de historia. Incluso, es posible afirmar que la existencia del idiota latinoamericano actual sólo ha sido posible por el mantenimiento de un tenso debate intelectual en el que han figurado algunas de las mejores cabezas de América. De ahí, directamente, desciende nuestro idiota.

Todo comenzó en el momento en que las colonias hispanoamericanas rompieron los lazos que las unían a Madrid, a principios del XIX, y en seguida los padres de la patria formularon la inevitable pregunta: ¿por qué a nuestras repúblicas —que casi de inmediato entraron en un período de caos y empobrecimiento— les va peor que a los vecinos norteamericanos de lo que en su momento fueron las Trece Colonias?

En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros, en el grado que se requiere; y, por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
Simón Bolívar. «Carta a un caballero que tomaba gran interés en la causa republicana en la América del Sur», (1815)

La primera respuesta que afloró en casi todos los rincones del continente, tenía la impronta liberal de entonces. A la América Latina —ya en ese momento, empezó a dejar de llamarse Hispanoamérica— le iba mal porque heredaba la tradición española inflexible, oscurantista y dictatorial, agravada por la mala influencia del catolicismo conservador y cómplice de aquellos tiempos revueltos. España era la culpable.
Un notable exponente de esa visión antiespañola fue el chileno Francisco Bilbao, formidable agitador, anticatólico y antidogmático, cuya obra, Sociabilidad chilena, mereció la paradójica distinción de ser públicamente quemada por las autoridades civiles y religiosas de un par de países latinoamericanos consagrados a la piromanía ideológica.

Bilbao, como buen liberal y romántico de su época, se fue a París, y allí participó en la estremecedora revolución de 1848. En la Ciudad Luz, como era de esperar, encontró el aprecio y el apoyo de los revolucionarios liberales de entonces. Michelet y Lamennais —como cuenta Zum Felde— lo llamaron «nuestro hijo» y mantuvieron con él una copiosa correspondencia. Naturalmente, Bilbao, una vez en Francia, reforzó su conclusión de que para progresar y prosperar había que desespañolizarse, tesis que recogió en un panfleto entonces leidísimo: El evangelio americano.

De vuelta a Chile, en 1850 fundó la Sociedad de la Igualdad, y dio una batalla ejemplar por la abolición de la esclavitud. No obstante, al reencontrarse con América incorporó a su análisis otro elemento un tanto contradictorio que más tarde recogerán Domingo Faustino Sarmiento e incontables ensayistas: «No sólo hay que desespañolizarse; también hay que desindianizarse», tesis que el autor de Facundo acabó por defender en su último libro: Conflictos y armonía de las razas en América.

Como queda dicho, primero en Bilbao y luego en Sarmiento ya aparece fijada la hipótesis republicana sobre nuestro fracaso relativo más manejada en la segunda mitad del xrx: nos va mal porque, tanto por la sangre española, como por la sangre india, y —por supuesto— por la negra, nos llegan el atraso, la incapacidad para vivir libremente y, como alguna vez dijera, desesperado, Francisco de Miranda, «el bochinche». El eterno bochinche latinoamericano a que son tan adictos nuestros inquietos idiotas contemporáneos.
A lo largo de todo el siglo xix, de una u otra forma, es ésta la etiología que la clase dirigente le asigna a nuestros males, y no hay que ser demasiado sagaz para comprender que esa visión llevaba de la mano una comprensible y creciente admiración por el panorama prometedor y diferente que se desarrollaba en la América de origen británico. De ahí que los dos pensadores más importantes de la segunda mitad del siglo xrx, el mencionado Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, enriquecieran el juicio de Bilbao con una proposición concreta: imitemos, dentro de nuestras propias peculiaridades, a los anglosajones. Imitemos su pedagogía, sus estructuras sociales, su modelo económico, su Constitución, y de ese milagro facsimilar saldrá una América Latina vigorosa e inderrotable.

Se imita a aquel en cuya superioridad o cuyo prestigio se cree. Es así como la visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la conquista, y renegada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte, flota ya, en los sueños de muchos sinceros interesados por nuestro porvenir, inspira la fruición con que ellos formulan a cada paso los más sugestivos paralelos, y se manifiesta por constantes propósitos de innovación y de reforma. Tenemos nuestra nordomanía. Es necesario oponerle los límites que la razón y el sentimiento señalan de consuno.

José Enrique Rodó, Ariel (1900)
Sólo que a fines de siglo esta fe en el progreso norteamericano, esta confianza en el pragmatismo y este deslumbramiento por los éxitos materiales, comenzaron a resquebrajarse, precisamente en la patria de Alberdi y de Sarmiento, cuando en 1897 Paul Groussac, prior de la intelectualidad rioplatense de entonces, publicó un libro de viaje, Del Plata al Niágara, en el que ya planteaba de modo tajante el enfrentamiento espiritual entre una América materialista anglosajona, y otra hispana cargada por el peso ético y estético de la espiritualidad latina.

Groussac no era un afrancesado, sino un francés en toda la regla. Un francés aventurero que llegó a Buenos Aires a los dieciocho años, sin hablar una palabra de español, mas consiguió dominar el castellano con tal asombrosa perfección que se convirtió en el gran dispensador de honores intelectuales de la época. Llegó a ser director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires —se decía, exageradamente, que había leído todos los libros que en ella había-— y desde su puesto ejerció un inmenso magisterio crítico en los países del Cono Sur.
Es más que probable que el uruguayo José Enrique Rodó haya leído los papeles de Groussac antes de publicar, en 1900, el que sería el más leído e influyente ensayo político de la primera mitad del siglo xx: Ariel. Un breve libro, escrito con la prosa almibarada del modernismo —Rodó «se cogía la prosa con papel de china», aseguró alguna vez Blanco Fombona— y bajo la clarísima influencia de Renán, concretamente, de Calibán, drama en el que el francés, autor de la famosa Vida de Jesús, utiliza los mismos símbolos que Shakespeare empleó en La tempestad, y de los que luego se sirvió Rodó.

¿Qué significó, en todo caso, el famoso opúsculo de Rodó? En esencia, tres cosas: la superioridad natural de la cultura humanista latina frente al pragmatismo positivista anglosajón; el fin de la influencia positivista comtiana en América Latina, y el rechazo implícito al antiespañolismo, de Sarmiento y Alberdi. Para Rodó, como para la generación arielista que le seguiría, y en la que hasta Rubén Darío, mareado de cisnes y de alcoholes milita entusiasmado con sus poemas antiimperialistas, no hay que rechazar la herencia de España, sino asumirla como parte de un legado latino —Francia, Italia, España— que enaltece a los hispanoamericanos.

El arielismo, como es evidente, significó una bifurcación importante en el viejo debate encaminado a encontrar el origen de las desventuras latinoamericanas, derivación surgida exactamente en el momento preciso para apoderarse de la imaginación de numerosos políticos y escritores de la época, dado que dos años antes, en 1898, el continente de habla castellana había visto la guerra hispano-cubano-americana con una mezcla de admiración, estupor y prevención. En pocas semanas, Estados Unidos había destruido la flota española, ocupaba Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, humillando a España y liquidando casi totalmente su viejo imperio colonial de cuatro siglos.

Estados Unidos, ante la mirada nerviosa de América Latina, ya no sólo era un modelo social arquetípico, sino había pasado a ser un activo poder internacional que competía con los ingleses en los mercados económicos y con todas las potencias europeas en el campo militar. Estados Unidos había dejado de ser la admirada república para convertirse en otro imperio.

Los primeros conquistadores, de mentalidad primaria, se anexaban los habitantes en calidad de esclavos. Los que vinieron después se anexaron los territorios sin los habitantes. Los Estados Unidos, como ya hemos insinuado en precedentes capítulos, han inaugurado el sistema de anexarse las riquezas sin los habitantes y sin los territorios, desdeñando las apariencias para llegar al hueso de la dominación sin el peso muerto de extensiones que administrar y muchedumbres que dirigir.

Manuel Ugarte, La nueva Roma (1915)
Armado con esta visión geopolítica y filosófica, comenzó a proliferar en nuestro continente una criatura muy eficaz y extraordinariamente popular, a la que hoy llamaríamos analista político: el ardiente antiimperialista. De esta especie, sin duda, el más destacado representante fue el argentino Manuel Ugarte, un buen periodista de prosa rápida, orador capaz de exacerbar a las masas y panfletista siempre, que se desgañitó inútilmente tratando de explicar que él no era antiamericano sino antiimperialista. Su obra —suma y compendio de artículos, charlas y conferencias, distribuida en diversos volúmenes— tuvo un gran impacto continental, especialmente en Centroamérica, el Caribe y México, tras-' patio de los yanquis, convirtiéndose acaso en el primer «progresista» profesional de América Latina.
Curiosamente, la idea básica de Ugarte, y la tarea que a sí mismo se había asignado, más que progresistas eran de raigambre conservadora y de inspiración españolista. Ugarte veía en el antipanamericanismo —el imperialismo de entonces era el panamericanismo fomentado por Washington— un valladar que le pondría dique a las apetencias imperiales norteamericanas, de la misma manera que 400 años antes la Corona española colocaba en el «antemural de las Indias» la delicada responsabilidad de impedir la penetración protestante anglosajona en la América hispana.

Aquel rancio argumento, empaquetado como algo novedoso, sin embargo, había experimentado un reciente revival poco antes de la aparición de Ariel y del arielismo. En efecto, en 1898, antes (y durante) la guerra entre Washington y Madrid, no faltaron voces españolas que pusieron al día el viejo razonamiento geopolítico de Carlos V y Felipe II: la guerra entre España y Estados Unidos —como en su momento la batalla librada contra los turcos en Lepanto— serviría para impedir, con el sacrificio de España, que la decadente Europa cayera presa de las ágiles garras de la nueva potencia imperial surgida al otro lado del Atlántico.

Ugarte, como era predecible dada su enorme influencia, procreó una buena cantidad de discípulos, incluido el pintoresco colombiano Vargas Vila, o el no menos extravagante peruano José Santos Chocano, pero donde su prédica dio mejores frutos fue en La Habana, ciudad en la que un sereno pensador, sobrio y serio, don Enrique José Varona, en 1906 publicó un ensayo titulado El imperialismo a la luz de la sociología. Varona, hombre respetable donde los hubiera, planteó por primera vez en el continente la hipótesis de que la creciente influencia norteamericana era la consecuencia del capitalismo en fase de expansión, un impetuoso movimiento de bancos e industrias norteamericanas que se derramaba en cascada, encontrando su terreno más fértil en la debilidad desguarnecida de América Latina. Para Varona, escéptico, positivista, y por lo tanto hospitalario con ciertos mecanismos deterministas que explicaban la historia, el fenómeno imperialista norteamericano {Cuba estaba intervenida por Washington en el momento de la aparición de su folleto) era una consecuencia de la pujanza económica de los vecinos. El capitalismo, sencillamente, era así. Se desbordaba.

En virtud de que la inmensa mayoría de los pueblos y ciudades mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan, sin poder mejorar en nada su condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura, por estar monopolizados en unas cuantas manos, las sierras, montes y aguas; por esta causa se expropiará, previa indemnización de la tercera parte de esos monopolios, a los poderosos propietarios de ellos, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos y colonias, y se mejore en todo y para todos la falta de prosperidad y bienestar de los mexicanos.
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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:08 pm

Emiliano Zapata, Plan de Ayala (1911)

El discurso incendiario de Ugarte y las reflexiones de Varona fueron el preludio de un aparato conceptual mucho más elaborado que discurrió en dos vertientes que durarían hasta nuestros días incrustadas en la percepción de los activistas políticos. La primera corriente fue el nacionalismo agrarista surgido a partir de la revolución mexicana de 1910; y la segunda, la aparición del marxismo como influencia muy directa en nuestros pensadores más destacados, presente desde el momento mismo del triunfo de la revolución rusa de 1917.
De la revolución mexicana quedaron la mitología ranchera de Pancho Villa, más tarareada que respetada, y la también sugerente reivindicación agrarista cuajada en torno a la figura borrosa y muy utilizada de Emiliano Zapata. Quedó, asimismo, la Constitución de Querétaro de 1917, con su fractura del orden liberal creado por Juárez en el siglo anterior, y el surgimiento del compromiso formal por parte de un estado que desde ese momento se responsabilizaba con la tarea de importar la felicidad y la prosperidad entre todos los ciudadanos mediante la justa redistribución de la riqueza.

Del periodo de exaltación marxista y de esperanza en el experimento bolchevique, el más ilustre de los representantes fue, sin duda el médico José Ingenieros (1877-1925). Ingenieros, argentino y siquiatra —dos palabras que con el tiempo casi se convertirían en sinónimas—, nunca militó en el Partido Comunista, pero dio inicio voluntaria y expresamente a la sinuosa tradición del fellow-traveller intelectual latinoamericano. Nunca fue miembro de partido comunista alguno, pero apoyaba todas sus causas con la pericia de un francotirador certero y fatal.
Los libros de Ingenieros, bien razonados pero escritos en una prosa desdichada, durante la primera mitad del siglo estuvieron en los anaqueles de casi toda la intelligentsia latinoamericana. El hombre mediocre, Las fuerzas morales, o Hacia una moral sin dogmas, se leían tanto en Buenos Aires como en Quito o Santo Domingo. Sus actividades como conferencista y polemista, su penetrante sentido del humor, y su irreverente corbata roja, no muy lejana del paraguas carmín que entonces blandía en España el improbable «anarquista» Azorín, lo convirtieron no sólo en el vértice del debate, sino que lo dotaron de un cierto airecillo de dandismo socialista tan atractivo que aún hoy suele verse su huella trivial en algunos intelectuales latinoamericanos más enamorados del gesto que de la sustancia.

En esta época, con la aparición de una ideología nueva que traduce los intereses y las aspiraciones de la masa —la cual adquiere gradualmente conciencia y espíritu de clase—, surge una corriente o una tendencia nacional que se siente solidaria con la suerte del indio. Para esta corriente la solución del problema del indio es la base de un programa de renovación o reconstrucción peruana. El problema del indio cesa de ser, como en la época del diálogo de liberales y conservadores, un tema adjetivo secundario. Pasa a representar el Tema capital.
JOSÉ Carlos Mariátegui, Regionalismo y centralismo. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928)

Tras el magisterio de Ingenieros, la respuesta a nuestra sempiterna y acuciante indagación —« ¿por qué nos va tan mal a los latinoamericanos?»— se desplazó de Buenos Aires a Lima, y allí dos importantes pensadores le dieron su particular interpretación.
Curiosamente, estos dos pensadores, ambos peruanos, José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre, iban a encarnar, cada uno de ellos, las dos tendencias políticas que ya se apuntaban en el horizonte: de un lado, el marxismo de los bolcheviques rusos, y del otro, el nacionalismo estatizante de los mexicanos.

José Carlos Mariátegui (1895-1930) tuvo una vida corta y desgraciada. Prácticamente no conoció a su padre, y una lesión en la pierna, que lo dejó cojo desde niño, se convirtió más tarde en una amputación en toda regla, desgracia que amargó severamente los últimos años de su breve existencia.

Fue un estudiante pobre y brillante, buen escritor casi desde la adolescencia —formada por los frailes—, y quizá su único período de felicidad fue el que alcanzara durante los cuatro años que pasó en Europa, paradójica y un tanto oportunista-mente becado por su enemigo, el dictador Augusto B. Leguía.

En 1928 Mariátegui escribió un libro titulado Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana que continuó fecundando durante varias décadas a la promiscua musa de los idiotas latinoamericanos. La obra es una mezcla de indigenismo y socialismo, aunque no están exoneradas ciertas manifestaciones racistas antichinas y antinegras, como en su momento señalara el brillante ensayista Eugenio Chang-Rodríguez.
Para Mariátegui el problema indio, más que un problema racial, ya dentro de un análisis de inspiración marxista, era un conflicto que remitía a la posesión de la tierra. El gamonalismo latifundista era responsable del atraso y la servidumbre espantosa de los indios, pero ahí no terminaban los problemas del agro peruano: también pesaba como una lápida la subordinación de los productores locales a las necesidades extranjeras. En Perú sólo se sembraba lo que otros comían en el exterior.

Probablemente, muchas de estas ideas —las buenas y las malas— en realidad pertenecían a Víctor Raúl Haya de la Torre, ya que la primera militancia de Mariátegui fue junto a su compatriota y fundador del APRA. Pero ambos, al poco tiempo de entrar en contacto, empezaron a desplazarse hacia posiciones divergentes. En 1929, en medio del fallido intento de crear en Lima un partido de corte marxista —el Partido
Socialista del Perú—, Mariátegui planteó un programa mínimo de seis puntos que luego, con diversos matices, veremos reproducido una y otra vez en prácticamente todos los países del continente:

1) Reforma agraria y expropiación forzosa de los latifundios.
2) Confiscación de las empresas extranjeras y de las más importantes industrias en poder de la burguesía.
3) Desconocimiento y denuncia de la deuda externa.
4) Creación de milicias obrero-campesinas que sustituyan a los correspondientes ejércitos al servicio de la burguesía.
5) Jornada laboral de 8 horas.
6) Creación de soviets en municipios controlados por organizaciones obrero-campesinas.

No obstante su radicalismo, este esfuerzo marxista de Mariátegui no recibió el apoyo de la URSS, fundamentalmente por razones de índole ideológica. El escritor peruano quería construir un partido interclasista, una alianza obrero-campesina-intelectual, parecida a la que en el siglo anterior el viejo patriarca anarquista, Manuel González Prada, había propuesto a sus compatriotas, mientras Moscú sólo confiaba en la labor de las vanguardias obreras, tal y como Lenin las definía.

En tanto que el sistema capitalista impere en el mundo, los pueblos de Indoamérica, como todos los económicamente retrasados, tienen que recibir capitales extranjeros y tratar con ellos. Ya queda bien aclarado en estas páginas que el APRA se sitúa en el plano realista de nuestra época y de nuestra ubicación en la historia y la geografía de la humanidad. Nuestro Tiempo y nuestro Espacio económicos nos señalan una posición y un camino: mientras el capitalismo subsista como sistema dominante en los países más avanzados, tendremos que tratar con el capitalismo.

Víctor Raúl Haya de la Torre, El antiimperialismo y el APRA (1928)
Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1981), nacido el mismo año que Mariátegui, pero no en Lima, sino en Trujillo, fue un líder nato, capaz de inspirar la adhesión de prácticamente todos los sectores que constituían el arco social del país. Blanco y de la aristocracia empobrecida, no asustaba demasiado a la oligarquía peruana, pero, misteriosamente, también lograba conectar con las clases bajas, con los cholos y los indios, de una manera que tal vez ningún político antes que él consiguiera hacerlo en su país.

Hay dos biografías paralelas de Haya de la Torre que se trenzan de una manera inseparable. Por un lado está la historia de sus luchas políticas, de sus largos exilios, de sus fracasos, de sus prisiones y, por el otro, el notable recuento de su formación intelectual. A Haya de la Torre, muy joven, le llega de lleno la influencia del comunismo y de la revolución rusa de 1917, pero, al mismo tiempo, otras amistades y otras lecturas de carácter filosófico y político lo hicieron alejarse del comunismo y lo acercaron a posiciones que hoy llamaríamos socialdemócratas, aunque él interpretaba esas ideas de otra manera lateralmente distinta, en la que no se excluía un cierto deslumbramiento por la estética fascista: los desfiles con antorchas, la presencia destacada en el partido de matones («búfalos»), que cultivaban lo que los falangistas españoles llamaban «la dialéctica de los puños y las pistolas».

Haya vivió exiliado durante las dictaduras de Leguía, de Sánchez Cerro, y luego en la época de Odría, pero no perdió el tiempo en sus larguísimos períodos de residencia en el exterior o de asilo en la legación colombiana en Lima: su impresionante nómina de amigos y conocidos incluye a personas tan distintas y distantes como Romain Rolland, Anatolio Lunasharki, Salvador de Madariaga, Toynbee o Einstein. Además del español, que escribía con elegancia, dominó varias lenguas —el inglés, el alemán, el italiano, el francés— considerándose a sí mismo, tal vez con cierta razón, el pensador original que había conseguido, desde el marxismo, superar la doctrina y plantear una nueva interpretación de la realidad latinoamericana.

A esta conclusión llegó Haya de la Torre con una tesis política a la que llamó Espacio-Tiempo-Historia, cruce de Marx con Einstein, pero en la que no falta la previa reflexión de Trotsky sobre Rusia. En efecto, a principios de siglo, Trotsky, ante la notable diversidad de grados de civilización que se podía encontrar en Rusia —desde el muy refinado San Petersburgo, hasta aldeas asiáticas que apenas rebasaban el paleolítico—, concluyó que en el mismo espacio ruso convivían diferentes "tiempos históricos».
Haya de la Torre llegó al mismo criterio con relación a los incas de la sierra, en contraste con la Lima costeña, blanca o chola, pero muy europea. En el mismo espacio nacional peruano convivían dos tiempos históricos, de donde dedujo que las teorías marxistas no podían aplicarse por igual a estas dos realidades tan diferentes.

A partir de este punto Haya de la Torre alega que ha superado a Marx, y encuentra en la dialéctica hegeliana de las negaciones una apoyatura para su aseveración. Si Marx negó a Hegel, y Hegel a Kant, mediante la teoría del Espacio-Tiempo-Historia, a la que se le añadía la relatividad de Einstein aplicada a la política, el marxismo habría sido superado por el aprismo, sometiéndolo al mismo método de análisis dialéctico preconizado por el autor del Manifiesto Comunista.

¿Cómo Haya integraba a Einstein en este curioso potpourri filosófico? Sencillo: si el físico alemán había puesto fin a la noción del universo newtoniano, regido por leyes inmutables y predecibles, añadiendo una cuarta dimensión a la percepción de la realidad, este elemento de indeterminación e irregularidad que se introducía en la materia también afectaba a la política. ¿Cómo hablar de leyes que gobiernan la historia, la política o la economía, cuando ni siquiera la física moderna podía acogerse a este carácter rígido y mecanicista?
A partir de su ruptura teórica con el marxismo, Haya de la Torre, ya desde los años veinte, tuvo un fortísimo encontronazo con Moscú, circunstancia que lo convertiría en la bestia parda favorita de la izquierda marxista más obediente del Kremlin. Pero, además de sus herejías teóricas, el pensador y político peruano propuso otras interpretaciones de las relaciones internacionales y de la economía que sirvieron de base a todo el pensamiento socialdemócrata de lo que luego se llamaría la izquierda democrática latinoamericana.

La más importante de sus proposiciones fue la siguiente: si en Europa el imperialismo era la última fase del capitalismo, en América Latina, como revelaba el análisis Espacio-Tiempo-Historia, era la primera. Había que pasar por una fase de construcción del capitalismo antes de pensar en demolerlo. Había que desarrollar a América Latina con la complicidad del imperialismo y por el mismo procedimiento con que se habían desarrollado los Estados Unidos.

Sin embargo, esta fase capitalista sería provisional, y estaría caracterizada por impecables formas democráticas de gobierno, aunque se orientaría por cinco inexorables planteamientos radicales expresados por el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) en su Manifiesto de 1924:

1) Acción contra todos los imperios.
2) Unidad política de América Latina.
3) Nacionalización de tierras e industrias.
4) Solidaridad con todos los pueblos y clases oprimidas.
5) ínter americanización del Canal de Panamá.

La manía de interamericanizar el Canal de Panamá —que ocupó buena parte de la acción exterior del APRA— iba pareja con otras curiosas y un tanto atrabiliarias urgencias políticas como, por ejemplo, nacionalizar inmediatamente el oro y el vanadio. En todo caso, Haya, que nunca llegó al poder en Perú, y al que su muerte, piadosamente, le impidió ver el desastre provocado por su discípulo Alan García, el único presidente aprista pasado por la casa de Pizarro, fue el más fecundo de los líderes políticos de la izquierda democrática latinoamericana, y el APRA —su creación personal—, el único partido que llegó a tener repercusiones e imitadores en todo el continente. Hubo apristas desde Argentina hasta México, pero con especial profusión en Centroamérica y el Caribe. Todavía, increíblemente, los hay.

Paul Groussac o Rodó podían hacer fiorituras con el elogio del espiritualismo latinoamericano, o Haya podía soñar con nacionalizaciones, y pensar que el Estado tenía una responsabilidad importante en el desarrollo de la economía, como dijo muchas veces, pero después del hundimiento práctico y constante de todas estas especulaciones en medio mundo, sólo la idiotez más contumaz puede continuar repitiendo lo que la realidad se ha ocupado de desacreditar sin la menor misericordia.
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TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL Empty MANUAL DEL IDIOTA: CAPITULO IV

Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:13 pm

CAPITULO IV: LA BIBLIA DEL IDIOTA

«En los últimos años he leído pocas cosas que me hayan conmovido tanto.»
Heinrich Böll, discurso en Colonia, 1976

En el último cuarto de siglo el idiota latinoamericano ha contado con la notable ventaja de tener a su disposición una especie de texto sagrado, una Biblia en la que se recogen casi todas las tonterías que circulan en la atmósfera cultural de eso a lo que los brasileros llaman «la izquierda festiva».

Naturalmente, nos referimos a Las venas abiertas de América Latina, libro escrito por el uruguayo Eduardo Galeano a fines de 1970, cuya primera edición en castellano apareció en 1971. Veintitrés años más tarde —octubre de 1994— la editorial Siglo XXI de España publicaba la sexagésima séptima edición, éxito que demuestra fehacientemente tanto la impresionante densidad de las tribus latinoamericanas clasificables cono idiotas, como la extensión de este fenómeno fuera de las fronteras de esta cultura.

En efecto: de esas sesenta y siete ediciones una buena parte son traducciones a otras lenguas, y hay bastantes posibilidades de que la idea de América Latina grabada en las cabecitas de muchos jóvenes latinoamericanistas formados en Estados Unidos, Francia o Italia {no digamos Rusia o Cuba) haya sido modelada por la lectura de esta pintoresca obra ayuna de orden, concierto y sentido común.
¿Por qué? ¿Qué hay en este libro que miles de personas compran, muchas leen y un buen por ciento adopta como diagnóstico y modelo de análisis? Muy sencillo: Galeano —quien en lo personal nos merece todo el respeto del mundo—, en una prosa rápida, lírica a veces, casi siempre efectiva, sintetiza, digiere, amalgama y mezcla a André Gunder Frank, Ernest Mandel, Marx, Paul Baran, Jorge Abelardo Ramos, al Raúl Prebisch anterior al arrepentimiento y mea culpa, a Guevara, Castro y algún otro insigne «pensador» de inteligencia áspera y razonamiento delirante. Por eso su obra se ha convertido en la Biblia de la izquierda. Ahí está todo, vehementemente escrito, y si se le da una interpretación lineal, fundamentalista, si se cree y suscribe lo que ahí se dice, hay que salir a empuñar el fusil o —los más pesimistas— la soga para ahorcarse inmediatamente.

Pero ¿qué dice, a fin de cuentas, el señor Galeano en los papeles tremendos que ha escrito? Acerquémonos a la Introducción, dramáticamente subtitulada «ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta», y aclaremos, de paso, que todas las citas que siguen son extraídas de la mencionada edición sexagésima séptima, impresa en España en 1994 por Siglo XXI para uso y disfrute de los peninsulares. Gente —por cierto— que sale bastante mal parada en la obra. Cosas del historimasoquismo, como le gusta decir a Jiménez Lo-santos.

Es América Latina la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días todo se ha trasmutado siempre en capital europeo, o más tarde norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder, (p. 2)

Aunque la introducción no comienza con esa frase, sino con otra que luego citaremos, vale la pena acercarnos primero a ese párrafo porque en esta metáfora hemofílica que le da título al libro hay una sólida pista que nos conduce exactamente al sitio donde se origina la distorsión analítica del señor Galeano: se trata de un caso de antropomorfismo histórico-económico. El autor se imagina que la América Latina es un cuerpo inerte, desmayado entre el Atlántico y el Pacífico, cuyas vísceras y órganos vitales son sus sierras feraces y sus reservas mineras, mientras Europa (primero) y Estados Unidos (después) son unos vampiros que le chupan la sangre. Naturalmente, a partir de esta espeluznante premisa antropomórfica no es difícil deducir el destino zoológico que nos espera a lo largo del libro: rapaces águilas americanas ferozmente carroñeras, pulpos multinaciones que acaparan nuestras riquezas, o ratas imperialistas cómplices de cualquier inmundicia.
Esa arcaica visión mitológica —Europa, una doncella raptada a lomo de un toro, los Titanes sosteniendo al mundo, Rómulo y Remo alimentados por una loba maternal y pacífica—, realmente pertenece al universo de la poesía o de la fábula, pero nada tiene que ver con el fenómeno del subdesarrollo, aunque es justo aclarar que Galeano no es el primer escritor contemporáneo que se ha permitido esas licencias poéticas. Un notable ensayista estadounidense, que bastante hizo a mediados de siglo para sostener vivos y coleando a los idiotas latinoamericanos de entonces, alguna vez escribió que Cuba —la de Castro— era como un gran falo a punto de penetrar en la vulva norteamericana. La vulva, claro, era el Golfo de México, y no faltó quien opinara que en ese lenguaje más freudiano que obsceno yacía una valiente denuncia antiimperialista. Algo de esta índole ocurre con Las venas abiertas de América Latina. La incontenible hemorragia del título comienza por arrastrar la sobriedad que el tema requiere. Veremos cómo se coagula este desafortunado espasmo literario.

La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder, (p. 1)
Así, con esa frase rotunda, comienza el libro. Para su autor, como para los corsarios de los siglos XVI y XVII, la riqueza es un cofre que navega bajo una bandera extraña, y todo lo que hay que hacer es abordar la nave enemiga y arrebatárselo. La idea tan elemental y simple, tan evidente, de que la riqueza moderna sólo se crea en la buena gestión de las actividades empresariales no le ha pasado por la mente.
Lamentablemente, son muchos los idiotas latinoamericanos que comparten esta visión de suma-cero. Lo que unos tienen —suponen—, siempre se lo han quitado a otros. No importa que la experiencia demuestre que lo que a todos conviene no es tener un vecino pobre y desesperanzado, sino todo lo contrario, porque del volumen de las transacciones comerciales y de la armonía internacional van a depender, no sólo nuestra propia salud económica, sino de la de nuestro vecino.

Es curioso que Galeano no haya observado el caso norteamericano con menos prejuicios ideológicos. ¿Con qué vecino son mejores las relaciones, con el Canadá rico y estable o con México? ¿Cuál es la frontera conflictiva para Estados Unidos, la que tiene al sur o la que tiene al norte? Y si el vil designio norteamericano es mantener a los otros países especializados en «perder», ¿por qué se une a México y Canadá en el Tratado de Libre Comercio con el declarado propósito de que las tres naciones se beneficien?
Cualquier observador objetivo que se sitúe en 1945, año en que termina la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos es, con mucho, la nación más poderosa de la tierra, puede comprobar cómo, mientras aumenta paulatinamente la riqueza global norteamericana, disminuye su poderío relativo, porque otros treinta países ascienden vertiginosamente por la escala económica. Nadie se especializa en perder. Todos (los que hacen bien su trabajo) se especializan en ganar. En 1945, de cada dólar que se exportaba en el mundo, cincuenta centavos eran norteamericanos; en 1995, de cada dólar que se exporta sólo veinte centavos corresponden a Estados Unidos. Pero eso no quiere decir que algún chupóptero se ha instalado en una desprotegida arteria gringa y lo desangra, puesto que los estadounidenses son cada vez más prósperos, sino que ha habido una expansión de la producción y del comercio internacional que nos ha beneficiado a todos y ha reducido (saludablemente) la importancia relativa de Estados Unidos.

La región (América Latina) sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y las carnes, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos, que ganan consumiéndolos mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos, (p. 1)
Este delicioso párrafo contiene dos de los disparates preferidos por el paladar del idiota latinoamericano, aunque hay que reconocer que el primero —«nos roban nuestras riquezas naturales»— es mucho más popular que el segundo: los países ricos «ganan» más consumiendo que América Latina vendiendo. Y como la segunda parte de la proposición luego se reitera y explica, concretémonos ahora en la primera.
Vamos a ver: supongamos que los evangelios del señor Galeano se convierten en política oficial de América Latina y se cierran las exportaciones del petróleo mexicano o venezolano, los argentinos dejan de vender en el exterior carnes y trigo, los chilenos atesoran celosamente su cobre, los bolivianos su estaño, y colombianos, brasileros y ticos se niegan a negociar su café, mientras Ecuador y Honduras hacen lo mismo con el banano. ¿Qué sucede? Al resto del mundo, desde luego, muy poco, porque toda América Latina apenas realiza el ocho por ciento de las transacciones internacionales, pero para los países al sur del Río Grande la situación se tornaría gravísima. Millones de personas quedarían sin empleo, desaparecería casi totalmente la capacidad de importación de esas naciones y, al margen de la parálisis de los sistemas de salud por falta de medicinas, se produciría una terrible hambruna por la escasez de alimentos para los animales, fertilizantes para la tierra o repuestos para las máquinas de labranza.

Incluso, si el señor Galeano o los idiotas que comparten su análisis fueran consecuentes con el antropomorfismo que sustentan, bien pudieran llegar a la conclusión inversa: dado que América Latina importa más de lo que exporta, es el resto del planeta el que tiene su sistema circulatorio a merced del aguijón sanguinolento de los hispanoamericanos. De manera que sería posible montar un libro contravenoso en el que apasionadamente se acusara a los latinoamericanos de robarles las computadoras y los aviones a los gringos, los televisores y los automóviles a los japoneses, los productos químicos y las maquinarias a los alemanes y así hasta el infinito. Sólo que ese libro sería tan absolutamente necio como el que contradice.

Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores, (p.l)
Pero si el anterior razonamiento de Galeano es risible, este que le sigue pudiera figurar en la más exigente antología de los grandes disparates económicos.

Según Galeano y las huestes de idiotas latinoamericanos que se apuntan a sus teorías, los países ricos «ganan consumiéndolos (los productos latinoamericanos) mucho más de lo que América Latina produciéndolos». ¿Cómo realizan ese prodigio? Muy fácil: gravan a sus consumidores con impuestos que aparentemente enriquecen a la nación.

Evidentemente, aquí estamos ante dos ignorancias que se superponen —seamos antropomórficos— y procrean una tercera. Por un lado, Galeano no es capaz de entender que si los latinoamericanos no exportan y obtienen divisas a duras penas podrán importar. Por otro, no se da cuenta de que los impuestos que pagan los consumidores de esos productos no constituyen una creación de riqueza, sino una simple transferencia de riqueza del bolsillo privado a la tesorería general del sector público, donde lo más probable es que una buena parte sea malbaratada, como suele ocurrir con los gastos del Estado.

Pero donde Galeano y sus seguidores demuestran una total ignorancia de los más elementales mecanismos económicos es cuando no sólo les suponen a esos impuestos un papel «enriquecedor» para el Estado que los asigna, sino cuando ni siquiera son capaces de descubrir que la función de esos gravámenes no es otra que disuadir las importaciones. Es decir, constituyen un claro intento de disminuir el flujo de sangre que sale de las venas de América Latina, porque, aunque el idiota latinoamericano no sea capaz de advertirlo, nuestra tragedia no es la hemofilia de las naciones desarrolladas sino la hemofobia. No tenemos suficientes cosas que vender en el exterior. No producimos lo que debiéramos en las cantidades que serían deseables.

Hablar de precios justos en la actualidad [Galeano, con el propósito de criticarlo, cita a Lovey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el Progreso en 1968] es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización. [Y de ahí concluye Galeano que:] cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios. (p.)

Aquí está —en efecto— la teoría del precio justo y el horror al mercado. Para Galeano, las transacciones económicas no deberían estar sujetas al libre juego de la oferta y la demanda, sino a la asignación de valores justos a los bienes y servicios; es decir, los precios deben ser determinados por arcangélicos funcionarios ejemplarmente dedicados a estos menesteres. Y supongo que el modelo que Galeano tiene en mente es el de la era soviética, cuando el Comité Estatal de Precios radicado en Moscú contaba con una batería de abrumados burócratas, perfectamente diplomados por altos centros universitarios, que asignaban anualmente unos quince millones de precios, decidiendo, con total precisión, el valor de una cebolla colocada en Vladivostok, de la antena de un sputnik en el espacio, o de la junta del desagüe de un inodoro instalado en una aldea de los Urales, práctica que explica el desbarajuste en que culminó aquel experimento, como muy bien vaticinara Ludwig von Mises en un libro —Socialismo— gloriosa e inútilmente publicado en 1926.
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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:15 pm

CAPITULO IV: MANUAL DEL IDIOTA CONT...

Es una lástima que nadie le haya aclarado al señor Galeano o a la idiotizada muchedumbre que sigue estos argumentos, que el mercado y sus precios regulados por ofertas y demandas no son una trampa para desvalijar a nadie, sino un parco sistema de señales (el único que existe), concebido para que los procesos productivos puedan contar con una lógica íntima capaz de guiar racionalmente a quienes llevan a cabo la delicada tarea de estimar los costos, fijar los precios de venta, obtener beneficios, ahorrar, invertir, y perpetuar el ciclo productivo de manera cautelosa y trabajosamente ascendente.

¿No se da cuenta el idiota latinoamericano de que Rusia y el bloque del Este se fueron empobreciendo en la medida en que se empantanaban en el caos financiero provocado por las crecientes distorsiones de precios arbitrariamente dispuestos por burócratas justos, que con cada decisión iban confundiendo cada vez más al aparato productivo hasta el punto en que el costo real de las cosas y los servicios tenían poca o ninguna relación con los precios que por ellos se pagaban?

Pero volvamos al esquema de razonamiento primario de Galeano y aceptemos, para entendernos, que a los colombianos hay que pagarles un precio justo por su café, a los chilenos por su cobre, a los venezolanos por su petróleo y a los uruguayos por su lana de oveja. ¿No pedirían entonces los norteamericanos un precio justo por su penicilina o por sus aviones? ¿Cuál es el precio justo de una perforadora capaz de extraer petróleo o de unos «chips» que han costado cientos de millones de dólares en investigación y desarrollo? Y si después de llegar a un acuerdo planetario para que todas las mercancías tuvieran su precio justo, de pronto una epidemia terrible eliminara todo el café del planeta, con la excepción del que se cultiva en Colombia, y comenzara la pugna mundial por adquirirlo, ¿debería Colombia mantener el precio justo y racionar entre sus clientes la producción, sin beneficiarse de la coyuntura? ¿Qué hizo Cuba, en la década de los setenta, cuando realizaba el ochenta por ciento de sus transacciones con el Bloque del Este, a precios justos (es decir, fijados por el Comité de Ayuda Mutua Económica —CAME—), pero de pronto vio cómo el azúcar pasaba de 10 a 65 centavos la libra? ¿Mantuvo sus exportaciones de dulce a precios justos o se benefició de la escasez cobrando lo que el mercado le permitía cobrar?

Es tan infantil, o tan idiota, pedir precios justos como quejarse de la libertad económica para producir y consumir. El mercado, con sus ganadores y perdedores —es importante que esto se entienda—, es la única justicia económica posible. Todo lo demás, como dicen los argentinos, es verso. Pura cháchara de la izquierda ignorante.

Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados internos dominados, (p. 2)
Es muy probable que el señor Galeano nunca se haya puesto a pensar cuál es el origen de los empréstitos. Quizá no sepa que se trata de riqueza acumulada, ahorrada en otras latitudes por el incesante trabajo de millones de personas que produjeron más de lo que gastaron y, consecuentemente, desean que su esfuerzo sea compensado con beneficios.

¿Para qué un ejecutivo de la Fiat, un tendero de Berna o un obrero calificado de la Mercedes Benz van a comprar acciones de la General Motors o a depositar sus ahorros en un banco internacional? ¿Para aumentar la felicidad de un pobre niño boliviano —capítulo que pertenece al respetable ámbito de la caridad, pero no al de las inversiones—, o para obtener un rédito por su capital? ¿De qué manual paleocristiano se ha sacado el idiota latinoamericano que obtener utilidades por el capital que se invierte es algo éticamente condenable y económicamente nocivo?
Una mirada un poco más seria a este asunto demuestra que el noventa por ciento de las inversiones que se realizan en el mundo se hace entre naciones desarrolladas, porque ese «caudaloso manantial» de ganancias que aparentemente fluye del país receptor de la inversión al país inversionista es mucho más rentable, seguro y predecible entre naciones prósperas, con sistemas jurídicos confiables, y en las cuales las sociedades son hospitalarias con el dinero ajeno. ¿Se han dado cuenta Galeano y sus acólitos que las naciones más pobres de la tierra son aquellas que apenas comercian con el resto del mundo y en las que casi nadie quiere invertir?

En Estados Unidos —por ejemplo— los sindicatos (que no creen en las supercherías de los sistemas venosos abiertos) piden, claman por que los japoneses construyan ahí sus Toyotas y Hondas y no en el archipiélago asiático. Francia y España —por citar otro caso— se disputaron ferozmente la creación de un parque de diversiones que la firma Disney quería instalar en Europa, dado que esa «vil penetración cultural» —como la pudiera llamar Ariel Dorfman, aquel escritor delirante que acusó al Pato Donald de ser un instrumento del imperialismo— probablemente le atraería una buena cantidad de turistas. El parque —por cierto— acabó en el vecindario de París, no sin cierta suicida satisfacción por parte de los no menos idiotas españoles de la aturullada izquierda peninsular.

El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo, (p. 2) ... A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tienen mucho más de dos eslabones, y que por cierto, también comprenden dentro de América Latina la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes interiores de víveres y mano de obra. (p. 3)
El acabóse. Para Galeano, de acuerdo con su evangelio vivo, las relaciones económicas de los seres humanos funcionan como una especie de matriushka dialéctica e implacable, esas muñecas rusas que guardan dentro de cada imagen otra más pequeña, y otra, y otra, hasta acabar en una diminuta e indefensa figurita de apenas algunos centímetros de tamaño.

Pero vale la pena detenernos en el principio de la desquiciada frase, porque ahí está el pecado original del antropomorfismo. Dice Galeano que el «modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido determinados desde fuera». En esa palabra —determinados— ya hay toda una teoría conspirativa de la historia. A Galeano no se le puede ocurrir que la integración de América Latina en la economía mundial no ha sido determinada por nadie, sino que ha ocurrido, como le ha ocurrido a Estados Unidos o a Canadá, por la naturaleza misma de las cosas y de la historia, sin que nadie —ni persona, ni país, ni grupo de naciones— se dedique a planearlas. ¿Qué nación o qué personas le asignaron a Singapur, a partir de 1959, el papel de emporio económico asiático especializado en alta tecnología de bienes y servicios? O —por la otra punta— ¿qué taimado grupo de naciones condujo a Nigeria y Venezuela, dos países dotados de inmensos recursos naturales, a la desastrosa situación en la que hoy se encuentran? Sin embargo, ¿qué mano extraña y bondadosa colocó a los argentinos del primer cuarto del siglo xx entre los más prósperos ciudadanos del planeta? Pero como a Galeano le gustan los determinismos económicos, acerquémonos al propio Estados Unidos y preguntemos qué poder tremendo desplazó el centro de gravitación económico de la costa atlántica al Pacífico, y hoy lo traslada perceptiblemente hacia el sur. ¿Hay también una invisible mano que mueve los hilos del propio corazón del imperialismo?

¿Se puede decir, en serio, tras la experiencia de los últimos siglos, que la explotación de las colonias por las voraces metrópolis explica el subdesarrollo de unas a expensas de las otras? ¿Cuál es el lugar actual de España o Portugal, dos de los más tenaces poderes imperiales del mundo moderno? Al despuntar el siglo, más cerca que hoy la etapa colonial, ¿no eran más ricas Buenos Aires y Sao Paulo que Madrid y Lisboa? ¿No les ha ido a España y a Portugal mucho mejor sin colonias que con ellas? ¿No le fue mucho mejor a Escandinavia sin colonias que a Rusia o a Turquía con las suyas? ¿Se explica la riqueza de la pequeña Holanda por las islas que dominaba en el Caribe o en Asia? Más riqueza tiene la pequeña Suiza sin haber conquistado jamás un palmo de territorio ajeno. Y el caso de Inglaterra, reina de los siete mares en los siglos XVIII y XIX, ¿no fue ahí —suponen los Galeanos de este mundo—, sobre las espaldas de gurkas y culíes, donde se fundó el poderío económico británico? Por supuesto que no. Alemania, que apenas tuvo colonias —y las que tuvo le costaron mucho más de lo que le proporcionaron— cuando comenzaba el siglo xx, precisamente en el cénit de la era victoriana, tenía un poder económico mayor que el inglés.

Es cierto, sin embargo, que América Latina —como corresponde a una región de cultura esencialmente europea— forma parte de un intrincado mundo capitalista al que le afecta la depresión norteamericana de 1929, el descubrimiento de la penicilina o el «efecto tequila» del descalabro mexicano, pero esa circunstancia opera en todas direcciones y sólo los bosquimanos del Amazonas o del Congo pueden sustraerse a sus efectos. ¿O qué cree Galeano que le sucedió al Primer Mundo cuando en 1973 los productores de petróleo multiplicaron varias veces el precio del crudo?

Por supuesto que los latinoamericanos formamos parte (y desgraciadamente no muy importante) del engranaje capitalista mundial. Pero, si en lugar de quejarse de algo tan inevitable como conveniente, el idiota latinoamericano se dedicara a estudiar cómo algunas naciones antes paupérrimas se han situado en el pelotón de avanzada, observaría que nadie les ha impedido a Japón, a Corea del Sur o a Taiwán convertirse en emporios económicos. Incluso, cuando algún país latinoamericano, como Chile, ha dado un paso adelante, acercándose a la denominación de «tigre», esa clasificación, lejos de cerrarle la puerta del comercio, ha servido para que lo inviten a formar parte del Tratado de Libre Comercio (TLC) mientras las inversiones fluyen incesantemente al «país de la loca geografía».

La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista ahoga [os vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes —dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera— es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestia de carga, (p.4)

Quienes opinan una atrocidad de este calibre no son capaces de entender que el concepto clase no existe, y que una sociedad se compone de millones de personas cuyo acceso a los bienes y servicios disponibles no se escalona en compartimientos estancos, sino en gradaciones casi imperceptibles y móviles que hacen imposible trazar la raya de esa supuesta justicia ideal que persiguen nuestros incansables idiotas.
Tomemos a Uruguay, el país del señor Galeano, una de las naciones latinoamericanas en que la riqueza está menos mal repartida. Pero en Uruguay, claro, también hay ricos y pobres. Y pensemos, efectivamente, que el uruguayo rico que tiene mansión y yate en Punta del Este, ha despojado a sus conciudadanos de la riqueza que ostenta, dado que son muy pocos los que pueden exhibir bienes de esa naturaleza. Una vez hecho este rencoroso cálculo, pasemos a otro escalón y veremos que sólo un porcentaje pequeño de uruguayos posee casa propia o —incluso— automóvil, de donde podemos deducir lo mismo: el bienestar de los propietarios de casas o el de los auto habientes descansa en la incomodidad de los que carecen de estos bienes.

Pero ¿hasta dónde puede llegar esta cadena de verdugos y víctimas? Hasta el infinito: hay uruguayos con aire acondicionado, lavadora y teléfono. ¿Les han robado a otros uruguayos más pobres estas comodidades propias de los grupos medios? Los hay que de la modernidad sólo poseen la luz eléctrica, en contraste con algún vecino que se alumbra con kerosene, camino que nos conduciría a afirmar que el uruguayo que no tiene zapatos ha sido vampirizado por un vecino, casi tan pobre como él, pero que ha conseguido interponer una suela entre la planta del pie y las piedras de la calle.

¿Se ha puesto a pensar el señor Galeano a quién le roba él su relativa comodidad de intelectual bien situado, frecuente pasajero trasatlántico? Porque si ese nivel de vida muelle y agradable es más alto que el promedio del de sus compatriotas, su propia lógica debería llevarlo a pensar que está hurtándole a alguien lo que disfruta y no le pertenece, actitud impropia de un honrado revolucionario permanentemente insurgido contra los abusos de este crudelísimo mundo nuestro.

La fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria desigualdad de las partes que lo forman, y esa desigualdad asume magnitudes cada vez más dramáticas, (p. 4)

Ésas son paparruchas difundidas por el pomposo nombre de la Teoría de la dependencia. Había —en estas elucubraciones— dos capitalismos. Uno periférico, pobre y explotado, y otro central, rico y explotador. Uno se alimentaba del otro. Tonterías: es probable que el señor Galeano confunda lo que él llama la «necesaria desigualdad de las partes» con lo que cualquier observador mejor enterado calificaría de «ventajas comparativas». Ventajas que determinan lo que las naciones pueden o no pueden producir exitosa y competitivamente.

En realidad —salvo factores domésticos de tipo cultural— nada ni nadie impidió que México y no Japón se hubiera convertido en fabricante de tele/radiorreceptores, despojando a los norteamericanos del, control casi total que tenían de ese rubro a principios de los años cincuenta. Ni nada ni nadie hoy obstaculiza a los muy cultos argentinos para impedirles que se dediquen a la extraordinariamente productiva creación de programas de software, industria en la que los estadounidenses se llevan la palma.

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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:19 pm

CAPITULO IV: MANUAL DEL IDIOTA CONT...

No se trata —como cree Galeano— de que las naciones depredadoras se aprovechan de la debilidad de sus vecinas para saquearlas, sino de que explotan al máximo sus propias ventajas comparativas para ofrecer al mercado los mejores bienes y servicios al mejor precio posible. España —por ejem-p«vende» su territorio soleado, sus playas, su vieja arquitectura morisca, su románico, sus maravillosos pueblos pescadores o las pinturas de sus museos. Por mil razones __casi todas de índole cultural— los españoles no pueden fabricar a precios competitivos maquinarias de precisión, como los suizos o los alemanes, pero la experiencia y el tanteo y el error los han llevado a convertirse en los mejores anfitriones de Europa: ¿qué hay de malo en ello?

Por definición, prácticamente casi toda comunidad vigente puede encontrar su nicho de supervivencia, pues, de lo contrario, no existiría. ¿Qué país de América —descontando Canadá y Estados Unidos— tiene el mayor nivel de vida y el más alto ingreso del Nuevo Mundo? Bahamas: unos islotes de arena y palma dejados por la mano de Dios en el Caribe, poblados por doscientas mil personas de piel negra que reciben cada año varios millones de visitantes. ¿De qué vivía la diminuta Granada antes de que los revolucionarios quisieran emular a la vecina Cuba? Del turismo, de una Escuela de Medicina y de la exportación de nuez moscada.

Si algo demuestra la experiencia práctica del siglo xx es que no hay una sola nación, por pequeña, frágil, distante y huérfana de recursos naturales que sea, que no pueda sobrevivir y prosperar si sabe utilizar inteligentemente sus ventajas comparativas.
¿Cómo los neozelandeses, colocados en las antípodas del mundo, separados en dos islas, y con una población de apenas tres millones de bucólicos sobrevivientes, tienen un nivel de desarrollo económico europeo? Porque, en lugar de leer a Galeano, se dedican a criar y vender la lana de sesenta millones de ovejas, exportan flores y frutas, y —de unos años a esta parte— brindan a los viajeros una buena oferta de turismo ecológico.

Si el «imperialismo» explotara las desigualdades en lugar de todos beneficiarse de las mutuas ventajas comparativas, ¿por qué esos canallas no impidieron que los productores chilenos, cuando descubrieron un nicho en el consumo americano para su vino, sus espárragos y otros vegetales, no les cerraran los mercados con el propósito de ahogarlos?

Si el «mercado» internacional es cosa de gigantes que acogotan a los débiles ¿por qué Israel, Andorra, Mónaco, Liechtenstein, Taiwán, Singapur, Hong-Kong, Luxemburgo, Suiza, Curazao, Gran Caimán o Dinamarca están entre las naciones más ricas (y más pequeñas) del mundo? Más aún: dentro de la propia América Latina, ¿por qué Uruguay es más rica que Paraguay? ¿Porque los uruguayos les impiden a los paraguayos desarrollarse? ¿Por qué Costa Rica es más próspera que Nicaragua o que Honduras? ¿Porque los ticos ejercen el maléfico imperialismo o porque hacen ciertas cosas mejor que sus vecinos centroamericanos?

El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más intenso. Y los promedios engañan (...) seis millones de latinoamericanos acaparan, según Naciones Unidas, el mismo ingreso que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de la pirámide social, (p. 4)

Lo que Galeano no es capaz de comprender —y demos sus cifras por ciertas— es que ese norteamericano promedio también crea siete veces más riqueza que su vecino del sur, pues —de lo contrario— no podría gastar lo que no tiene.

El consumo (querido idiota) es una consecuencia de la producción. Y la razón por la que un pobre indio del altiplano andino consume cincuenta veces menos que un capataz de Detroit está relacionado con los bienes o servicios que uno y otro crean en sus respectivos mundos. Y por la misma regla, esos supuestos seis millones de latinoamericanos —entre los que seguramente se incluye el propio ensayista uruguayo— que acaparan el ingreso de ciento cuarenta millones de coterráneos, en gran medida han conseguido sus ingresos a base de producir tanto y tan bien como se produce en otras latitudes más desarrolladas.

No obstante, al margen de esa obvia evidencia, hay un par de importantes detalles que los idiotas latinoamericanos suelen ignorar en sus análisis. El primero es que si las naciones más desarrolladas no importaran cantidades ingentes de minerales, combustibles o alimentos, la situación en el Tercer Mundo sería mucho más grave, como han podido comprobar los pobres exportadores de azúcar o banano cuando la Unión Europea ha restringido las importaciones. Asimismo, si los latinoamericanos quieren seguir disfrutando de aparatos estereofónicos, buenos equipos de investigación médica o el último remedio contra las cardiopatías, es aconsejable que el Primer Mundo no entre en crisis, dado que una buena parte de nuestro confort de ahí nos viene.

Por último, sería conveniente que el señor Galeano y sus adeptos advirtieran que es totalmente absurdo comparar el nivel de consumo entre naciones que no tienen el mismo ritmo de aumento de la producción y —mucho menos— de la productividad. Si el campesino de las montañas hondureñas hoy vive sin luz eléctrica o sin agua corriente, como vivían los habitantes de California en 1890, la «culpa» de que hoy los californianos vivan infinitamente mejor que los campesinos hondureños de nuestros días no hay que achacársela a nadie, y mucho menos deducirla de las comparaciones estadísticas.

Si hoy Bolivia o Perú están atrasadas con relación a Inglaterra o Francia, más atrasadas relativamente de lo que estaban en el pasado, es porque no han sabido, podido o querido comportarse social y laboralmente como las naciones lanzadas hacia la modernidad y el progreso.
¿Cómo puede un agricultor ecuatoriano esperar la misma remuneración por su trabajo que un agricultor norteamericano, cuando la productividad del estadounidense es cien veces la suya? En Estados Unidos menos del tres por ciento de la población se dedica a la agricultura, alimenta a 260 millones de personas, y produce excedentes que luego exporta. Por eso los agricultores gringos ganan más. Básicamente por eso.

Tampoco es válido el manido razonamiento de que la pobreza latinoamericana se debe al encarecimiento de los instrumentos de producción, falacia que suele ilustrarse con el número de sacos de café o manos de bananas que hoy se necesitan pare comprar un tractor, en contraste con los que se necesitaban hace veinte años. La verdad es que hoy a un agricultor moderno —americano, francés u holandés— le cuesta muchas menos horas de trabajo adquirir el tractor porque su productividad ha aumentado extraordinariamente. Los insumos, medidos en horas de trabajo, hoy son más baratos que ayer. Ésa es la clave.

En 1868 —y el ejemplo se ha recordado mil veces— Japón era un reino medieval, una teocracia huraña y aislada, recién visitada por Occidente en 1853 por medio del comodoro Perry, un país que no había conocido ni la primera ni la segunda revolución industrial. En 1905 —sin embargo— ya era un poder económico capaz de derrotar a Rusia en una guerra y de competir en el mercado internacional con diversos productos.

Es un craso error de Galeano: la única forma válida para admitir estas comparaciones entre niveles de consumo sería cuando se colocaran en liza naciones que intentaran seriamente dar el salto adelante y alguien o algo se lo impidiera, pero ese atropello no se ha visto jamás en el mundo contemporáneo. Ni cuando Turquía lo intentó, después de la Primera Guerra Mundial, ni cuando Japón, Corea del Sur, Taiwán, Singapur o Indonesia se han propuesto lo mismo en la segunda mitad del siglo XX.

¿Resultado? Seguramente el japonés medio, o el singapurense medio consumen infinitamente más que su coetáneo latinoamericano, pero eso sólo quiere decir que consumen más porque producen más. Fenómeno que resulta inexplicable que no le quepa en la cabeza al idiota latinoamericano. ¿Será que la tiene demasiado atestada con las monstruosidades que siguen?

La población de América Latina crece como ninguna otra, en medio siglo se triplicará con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedades o de hambre, pero en el año 2000 habrá 650 millones de latinoamericanos, (p. 5)

A continuación de este párrafo, totalmente errado en la predicción demográfica (en el 2000 la población latinoamericana será un treinta por ciento menor de lo que asegura Galeano), sigue una descripción sombría, pero no muy equivocada, de los pavorosos niveles de pobreza de la región, la miseria de sus favelas y los horrores innegables del analfabetismo, el desempleo y las enfermedades.

Hasta ahí el cuadro es veraz. No hay demasiado que objetar. ¿Quién puede dudar de la existencia en América Latina de muchedumbres famélicas? El problema comienza cuando Galeano intenta descubrir las causas de esta situación y escribe:

Hasta la industrialización dependiente y tardía, que cómodamente coexiste con el latifundio y las estructuras de desigualdad, contribuye a sembrar la desocupación en vez de ayudar a resolverla; (...) Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de desarrollo —Sao Paulo, Buenos Aires, la Ciudad de México— pero menos mano de obra se necesita cada vez. (p. 6)

De manera que la solución para América Latina no está en industrializarse, dado que Galeano —como aquellos sindicalistas primitivos del XIX que pretendían destruir los telares y máquinas eléctricas bajo la suposición de que con estos artefactos perderían el empleo— supone que esto es perjudicial.

Es interesante especular sobre qué hubiera ocurrido con Corea del Sur o Taiwán si el señor Galeano, con esas ideas en la cabeza, hubiera sido nombrado ministro de Economía en estos países. Al fin y al cabo, a principios de la década de los cincuenta tanto Taiwán como Corea del Sur —que acababa de pasar por una espantosa guerra— eran dos naciones paupérrimas, sin otra producción sustancial que la agrícola —y aún ésa muy deficitaria—, sepultadas bajo el peso de la miseria, el analfabetismo y las condiciones de vida infrahumanas.

Pero donde los razonamientos de Galeano —y me temo Que de los idiotas latinoamericanos a los que, con cierta melancolía, va dedicado este libro— alcanzan el nivel de la paranoia y la irracionalidad más absolutas es en el tema del control de la natalidad. De acuerdo con Las venas abiertas de América Latina la alta tasa de crecimiento de esta región del mundo no es alarmante porque:

En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra: Perú, 32 veces menos que Japón, (p. 9)

Es como si Galeano y sus huestes no pudieran darse cuenta de que la necesidad de controlar los índices de natalidad no depende del territorio disponible sino de la cantidad de bienes y servicios que genera la comunidad que se analiza y las posibilidades que posee de absorber razonablemente bien a su población.

¿De qué le sirve a una pobre mujer habitante de una fa-vela en Río o en La Paz, saber que el séptimo hijo que le va a nacer —al que difícilmente le podrá dar de comer y mucho menos podrá educar— vivirá (si vive) en un país infinitamente menos poblado que Holanda?
Si hay un daño objetivo que se le puede infligir a los pobres de cualquier parte del mundo es inducirlos a que tengan hijos irresponsablemente, pero cuando esa receta se convierte en un juicio y perjuicio monstruosos, es cuando se afirma que las intenciones reales de los planes de control de la natalidad local o internacionalmente financiados responden a una ofensiva universal que: Se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión, (p. 9).

Porque, y aquí viene una de las frases más increíblemente bobas de todo un libro que se ha ganado, muy justamente, su carácter de Biblia del idiota latinoamericano:

En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles, (p. 9)
De manera que los pérfidos poderes imperiales, con Wall Street y la CÍA a la cabeza, asociados con la burguesía cómplice y corrupta, distribuyen condones para impedir el definitivo trallazo revolucionario. Lucha final que Galeano otea en el ambiente y cuyo paradigma y modelo encarna Castro, puesto que:

El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación del crimen, (p. 11)

Supongo que el lector, tras ese elocuente párrafo, con el que Galeano prácticamente culmina el prólogo a su libro y declara su amor por la dictadura cubana, puede llegar a dos conclusiones interesantes. La primera, dentro de su fundamental irracionalidad, es que no le falta coherencia al discurso de Galeano. Si hay unos malvados poderes capitalistas empeñados en saquear a los latinoamericanos con la compra de nuestros productos o con la asignación cruel de créditos y préstamos usureros, a lo que se añaden las nefastas inversiones explotadoras y el genocidio herodiano de nuestros revolucionarios nonatos, lo razonable es apearnos en cualquier esquina de ese mundo cruel y tomar el camino opuesto: la gloriosa senda cubana.

El problema —y aquí viene la segunda conclusión— es que Cuba, tras la desaparición del Bloque del Este, da muestras desesperadas de querer abrirse las venas para que el capitalismo le succione la sangre, mientras afronta su crisis final con medidas de ajuste calcadas del recetario del FMI. La Isla —en efecto— está pidiendo a gritos préstamos e inversiones exteriores para crear joint ventares en los que se despoja a los trabajadores del noventa y cinco por ciento de su paga, mediante el cínico expediente de cobrarle en dólares los salarios al socio extranjero, para pagarles a los obreros en pesos inservibles y devaluados que se cambian en el mercado negro a cuarenta por uno. Esa Cuba que Galeano pone como ejemplo llora y presiona desde todas las tribunas a Estados Unidos para que levante su prohibición de comerciar —el maldito embargo— y regrese a explotar a los pobres cubanos, como es su cruel tradición. Y mientras hace esto, contradiciendo el recetario de Galeano, la Isla mantiene, a base de abortos masivos, la tasa de natalidad más baja del Continente, y la más alta de suicidios, pese a que es catorce veces más grande que la vecina Puerto Rico y proporcionalmente mucho más despoblada.

Por último, ese paraíso propuesto por Galeano como modelo —del que todo el que puede escapa a bordo de cualquier cosa capaz de flotar o volar— de un tiempo a esta parte ya no exhibe como atracción su gallardo perfil de combatiente heroico, sino las sudorosas y trajinadas nalgas de las pobres mulatas de Tropicana, y la promesa de que ahí —en esa pobre isla— se puede comprar sexo de cualquier clase con un puñado de dólares. A veces basta con un plato de comida. Menos, mucho menos de lo que cuesta en una librería el libro del señor Galeano.
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TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL Empty MANUAL DEL IDIOTA: CAPITULO V

Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:23 pm


CAPITULO V: SOMOS POBRES: LA CULPA ES DE ELLOS

El subdesarrollo de los países pobres es el producto histórico del enriquecimiento de otros. En última instancia, nuestra pobreza se debe a la explotación de que somos víctimas por parte de los países ricos del planeta.

Como ilustra esta frase, que podría pronunciar nuestro idiota, la culpa de lo que nos pasa no es nunca nuestra. Siempre hay alguien —una empresa, un país, una persona— responsable de nuestra suerte. Nos encanta ser ineptos con buena conciencia. Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo. Practicamos un masoquismo imaginario, una fantasía del sufrimiento. No porque la pobreza latinoamericana sea irreal —bastante real es ella para los pueblos jóvenes de Lima, las favelas de Río o los caseríos de Oaxaca— sino porque nos encanta culpar a algún malvado de nuestras carencias. Mr. Smith, ejecutivo de una fábrica de bombillos de Wisconsin, es un canalla que nos hunde en el hambre, un bandolero responsable de que el per cápita de Honduras sean mil miserables dólares anuales (eso sí, nuestras cifras macroeconómicas están bien contaditas en dólares, no faltaba más). Mrs. Wayne, una corredora de bienes raíces en Miami, es una amante de lo ajeno, capaz de las peores inquinas, como la de tener a doce millones de peruanos sin un empleo formal. Mr. Butterfly, un fabricante de microprocesadores de Nueva York, vive atormentado pensando que Hades lo espera en el más allá, pues debe su imperio de varios miles de millones de dólares a los Tratados de Guadalupe-Hidalgo que en 1848 hurtaron a México más de la mitad de su territorio para entregárselo a Estados Unidos.

Si este onanismo del sufrimiento fuera autóctono, quizá sería hasta simpático, un elemento entre otros de nuestro folklore político. Pero resulta que es importado de Europa, concretamente de una corriente de pensamiento que buscó, a comienzos de siglo, justificar el fracaso de la predicción marxista revolucionaria en los países ricos con el argumento de que el capitalismo seguía con vida por obra del imperialismo. Esta deslumbrante reflexión cobró más fuerza aun con los independentismos de la posguerra, cuando todas las colonias liberadas de sus amos creyeron necesario odiar la riqueza de los ricos para sentirse más independientes. Figuras por otra parte respetables como el pandit Nehru o Nasser, y luego algunos distinguidos gorilas que se apoderaron de ciertos gobiernos africanos, expandieron urbi et orbe el culto contra los ricos. América Latina, siempre tan original, hizo suya esta prédica y la metió hasta en los resquicios más hondos de la academia, la política, las comunicaciones y la economía. Hicimos nuestro aporte a las esotéricas teorías de la dependencia, y figuras como Raúl Prebisch y Henrique Cardoso les dieron respetabilidad intelectual.

Para empezar, el pobre Marx debe de haber dado brincos en la tumba con estas teorías. Él nunca sostuvo semejante tesis. Más bien, elogió el colonialismo como una forma de acelerar en los países subdesarrollados el advenimiento del capitalismo, que era el indispensable paso previo del comunismo. Pocos hombres han cantado con tanto ímpetu las glorias modernizadoras del capitalismo como Marx (y eso que no alcanzó a ver a Napoleón en un CD-ROM o a enviarle un fax a su amigo Engels). Jamás se le habría ocurrido pensar al padre intelectual del culto contra los ricos que la pobreza de América Latina era directamente proporcional a, y causada por, la riqueza norteamericana o europea.

A esta ideología nadie la bautizó tan bien como el venezolano Carlos Rangel: tercermundismo. Y nadie como el francés Jean-Francois Revel ha definido su finalidad: «el objetivo del tercermundismo es acusar y si fuera posible destruir las sociedades desarrolladas, no desarrollar las atrasadas».

La simple lógica ya sería suficiente criterio para invalidar la afirmación de que nuestra pobreza es la riqueza de los ricos, pues es evidente que si la riqueza es una creación y no algo ya existente, la prosperidad de un país no es producto del hurto de una riqueza instalada en otro lugar. Si los servicios, que constituyen las tres cuartas partes de la economía norteamericana de hoy, no usan materias primas latinoamericanas ni de ninguna otra parte, ¿cómo podrían, sin que medie el birlibirloque, ser el resultado de un saqueo de nuestros recursos naturales? Si los seis billones (trillions, en inglés) de dólares anuales que produce la economía de los Estados Unidos son ocho veces lo que producen, combinadas, las tres mayores economías latinoamericanas (los «gigantes» Brasil, México y Argentina), para que la premisa fuera cierta habría que demostrar que alguna vez esas tres economías juntas, por ejemplo, produjeron ocho veces más de lo que producen hoy en día, y que, sumadas, alcanzaban una cifra parecida a los seis billones de dólares. Si escarbamos un poquito en el pretérito, veremos que seis billones de dólares es una noción tan extraña para nuestras economías actuales o pasadas como puede serlo la soledad para un chino o para un esquimal el infierno...

Podría siempre alegarse, claro, que no es justo hacer esta comparación porque no es que Estados Unidos haya robado exactamente todo lo que produce, sino que se embolsilló los recursos esenciales y luego construyó sobre ellos una riqueza propia. Si se alegara esto, automáticamente quedaría invalidada toda la premisa de que nuestra pobreza se debe a la explotación de que somos víctimas, ya que ella descansa enteramente sobre la idea de que la riqueza no se hace sino que se reparte, pues ya existe. Si no existe, se crea, y si se crea, la riqueza de ningún país es esencialmente la pobreza de otro. Incluso los peores coloniajes desde el Renacimiento hasta nuestros días han transferido al país-víctima instrumentos —conocimientos, técnicas— que le han permitido algún desarrollo (por lo menos económico, ya que no político e intelectual). ¿Qué sería hoy la economía latinoamericana comparada con la de los países prósperos si ella no hubiese tenido contacto con la economía de los caras-pálidas? Cuesta trabajo creer que la producción combinada de México, Brasil y Argentina sería hoy sólo ocho veces menor que la de Estados Unidos. Los peruanos a lo mejor seguirían frotándose las manos frente a las virtudes agrícolas de los andenes serranos, notables inventos para la época precolombina pero no exactamente precursoras de, por ejemplo, la máquina de vapor o el motor de combustión (para hablar de inventos capitalistas bastante anticuados).

¿Significa esto que no hubo despojos en la era colonial ni injusticias imperialistas en la republicana? Sí, las hubo, pero esos hechos tienen tan poca relación con nuestra condición actual de países subdesarrollados como la que tienen nuestros intelectuales con el sentido común. Seguíamos siendo, como región, mucho más prósperos que Estados Unidos cuando nuestros criollos, enfrentados a ejércitos reales llenos de indios, cortaron amarras con la metrópolis, es decir después de producidos todos los despojos de la era colonial. Por lo demás, España malgastó el oro que se llevó consigo en inútiles guerras europeas en vez de usarlo productivamente, por lo que no podemos, si queremos evitar volver al kindergarten, achacar su relativa prosperidad actual a semejante factor. Algún contable peruano, con paciencia patriótica, ha calculado lo que en términos actuales sumaría todo el despojo aurífero colonial (la oportunidad de esta operación no pudo ser mejor: la Exposición de Sevilla en 1992). España y Portugal, poderes coloniales por excelencia, están entre los países menos ricos de la Unión Europea, mientras que Alemania, el gran motor de ese continente, no fue una potencia colonial (por lo demás, empezó su desarrollo a comienzos de este siglo, y desde entonces hasta la fecha aventuras colonialistas como la de Hitler le trajeron, en lo económico, muchos más perjuicios que beneficios). El colonialismo practicado por la URSS no logró desarrollar a ningún país y por eso la economía cubana, privada ya de la teta soviética —un subsidio de más de cinco mil millones de dólares al año—, pide de rodillas que le traigan divisas de fuera, iniciando un culto místc0 de dimensiones escalofriantes al Dios-dólar encabezado por el propio comandante Castro.

Cuando se habla de la responsabilidad del colonialismo y la explotación de países débiles por parte de países fuertes se suele hablar de siglos más o menos recientes. Es una trampa conveniente. Contar sólo a partir de la era moderna a la hora de tratar de establecer relaciones de causa y efecto entre la riqueza de los colonizadores y la pobreza de los colonizados es desconocer que el colonialismo es una práctica tan antigua como la humanidad. Que se sepa, en la antigüedad o en la Edad Media ninguna región del mundo cuyo pueblo conquistó a otro logró un desarrollo comparable al capitalismo.
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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:38 pm


CAPITULO V: SOMOS POBRES LA CULPA ES DE ELLOS CONT...

Entre los países más sorprendentes por su desarrollo en los últimos tiempos hay algunos que no tenían recursos naturales importantes cuando alzaron vuelo ni conquistaron a nadie. Corea del Sur, al final de la guerra coreana, quedó despojada de toda industria, pues ésta estaba en el norte. Singapur no tenía recursos naturales y carecía de tierra cultivable. Ambos —se está volviendo aburrido citar a los dragones a cada rato, pero qué remedio— han logrado en pocas décadas un despegue económico que no han conseguido países latinoamericanos mucho más ricos en materias primas. Los países de la Comunidad de Estados Independientes (antigua Unión Soviética) tienen, en cambio, todos los recursos naturales del mundo y se ahogan todavía en el subdesarrollo.

Durante los primeros treinta años de este siglo Argentina era una potencia mundial en materia económica, mucho más aventajada que buena parte de los países europeos que hoy la superan, y en los sesenta años que median entre entonces y hoy no puede sostenerse sin vergüenza que Argentina haya sido víctima de colonialismos y explotaciones significativas. La historia reciente de América Latina está llena de revoluciones justicieras, como la mexicana, la del Movimiento Nacional Revolucionario en Bolivia, la de Juan Velasco en Perú y la de Fidel Castro en Cuba, todas las cuales insurgieron contra el entreguismo y el imperialismo económico. Al final del proceso, ninguno de los cuatro países estaba mejor que cuando empezó (en el caso de México puede decirse que sólo mejoró relativamente cuando la Revolución, dúctil como la plastilina, mudó convenientemente sus principios y se volvió entreguista...).

Al no ser la riqueza un recurso o una renta eterna, de nada serviría que repartiésemos la prosperidad de Estados Unidos entre todos los latinoamericanos. Ella se evaporaría inmediatamente, pues la simple transferencia de esa prosperidad no habría resuelto el problema esencial: cómo crearla todo el tiempo. Si los habitantes de América Latina se quedaran con la renta per cápita de Estados Unidos, a cada uno le correspondería, por tener nosotros poco menos del doble de habitantes que ellos, alrededor de diez mil dólares anuales. Si los latinoamericanos nos apropiáramos esa renta todos los años, al cabo de un lustro estaríamos en una situación no mucho mejor a la actual, pues dicho dinero no habría creado ni empresas ni los puestos de trabajo necesarios (descartando que se hubiese invertido pues ello desmentiría el axioma de que la riqueza no se crea sino que se roba). No habríamos dejado atrás el subdesarrollo. A nuestros vecinos del norte, mientras tanto, les quedarían dos opciones a lo largo de esos cinco años: ponderar las virtudes de la autofagia o —perspectiva menos indigesta— ponerse a trabajar para duplicar la renta de tal modo que, despojados de la renta actual de veintiún mil dólares anuales, volviesen a disfrutar de una renta similar a la actual.

Las empresas transnacionales saquean nuestras riquezas y constituyen una nueva forma de colonialismo.
Uno se pregunta por qué para saquear nuestras riquezas las potencias como Estados Unidos, Europa y Japón utilizan un mecanismo tan extraño como el de las transnacionales y no una fórmula más expeditiva, como un ejército. Es un misterio la razón por la que estos ladrones de riqueza ajena gastan dinero en hacer estudios, construir plantas, trasladar maquinaria, tecnología y gerentes, promover productos, distribuir mercancía y emplear trabajadores, para no hablar de las coimas de rigor, indispensable elemento de los costos operativos. Es aún más extraño el hecho de que en tantos de estos casos las buenas utilidades muchas veces sirven para hacer que estos enemigos de nuestra prosperidad gasten más dinero en ampliar su producción. ¿Por qué no evitar toda esta onerosa pantomima y enviar de una vez a la soldadesca para cargar, a punta de carajos, con nuestra cornucopia?

Por una sencilla razón: porque una corporación transnacional no es un Estado sino una empresa, totalmente incapaz de usar la fuerza física contra ningún país. Aunque en el pasado meterse con una empresa transnacional estadounidense en América Latina podía traer represalias militares, hace ya varias décadas que no es así. Las empresas vienen cuando se les permite venir, se van cuando se las obliga a irse. Lo raro es que sigan viniendo a nuestros países pese a haber sido tantas veces en el pasado reciente obligadas por nuestros gobiernos a liar bártulos. Con curiosa testarudez el capital extranjero vuelve allí donde ha recibido las peores zancadillas. Le gusta que lo azoten. Es más masoquista que los héroes del Marqués de Sade.

Claro, una empresa transnacional no es un fondo de caridad. No regala dinero a un país en el que invierte, precisamente porque eso es lo que hace: invertir, actividad que no puede desligarse del objetivo, perfectamente respetable, de conseguir beneficios. Si la General Motors o la Coca-Cola se dedicaran a montar toda la costosa cadena de producción antes señalada y no quisieran un centavo de utilidad por ello, habría que perderles el respeto ipso fado. Si ellas se dedicaran a la filantropía, desaparecerían en muy poco tiempo.

Lo que hacen, más bien, es buscar ganancias. El mundo se mueve en función de la expectativa de obtener beneficios. Todo el andamiaje moderno reposa sobre esa columna. Hasta la ingeniería genética y la biotecnología, que son en última instancia nada menos que experimentos manipuladores de los genes humanos y animales, sólo pueden a la larga dar los resultados médicos deseados si las compañías que invierten fortunas en la investigación científica creen que podrán obtener ganancias {es por eso que existe hoy algo tan controvertido como patentes de genes humanos). A lo mejor algún día la ingeniería genética producirá un intelectual latinoamericano capaz de entender que la búsqueda del beneficio es sana y moral.

A nosotros nos conviene —y esto está al alcance del más oligofrénico patriota— que esas empresas instaladas en nuestros países obtengan beneficios. Es más: conviene que ganen miles de millones, y, si fuera posible, también billones de dólares. Ellas traen dinero, tecnología y trabajo, y todo el beneficio que obtengan vendrá de haber logrado dar salida a los bienes y servicios que produzcan. Si esos bienes los venden internamente, el mercado local habrá crecido. Si se exportan, el país habrá logrado una salida para productos locales que de otra forma no habría conseguido, beneficiándose con la decisión que tomará la empresa de mantener e incluso expandir sus inversiones en el país donde ha instalado sus negocios. Para cualquier bípedo en uso de razón todo esto debería ser más fácil de digerir que la lechuga.

Las grandes fabricantes de autos, por ejemplo, han anunciado que quieren que Brasil sea algo así como la segunda capital de su industria en el hemisferio occidental para fines de este siglo. ¿Qué significa? Significa, exactamente, que quieren duplicar la producción de automóviles, lo que requerirá, de parte de estos monstruos multinacionales, una inversión total de doce mil millones de dólares. La Volkswagen, Satán del volante, hambreadora de nuestros pueblos, piraña de nuestro oro, meterá en aquel desdichado país —horror de horrores— 2.500 millones de dólares antes de fin de milenio para aumentar a un millón el número de vehículos que produce. La Ford, Moloc en cuyo altar sacrificamos a nuestros niños, ha anunciado, por su parte, otros 2.500 millones de dólares de inversión. Y así sucesivamente. La General Motors, empresa que sin duda nació para dragar nuestra dignidad y despojarla de sustancia, nos odia tanto que emplea a cien mil personas en México, Colombia, Chile, Venezuela y Brasil. La francesa Carrefour, verdadero Napoleón imperial del capital extranjero, nos inflige veintiún mi] empleos en Argentina y Brasil, que son menos de la mitad de los que nos impone, despiadadamente, la Volkswagen en Argentina, Brasil y México.
Hasta 1989 había lo que llamábamos «fuga de capitales» en América Latina. Hechas las sumas y las restas, el dinero que sacaban nuestros capitalistas era mayor que los dólares que venían de fuera para ser invertidos en América Latina. En ese año, precisamente, la «fuga» —qué manía de usar palabrejas sacadas del vocabulario policial para hablar de economía— sumó unos 28.000 millones de dólares. La situación de hoy, un lustro más tarde, es la contraria. En 1994 alrededor de 50.000 millones de dólares vinieron a América Latina empaquetados con un lacito del que colgaba una tarjeta con el nombre de «capital extranjero». Por tanto, el «saqueo» es reciente. Jamás en la historia republicana de América hubo semejantes cataratas de capital extranjero. Y eso que 1994 supuso una caída de alrededor del treinta por ciento en materia de inversión extranjera con respecto al año anterior, dadas las veleidades políticas mexicanas, efecto que redujo aún más la cifra en 1995. Estos altibajos inversionistas muestran, por lo demás, que nada garantiza el interés del dinero de los forasteros por nuestros mercados. Los dineros, como las chicas coquetas, se hacen rogar.
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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:47 pm

CAPITULO V: SOMOS POBRES LA CULPA ES DE ELLOS CONT...

Resulta que un vistazo rápido a las quinientas empresas más grandes de América Latina constata —¡oh! ¡oh!— que mucho menos de la mitad de ellas son extranjeras. En 1993 sólo 151 de esas 500 eran extranjeras, lo que significa que 349 de las más grandes empresas de América Latina eran —son— eso que nuestros patriotas llaman «nacionales». En esta era de apertura al capital extranjero, de entreguismo e imperialismo generalizado, resulta que todavía ni la mitad de las empresas que más dinero mueven son provenientes de las costas del enemigo, sino nuestras. ¿Qué quiere decir esto? Primero, que si alguien saquea nuestras riquezas, los principales saqueadores no son las multinacionales extranjeras. Segundo, que al abrirse una economía al capital extranjero también se beneficia, siempre y cuando haya unas condiciones mínimamente atractivas, la inversión local, en un juego de poleas que va sacando del pozo al conjunto del país. No interesa si la empresa es nacional o extranjera: el movimiento general de la economía empuja hacia adelante al país en el que el conjunto de esas compañías, nacionales y extranjeras, opera. Tercero, que nuestro problema es todavía —a pesar de todo— cómo conseguir que más capital extranjero venga para acá, en vez de irse, como se sigue yendo, a otras partes (Asia, por ejemplo). Si a alguien podemos acusar de imperialismo económico es a las propias empresas latinoamericanas que están inundando países de la mismísima Latinoamérica. Un verdadero alud de inversiones de capitales latinoamericanos está recorriendo los diversos países entre Río Grande y Magallanes. Esto es lo que permite que los chilenos manejen fondos de pensiones privados en el Perú, por ejemplo. O que Embotelladora Andina de Chile haya comprado la embotelladora de la Coca-Cola en Río de Janeiro. O que Televisa haya adquirido una estación de televisión en Santiago. Ya no podemos acusar a los países desarrollados de monopolizar la inversión extranjera: nosotros mismos nos hemos vuelto compulsivos inversionistas extranjeros en la América Latina.

Hace unos cinco años nuestro problema no era el capital extranjero sino la falta de capital extranjero. Hoy, hay que lamentar que no haya 100.000 o 200.000 millones de dólares de inversión extranjera. Nuestro problema no es que el quince por ciento del total de las inversiones japonesas en el exterior venga a América Latina, sino que sólo el quince por ciento, y no el cuarenta o cincuenta por ciento, tenga ese destino. A comienzos de los noventa, un quince por ciento de las inversiones extranjeras de capitales españoles hacía las Américas. Lo que debería enfadarnos de la madre patria es que las inversiones no fueran mayores.

Mucho del capital extranjero va a las bolsas de valores y sale pitando en cuanto una crisis le pone los pelos de punta (como la devaluación del peso mexicano a principios de 1995 con su consiguiente «efecto tequila» en países como Argentina, o, ese mismo año, la guerrita entre Perú y Ecuador), Significa que esos dólares aún no tienen en nosotros suficiente confianza, que todavía están metiendo en nuestras aguas sólo la puntita del pie. Al ser esto así, ¿cómo denunciar un expolio? El problema, más bien, es que esas inversiones no se quedan. ¿Que muchos dólares son especulativos? Sí, pero son dólares. Ellos hacen respirar nuestra economía y proveen de fondos a nuestras empresas. De paso, sus efectos macroeconómicos no son poca cosa: compensan en muchos casos nuestras deficitarias balanzas comerciales, ayudando a evitar devaluaciones masivas que podrían disparar la inflación. Y, por último, contagian confianza a otros forasteros con bolsillos llenos.

La inversión extranjera no ha sacado por sí sola a ningún país de la miseria. Mientras no se desarrolle un mercado nacional fuerte, con ahorro e inversión doméstica, dentro de una cultura de libertad, ello no será posible. Pero la inversión extranjera, en este mundo de competencia frenética y de geografías universales, es una de las formas de enganchar con la modernidad. Los progresistas de este mundo quisieran regresarnos a las comunidades autárquicas del Medievo. El progresismo es ciencia ficción hecha política: turismo hacia el pasado.
Nuestra pobreza está estrechamente relacionada con el progresivo deterioro de los términos de intercambio. Es profundamente injusto que tengamos que vender a bajo precio nuestras materias primas y comprar a alto precio los productos industriales y los bienes de equipo fabricados por los países ricos. Es necesario crear un nuevo orden económico más equitativo.

Es injusto también que el cielo se vea azul y que las iguanas sean bichos feos. La diferencia es que las injusticias naturales como éstas no tienen remedio. Sí lo tienen las humanas, a condición de no poner «cara de yo no fui» a cada torpeza cometida por nuestros dirigentes. Ahora resulta que el comercio, en América Latina, es una expresión del vasallaje al que, casi dos siglos después de la independencia, estamos sometidos con respecto a las grandes potencias. Olvidamos que hacia fines del siglo pasado —1880, por ejemplo—, muchas décadas después de la Doctrina Monroe, América Latina tenía una participación en el comercio mundial parecida a la de Estados Unidos. Hasta 1929. muchos años después de algunos merodeos militares norteamericanos por nuestras tierras y de dictada la Enmienda Platt —limitación a la soberanía cubana impuesta por el Congreso norteamericano en 1901—, la cuota de exportación de nuestros países era un diez por ciento del total mundial, cifra nada desdeñable para naciones esclavizadas por la potencia emergente del Norte y por las tradicionales de allende el Atlántico. En esas épocas en que nuestra vulnerabilidad militar y política era bastante mayor frente a las grandes potencias, nuestra capacidad de exportar era, comparativamente hablando, más grande que la actual. El mundo necesitaba nuestros bienes y, en el tráfico comercial del planeta, contábamos para algo. Los beneficios económicos que obteníamos de esas ventas eran considerables porque, al estar altamente valorados nuestros productos a ojos de quienes los compraban, la demanda —y por ende los precios— eran respetables. ¿Qué culpa tienen los países ricos de que desde entonces los productos de la América Latina hayan dejado de ser tan apreciados como lo eran en la primera mitad de este siglo? ¿Qué culpa tiene el imperialismo económico de que en el mercado planetario los productos que ofrecemos tengan menor interés del que tenían, a medida que las necesidades de los compradores cambiaban? ¿O la dignidad de América Latina pasa por condicionar desde el viejo mundo el paladar del resto de la humanidad? En la inmediata posguerra, cuando nació ese organismo con nombre de felino ampliamente citado, y hoy reemplazado por otro, que se llamaba GATT, el grueso del comercio mundial eran las materias primas, de las cuales teníamos bastantes, y manufacturas, que por alguna razón no nos daba la gana producir. Hoy, eso ha cambiado violentamente, a medida que los servicios han hecho su entrada huracanada en nuestras vidas. Ellos ya constituyen la cuarta parte del comercio de todo el mundo y muy pronto constituirán la tercera. En países como Estados Unidos, por ejemplo, los servicios va copan tres cuartas partes de la economía, lo que deja en ridículo cualquier afirmación de que la prosperidad norteamericana está en relación con los términos del intercambio con América Latina. En un mundo donde gobiernan los servicios nuestros productos dejan de ser atractivos cada segundo que pasa. Nuestro lamento, pues, no debe ser que nos compran barato y nos venden caro sino que, si seguimos con mentalidad de holgazanes exportando esencialmente aquellas cosas que la naturaleza pone generosamente en nuestras manos, podríamos llegar a ser totalmente prescindibles como oferentes de bienes en el mercado internacional. La amenaza, estimables idiotas, no es el vasallaje sino la insignificancia.

Debemos dar gracias al cielo porque este tránsito de la economía industrial a la de servicios haya sido relativamente reciente. Ello hizo que durante algunas décadas nuestros productos tradicionales pudieran todavía excitar algunos paladares pudientes, permitiéndonos jugar nuestro pequeño rol en el crecimiento mundial del comercio de la posguerra (el comercio creció diez veces en todo el mundo desde la creación del GATT). El intercambio ha sido uno de los factores responsables de que, entre 1960 y 1982, el ingreso per cápita de los latinoamericanos subiera ciento sesenta y dos por ciento. Si la economía de los servicios hubiera hecho su fantasmagórica aparición algunas décadas antes, probablemente estas cifras, que sin duda no han resuelto nuestra pobreza, serían muy inferiores en lo que respecta a esta región del hemisferio occidental. Lo que sorprende es que regiones donde las materias primas y los productos sempiternos todavía dominan las exportaciones, como Centroamérica, generen por ese lado el equivalente a 7.000 millones de dólares anuales. Liliputienses en comparación con las exportaciones de pequeños gigantes asiáticos con superficies geográficas más pequeñas y menos recursos vomitados por la tierra, estas cifras son altas si se tiene en cuenta lo poco que cuentan realmente en la economía de nuestro tiempo aquellos productos que las hacen posible. Lo que no es serio es pretender, a las puertas del siglo XXI, ser alguien en el mundo con un plátano en la mano y un grano de café en la otra.

Salvo casos muy excepcionales en los que uno de los interlocutores comerciales apuntó el cañón de un revólver a la cabeza del otro, las miserias o fortunas de nuestros países en materia de exportación han dependido esencialmente de nuestra capacidad para producir aquello que otros querían comprar. Es más: en muchos casos la «coacción» la hemos ejercido nosotros contra los países ricos, amurallando nuestras economías dentro de verdaderas ciudadelas arancelarias. Mientras que sus mercados estaban semiabiertos, nosotros cerrábamos los nuestros. Eso permitió, por ejemplo, que en 1990 tuviéramos un superávit comercial de 26.000 millones de dólares en toda la región, es decir una ventaja abismal de las ganancias por exportaciones sobre los egresos por las importaciones. Nadie mandó cañoneras para abrir nuestras paredes de cemento arancelario y evidentemente tampoco se tomaron las represalias con las que hoy, por ejemplo, Washington ataca al Japón en venganza por su déficit comercial. Ni las economías poderosas estaban suficientemente abiertas antes ni lo están ahora, pero en el intercambio comercial no hubo uso de fuerza colonialista, pues América Latina pudo impedir el ingreso de muchas exportaciones de los ricos y hacer que sus propias exportaciones, incluso en una economía internacional que dependía menos de las materias primas, le trajeran algunos miles de millones de dólares.

Veamos por un momento qué ocurre en el intercambio comercial entre nosotros y los odiados Estados Unidos. En 1991, cuando empiezan a abrirse las economías de los países latinoamericanos audazmente a las importaciones —eso que el idiota llama «desarme arancelario»—, nuestras vidas se llenan de esos bienes de consumo de los poderosos que tanto sueño nos quitan. Resulta, sin embargo, que Estados Unidos también recibe muchos productos nuestros. El resultado: ese año América Latina exporta a Estados Unidos por un monto total de 73.000 millones de dólares, mientras que importa por un monto total de 70.000 millones de dólares. ¿Dónde está el imperialismo comercial? ¿Dónde los «injustos términos de intercambio»? Comercialmente hablando, desde 1991 hasta ahora América Latina le saca un provecho comercial al mercado norteamericano similar al que Estados Unidos le saca al mercado latinoamericano. La mitad de las exportaciones latinoamericanas van hacia Estados Unidos. Si ese país quisiera prescindir de nuestras exportaciones podría hacerlo sin demasiado trauma. El efecto para nosotros sería devastador, pues no hemos desarrollado mercados nacionales capaces de sostener el crecimiento de aquellos productos que hoy tienen salida por el tubo de las exportaciones (por insuficientes que éstas sean en comparación con el ideal o con otras regiones del mundo). Cada vez que una regulación norteamericana le pone una zancadilla a la importación de un producto latinoamericano —las flores colombianas, por ejemplo—■, damos alaridos de urracas. Denunciamos los términos de intercambio, pero cuando ese intercambio se ve amenazado nos entra una crisis de histeria. ¿En qué quedamos? ¿Queremos que nos compren nuestros productos o no? Es verdad que desde 1991 Estados Unidos exporta más a América Latina que al Japón. Pero es porque nosotros queremos que sea así, no porque nos hayan puesto una pistola en la sien. Finalmente, los beneficiados de estas importaciones somos nosotros, que adquirimos bienes de consumo a precios más baratos y en muchos casos de mejor calidad. Y Estados Unidos no es, por supuesto, el único país poderoso que nos compra productos y que, a través de ese comercio, desliza dólares hacia nuestras economías. En 1991 nuestras exportaciones a España, país importante de la Unión Europea, subieron un veinte por ciento, mientras que nuestros mercados sólo reciben cuatro por ciento del total de las exportaciones españolas. ¿Quién «explota» a quién? Si no exportásemos a Estados Unidos y España las cantidades que acaban de mencionarse, seríamos mucho más pobres de lo que somos.

Una curiosa tara de nuestros politólogos y economistas les ha impedido ver que la respuesta al deterioro de la importancia de las materias primas es diversificar la economía, ponerse a producir cosas más a tono con una realidad que ha vuelto nuestros productos tradicionales tan obsoletos como los razonamientos de quienes creen que sus bajos precios resultan de una conspiración planetaria. Que esto es posible lo están demostrando países como México. En 1994, el cincuenta y ocho por ciento de las exportaciones mexicanas fueron productos metálicos, maquinarias, piezas de recambio industriales y para automóviles y equipos electrónicos. La empresa petrolera estatal, PEMEX, sólo aporta hoy el doce por ciento del total de las exportaciones mexicanas, cuando hace apenas diez años el petróleo constituía el ochenta por ciento de las exportaciones de ese país. En semejante contexto, ¿quién se atreve a pronunciar, sin que se le trabe la lengua, que el problema de México es la venta de materias primas baratas y la compra de manufacturas caras?
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Mensaje por El Compañero Mar Jul 29, 2008 11:47 pm

CAPITULO V: SOMOS POBRES LA CULPA ES DE ELLOS CONT...

De las diez empresas de Latinoamérica con mayores ventas en 1993, sólo cuatro, es decir menos de la mitad, venden materias primas. El resto tiene que ver con la industria automotriz, el comercio, las telecomunicaciones y la electricidad. En 1994, la primera empresa latinoamericana en ventas no fue una empresa dedicada a las materias primas sino a las telecomunicaciones. La economía latinoamericana, a pesar de ser todavía muy dependiente de las materias primas, se está diversificando. En la medida en que lo hace, supera el problema, no derivado de un complot sino de una realidad mundial cambiante, del deterioro de la materia prima con seductor de mercados.

¿Significa esto que debemos echar las materias primas al océano? No, significa que no debemos depender de ellas. Saquémosles, mientras las tenemos, todo el provecho que podamos. En muchos de nuestros países la incompetencia nos ha impedido hacer un uso suficientemente provechoso de esas materias primas. ¿Cuánto petróleo y cuánto oro están aún por descubrir? Probablemente, mucho. Si hubiéramos esperado menos tiempo para traer inversionistas dispuestos a correr con el riesgo de la explotación tendríamos más petróleo que vender. A este paso uno llega a la conclusión de que el intercambio de materias primas por manufacturas es tan injusto que, encima, necesitamos inversores imperialistas para sacar nuestras materias primas de donde la naturaleza las enterró... Panamá está explorando con ahínco su subsuelo en busca de oro y cobre. La minería constituye hoy el cinco por ciento de su economía y sus autoridades creen que tiene capacidad como para que esa cifra llegue al quince por ciento en el año 2005. ¿Quién es responsable de que hoy la minería sólo signifique el cinco y no el quince por ciento de la economía panameña? Nuestros ilustrados intelectuales y políticos dirán, sin duda: las transnacionales que no ofrecieron a tiempo sus servicios para venir a encontrar el oro y el cobre...

Hay materias primas latinoamericanas que, más que explotadas, son explotadoras de los ricos. El petróleo, por ejemplo, ha sido a lo largo de muchas décadas, un bien muy preciado que se hallaba en grandes volúmenes en algunos países de América Latina. Esos países, junto con otros cuantos, forman parte de un cartel internacional llamado OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) que un buen día, en 1973, decidió subir astronómicamente sus precios y poner de rodillas a los poderosos cuyas industrias necesitaban esta fuente de energía. Un país como Venezuela ha sido tan explotado en los precios de su materia prima petrolífera que entre los años setenta y los años noventa recibió la «insignificante» cifra de ¡doscientos cincuenta mil millones de dólares! ¿Qué hizo con ese dinero? Lo que hizo es mucho más responsable de la pobreza venezolana que los precios que pagó el mundo por el petróleo de la Venezuela Saudita durante esos veinte años.
Otra manera de escapar a las garras de la civilización imperialista es que los países latinoamericanos comercien entre, ellos mismos. En 1994, por ejemplo, casi la tercera parte de las exportaciones argentinas fueron a parar en Brasil, su socio de ese mercado común con aire a mala palabra: Mercosur. Una tercera parte de los productos farmacéuticos que se compran en Brasil, por un monto de cinco mil millones de dólares (ya se sabe que en Brasil la farmacia es casi tan popular como la iglesia), son fabricados por compañías de América Latina. Varios países de la región han puesto en marcha un vasto proyecto de interconexión para el intercambio de gas natural, red que valdrá muchos miles de millones de dólares en cuanto sea realidad. ¿Alguien está amenazando con invadir territorios al sur de Río Grande por todo esto? ¿Alguien está decretando manu militari los precios de estos intercambios desde Tokio, Berlín o Washington?

Tan libre es América Latina de impedir la entrada de productos provenientes de las costas infames de la prosperidad que ya está empezando, una vez más, a hacerlo. El proceso, lento pero amenazante, viene dictado por la idea falaz de que buena parte de nuestra incapacidad para crear rápidamente economías locales prósperas es el ingreso demasiado voluminoso de importaciones que generan desequilibrios comerciales. México, tras la crisis financiera de enero de 1995, subió aranceles de inmediato. Argentina, afectada por el «tequilazo», hizo lo propio y su gobierno propuso que los países del Mercosur subieran los aranceles de los productos que vienen de fuera del perímetro de esa asociación de países. Muchas trabas pone todavía América Latina —sin que nadie se lo impida— al comercio exterior, incluso en aquellos lugares donde los aranceles han bajado, pues muchas regulaciones abiertas o embozadas encarecen los precios de los productos que ingresan (para no hablar de los propios aranceles, que, a pesar de ser más bajos que antaño, siguen siendo un castigo al consumidor). La psicosis creada por la devaluación traumática del peso mexicano ha puesto a los déficit comerciales de muchos de los países latinoamericanos en el primer lugar de la lista de enemigos. Pero hay un ligero problema: la crisis mexicana no fue creada por ese déficit. Más bien, por la combinación de la desconfianza política fruto del sistema allí imperante y la caprichosa fijación del peso mexicano a niveles que ya no estaban justificados por la realidad del mercado. Los déficit comerciales no son, de por sí, una mala cosa. Significan que se importa más de lo que se exporta, y las importaciones benefician a los consumidores. Los déficit pueden presionar a las monedas si no hay otras fuentes de ingresos de dólares que compensen los efectos de los desequilibrios comerciales sobre las balanzas de pagos. En ese caso, si se quiere evitar males mayores, lo mejor es dejar que la moneda refleje el precio real. Para equilibrar la balanza comercial la solución no es castigar a los consumidores sino exportar más.

Si algún reproche se puede hacer a los países ricos no es que nos imponen injustos términos de intercambio. Más bien, que todavía no abren sus economías bastante, que aún ponen diques al ingreso de muchos de nuestros productos. A los 24 países más ricos del mundo, por ejemplo, les cuesta doscientos cincuenta mil millones de dólares al año proteger a sus agricultores de la competencia. Este tipo de burrada es la que debería ser denunciada sin cesar por nuestros charlatanes políticos. El daño que hacen los ricos a los pobres, en el panorama de la economía mundial, es que no se atreven a dejarnos competir dentro de sus mercados en igualdad de condiciones. Lo demás —términos de intercambio como precios de materias primas de ida y manufacturas de venida— pertenece a la genialidad de nuestros idiotas y al paleolítico ideológico en el que aún viven.

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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 4:44 pm

CAPITULO V: SOMOS POBRES LA CULPA ES DE ELLOS CONT...

Nuestra pobreza terminará cuando hayamos puesto fin a las diferencias económicas que caracterizan a nuestras sociedades.
Lo único que tiene algún sentido en este axioma es que en nuestros países hay pobreza y diferencias económicas. No existe una sola sociedad sin diferencias económicas, y mucho menos en los países que han hecho suyas las políticas de igualdad predicadas por los marxistas. Tenemos sociedades muy pobres. No son las más pobres del mundo, desde luego. Nuestro ingreso por habitante es cinco veces mayor que el de los pobladores de Asia meridional y seis veces mayor que el de los bípedos del África negra. Aun así, una mitad de nuestros habitantes están sumergidos bajo eso que la jerga económica, apelando a la geometría para referirse a los asuntos de estómago, llama la «línea de la pobreza». Tampoco es falso que hay desigualdades económicas. No es difícil, en las calles de Lima o de Río de Janeiro, cruzar, en el recorrido de unos pocos metros, de la opulencia a la indigencia. Hay ciudades latinoamericanas que son verdaderos monumentos al contraste económico.
Aquí terminan las neuronas del que pronunció la memorable frase que preside estas líneas. En cuanto al resto, la lógica es apabullante: no habrá pobreza cuando no haya diferencias... ¿Significa esto que cuando todos sean pobres no habrá pobreza? Porque todos los gobiernos que se han propuesto eliminar la pobreza a través del método de eliminar las diferencias han conseguido, efectivamente, reducir mucho las diferencias, pero no porque todos se hayan vuelto ricos sino porque casi todos se han vuelto pobres. No se han vuelto todos pobres, por supuesto, porque la casta de poder que dirige estas políticas socialistas siempre se vuelve rica ella misma. En América Latina podemos dictar cátedra a este respecto. En la memoria reciente está, por ejemplo, la experiencia sandinista de Nicaragua. Los muchachos de verde olivo que se propusieron obliterar la pobreza acabando, para lograr semejante propósito, con las diferencias, ¿qué consiguieron? Una caída del salario general del noventa por ciento. Los autores de esta proeza, no faltaba más, se salvaron de la sociedad sin clases: todos echaron mano a opulentas propiedades y amasaron envidiables patrimonios. El ingenio popular bautizó el saqueo con este nombre irónico: «la piñata». En el Perú, Alan García se propuso hacer algo parecido. El resultado: mientras los patrimonios de los gobernantes se inflaron en las cuentas de los paraísos fiscales del mundo entero, el dinero de los peruanos se hizo polvo. Así, quien tenía cien intis al comienzo del gobierno de Alan García en el banco, tenía apenas dos intis al finalizar su mandato. La Bolivia de Siles Suazo, menos rapaz que la sandinista o la de García en el Perú, convirtió la actividad bancaria en un circo: para sacar pequeñas sumas de dinero del banco había que presentarse en las dependencias financieras con sacos de papas, pues era imposible cargar en las manos y los bolsillos todos los billetes necesarios para gastos de poca monta. La lista es aún más grande pero ésta basta para demostrar que la historia reciente de América Latina ha comprobado al detalle lo que puede lograr un gobierno que se propone quebrar el espinazo a los ricos para enderezar el de los pobres.

Para empezar, el rico en nuestros países es el gobierno o, más exactamente, el Estado. Mientras más ricos nuestros gobiernos, mayor la incapacidad para crear sociedades donde la riqueza se extienda a muchos ciudadanos. Se registran casos fabulosos como el de la riqueza conseguida por el petróleo venezolano: doscientos cincuenta mil millones de dólares en veinte años. Eso sí que es riqueza. Ninguna empresa privada latinoamericana ha generado semejante fortuna en la historia republicana. ¿Qué fue de este chorro de prosperidad controlado por un gobierno que decía actuar en beneficio de los pobres? Hay más casos: la Cuba de la justicia social, cuyo gobierno se propuso desterrar la miseria de una vez por todas de la isla caribeña, expropiando a los ricos para vengar a los pobres, recibió un subsidio soviético de gobierno a gobierno a lo largo de tres décadas por un total de cien mil millones de dólares. En Cuba, por tanto, el rico ha sido el gobierno. ¿Han visto los cubanos mejorar sus condiciones de vida gracias a estos dineros que su gobierno recibió en nombre de ellos? La ineptitud revolucionaria ha hecho que incluso la riqueza de los ricos gobernantes se reduzca tanto que sólo la camarilla más íntima del poder puede ostentar fortuna monetaria. En Brasil, la mayor empresa no es privada sino pública, como no podía ser de otra manera en la tierra donde Getulio Vargas infundió la idea de que el gobierno era el motor de la riqueza. ¿Están los sertones o los famélicos niños de las favelas de Río al tanto de los dineros que genera para ellos Petrobrás? ¿Cuánto del volumen que representan las 147 empresas públicas brasileñas les es accesible? En el México de la revolución que acabó con el entreguismo de Porfirio Díaz, la empresa petrolera, la principal del país, tiene un patrimonio neto de treinta y cinco mil millones de dólares y unas utilidades anuales de casi mil millones de dólares. ¿Han visto los mexicanos de Chiapas un ápice de ese tesoro?
El más rico de todos, el gobierno, dedica sus dineros a todo menos a los pobres (salvo en épocas electorales). Los dedica a pagar clientelas políticas, a inflar las cuentas de la corrupción, a financiar inflación y a gastos estúpidos como armamento. El Tercer Mundo —concepto más propio de Steven Spielberg que de la realidad política y económica mundial— gasta en armamento cuatro veces toda la inversión extranjera en América Latina. De ese gasto un importante porcentaje sale de las haciendas públicas de nuestra región. Los gobiernos que se dicen defensores de los pobres se hacen ricos y gastan aquello que no roban en cosas que no redundan jamás en beneficio de los pobres. Una cantidad pequeña de esos dineros va dirigida a ellos, a veces, en forma de asistencialismo y subsidio. La inflación que resulta del gasto público siempre neutraliza los beneficios, porque los fondos no son de proveniencia divina o mágica.

Los ejemplos de políticas defensoras de los pobres en América Latina no son suficientes todavía para impedir que la travesura socialista cunda por el continente. Un país cuya democracia es un ejemplo para las Américas —Costa Rica— está viendo a mediados de los noventa cómo su gobierno socialdemócrata ha aumentado el gasto público en dieciocho por ciento. El resultado: inflación y estancamiento económico. Una política cargada de buenas intenciones —ayudar a los desamparados— está logrando exactamente lo contrario: hacer que los pobres sean más pobres. Como siempre en un clima de esta índole, el mejor defendido contra la crisis económica atizada por un gobierno amigo que se dice socio de los pobres es el rico.

La experiencia enseña que lo mejor para ayudar a los pobres es no tratar de defenderlos. Ninguna tara genética impide que nuestros pobres dejen de serlo. Es más: cuando los latinoamericanos han tenido oportunidad de crear riqueza dentro de unas sociedades donde ello estaba permitido, lo han hecho. En varios países —México, República Dominicana, el Perú, El Salvador, por nombrar sólo algunos— una
fuente esencial de divisas son las remesas de los parientes de los pobres que viven en el extranjero. La mayoría de esos parientes no salieron a buscarse la vida cargando chequeras en los bolsillos. En poco tiempo consiguieron abrirse camino en el extranjero, algunos muy exitosamente, otros menos exitosamente, pero con suficiente fortuna como para dar una mano a los que quedaron atrás. El ejemplo latinoamericano más notable de exilio exitoso es el de los cubanos. Después de algunos años de destierro, los cubanos de Estados Unidos —unos dos millones, contando a la segunda generación— producen treinta mil millones de dólares en bienes y servicios, mientras que los diez millones de cubanos que están dentro de la Isla producen al año sólo una tercera parte de este monto. ¿Hay defectos biológicos en los cubanos de la Isla que les impiden generar tanta riqueza como la que generan los que están fuera? ¿Algún defecto craneano? A menos que algún frenólogo pruebe lo contrario, no hay ninguna diferencia entre el cráneo de los de adentro y el cráneo de los de afuera. Hay, sencillamente, un clima institucional distinto. Empieza a cundir cierto entusiasmo por la excitación de nuestras bolsas de valores y la mejora de nuestras cifras macroeconómicas. América Latina, en embargo, está lejos de romper la camisa de fuerza de la pobreza, entre otras cosas porque aún no invierte ni ahorra lo suficiente. En 1993 la inversión en estas tierras infelices sumó un dieciocho por ciento del PIB. En los países asiáticos «en vías de desarrollo» —otra perla del arcano idioma que hablan los burócratas de la economía internacional— la cifra es treinta por ciento. No es la primera vez en la historia de este siglo que nuestras economías crecen. Ya lo hicieron antes, y no por ello la pobreza menguó significativamente. Entre 1935 y 1953, por ejemplo, crecimos un respetable cuatro y medio por ciento, y entre 1945 y 1955 un cinco por ciento. Nada de ello significó el acceso de los pobres a la aventura de la creación de riqueza ni la implantación de instituciones libres que cautelaran los derechos de propiedad y la santidad de los contratos, o redujeran los costos de hacer empresa y facilitaran la competencia y la eliminación de privilegios monopólicos, indispensables factores de una economía de mercado.

Cuando en nuestros países haya un clima institucional propicio para la empresa, seductor de las inversiones, estimulante para el ahorro, donde el éxito no sea el de quienes merodean como moscas en torno al gobierno para conseguir monopolios (la mayoría de las privatizaciones latinoamericanas son concesiones monopólicas con previo pago de coimas), los pobres irán dejando de ser pobres. Eso no significa que los ricos dejarán de ser ricos. En una sociedad libre la riqueza no se mide en términos relativos sino absolutos, y no colectivos sino individuales. De nada serviría distribuir entre los pobres, en cada uno de nuestros países, el patrimonio de los ricos. Las sumas que le tocarían a cada uno serían pequeñas y, por supuesto, no garantizarían una subsistencia futura, pues el reparto habría dado cuenta definitiva del patrimonio existente. Si en México repartiésemos los doce mil millones de dólares de patrimonio que se le calculan a Telmex, la empresa de telecomunicaciones, entre los noventa millones de mexicanos, a cada uno le correspondería la monumental cifra de... ¡133 dólares! A los mexicanos les conviene más que la mencionada empresa siga empleando a sesenta y tres mil personas y generando jugosas utilidades de tres mil millones de dólares al año, lo que la mantendrá en constante actividad y expansión.

La cultura de la envidia cree que quitándoles sus yates a los señores Azcárraga (México) y Cisneros (Venezuela), o sus jets a los grupos Bunge y Born (Argentina), Bradesco (Brasil) y Luksic (Chile), América Latina sería un mundo más justo. A lo mejor los peces de las aguas en las que navegan Azcárraga y Cisneros, o las nubes que surcan los aviones de Lázaro de Mello Brandao o de Octavio Caraballo apreciarían un poco menos de intromisión de estos forasteros. A lo mejor nuestros idiotas dormirían más a gusto y se frotarían las manos y una exultante sensación de desquite les pondría la adrenalina en marcha, pero de esto no puede caber la menor duda: la pobreza de América Latina no se vería aliviada un ápice. La filosofía del revanchismo económico —eso que Von Mises llamó «el complejo de Fourier»— debe más al resentimiento con la condición propia que a la idea de que la justicia es una ley natural de consolación implacablemente dirigida contra los ricos en beneficio de los que no lo son. No hay duda de que nuestros ricos, con pocas excepciones, son más bien incultos y ostentosos, vulgares y prepotentes. ¿Y qué? La justicia social no es un código de conducta, un internado británico con matronas que dan palmas en la mano a los que se portan mal. Es un sistema, una suma de instituciones surgidas de la cultura de la libertad. Mientras no exista esa cultura entre nosotros, será un club de socios exclusivos. Pero para abrir las puertas de ese club no hace falta cerrar el club sino cambiar las reglas del juego.

Lo extraño del capitalismo es que en las desigualdades radica la clave de su éxito, aquello que lo hace de lejos el mejor sistema económico. Mejor: más justo, más equitativo. ¿Qué incentivo puede tener un cubano para producir más si sabe que nunca podrá tener derecho a la propiedad privada de los medios de producción ni al usufructo de su esfuerzo, que será eternamente oveja de un rebaño indiferenciable detrás de un jerifalte despótico? Si el incentivo de la desigualdad desaparece, desaparece también el producto total, la riqueza en su conjunto, y lo que queda para distribuir es por tanto más exiguo.

La clave del capitalismo está en que el capital crezca por encima del crecimiento de la población. Con el tiempo, lo que parecía un lujo de pocos se vuelve de uso masivo. ¿Cuántos dominicanos que se consideran pobres tienen hoy una radio e incluso un televisor? Para un pobre de la Edad Media esa radio y ese televisor eran un lujo inconcebible, pues ni siquiera los había inventado la humanidad. El capitalismo masifica, tarde o temprano, los objetos que en un principio ostentan los ricos. Eso no es consuelo para paliar los terribles efectos de la pobreza: es simplemente una demostración de que el capitalismo más restringido, al enriquecer a los menos, enriquece también, aunque sea muy levemente, a los más. El capitalismo más libre, aquel que se produce bajo el imperio de una ley igual para todos, hace esto mismo multiplicado por cien.

Ese capitalismo libre es el que no acepta la existencia de oligarquías cobijadas por el poder. Aunque la palabra «oligarquía» tiene lugar de privilegio en el diccionario del perfecto idiota latinoamericano, no es una invención suya sino un término que viene de la antigüedad, ya los filósofos griegos lo usaron. Sí, hay oligarquías en América Latina. Ya no son las oligarquías de los terratenientes y los hacendados de antaño. Más bien oligarquías de grupos que han prosperado al amparo de la protección del poder, en la industria y el comercio. Para acabar con esas oligarquías no hay que acabar con sus manifestaciones exteriores —con su dinero— sino con el sistema que las hizo posibles. Si, enfrentados a la mayoría de edad y emancipados de la tutela estatal, esos grupos siguen engordando las chequeras... ¡que vivan los ricos!
Nuestra pobreza también tiene otra explicación: la deuda externa que estrangula las economías de países latinoamericanos en beneficio de los
intereses usurarios de la gran banca internacional.
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 4:49 pm

CAPITULO V: SOMOS POBRES LA CULPA ES DE ELLOS CONT...

La deuda externa importa un comino. La mejor demostración de que la deuda externa no tiene la menor importancia es que hoy nadie que tenga un mínimo de cacumen al hablar de economía se ocupa de ella, a pesar de que el monto regional de esa deuda es mayor que el de años recientes, cuando la milonga política continental no tenía más tema que ése: unos quinientos cincuenta mil millones de dólares. Hasta hace poco nada erotizaba tanto a nuestros políticos, nada llenaba de tantas babas pavlovianas las fauces de nuestros intelectuales como la deuda externa.

La deuda no es otra cosa que el resultado de la mendicidad latinoamericana ante bancos y gobiernos extranjeros a partir de los años sesenta y, con una intensidad poco coherente con nuestro tradicional culto a la «dignidad», a lo largo de los setenta. La deuda total de América Latina pasó de veintinueve mil millones de dólares en 1969 a cuatrocientos cincuenta mil millones en 1991, a medida que desde México hasta la Patagonia el hemisferio se volvía un zoológico de elefantes blancos que no entrañaron ningún beneficio a los ciudadanos en cuyo nombre se emprendieron las faraónicas obras públicas. Los bancos, cuya existencia se justificaba a través de los intereses que cobran a quienes les prestan dinero, y desbordados de dólares que querían colocar donde pudieran, aceitaron gozosamente nuestra maquinaria pública. ¿Puede culparse a los bancos de habernos dado los recursos que nuestra mano suplicante pedía? Imaginemos que la comunidad internacional no nos hubiera otorgado los préstamos. ¿Qué se hubiera dicho entonces? En vez de «banca usurera» se hubiera hablado de «banca racista», o «banca tacaña», o «banca hambreadora». La banca sólo dio lo que le pidieron, no lo que cañoneras imperialistas obligaron a nuestros gobiernos a aceptar. A la distancia, sin embargo, no hay duda de que América Latina se habría ahorrado mucho estatismo si el mundo hubiera sido menos aquiescente con nuestra voracidad prestataria. El gran deudor latinoamericano no es el empresario privado sino el gobierno. No hay, en América Latina, ningún caso en que menos de la mitad de la deuda externa sea del Estado.

¿Que los intereses eran altos? Los intereses son como la marea o los ascensores: a veces suben, a veces bajan. Si se pactan deudas con intereses que no son fijos, nadie puede fusilar al banquero que sube los intereses un buen día porque el mercado así lo determina y que, por consiguiente, cobra a los deudores un precio más alto del original. Cuando a comienzos de los ochenta Estados Unidos, que había decidido combatir la inflación, subió sus tasas de interés, ello afectó a América Latina. ¿Fue la decisión de combatir la inflación tomada por la administración Reagan una conspiración maquiavélica para que, de carambola, la deuda de los países latinoamericanos se viera más abultada de lo que ya estaba? Lo real-maravilloso de América Latina es que hay una legión de seres capaces de creer en esto.

Si fue así, el imperialismo recibió su merecido. En 1982 un memorando salía de México rumbo a Washington con un mensaje sencillo: no podemos seguir pagando la deuda. Lo que vino después ya se sabe: un cataclismo financiero. En el escueto párrafo de un trozo de papel oficial quedó para siempre vengada la sufrida historia de América Latina. La consecuencia no fue un castigo medieval para el prestatario que se declaró incapaz de seguir pagando, sino la crisis general del sistema financiero mundial. Y ésta es otra de las características del soporífero asunto de la deuda externa latinoamericana: que los países pueden dejar de pagar cuando les dé la gana sin que ninguna represalia importante se cierna sobre ellos, salvo dificultades para nuevos préstamos (¡No faltaba más!). De los primeros diez bancos norteamericanos, nueve estuvieron a punto de caer en la insolvencia gracias al ucase mexicano y nadie tomó represalias contra el catalizador de la crisis. La deuda, pues, se reveló como un arma de doble filo: por un lado, amenaza a la economía latinoamericana, pues la obliga a destinar recursos hacia los prestamistas; por el otro, tiene en suspenso a los acreedores, parte de cuya solvencia depende de la ficción de que la deuda algún día se pagará del todo. En materia de deuda, la regla de oro es no declarar nunca que no se pagará aunque se deje de hacerlo. El mundo de las finanzas internacionales es un trabalenguas: la banca mundial es un club de bobos que le prestan a uno para que uno les pague deudas pendientes y en el futuro le vuelven a uno a prestar para que uno pague la deuda que contrajo para pagar la anterior.

La deuda de América Latina viene acompañada de un seguro de impunidad contra los países de la región. Cada vez que se acumulan los atrasos, especialmente ahora que hay crecimiento económico, los bancos muestran tolerancia. Entre 1991 y 1992 se acumularon veinticinco mil millones de dólares de atrasos. ¿Alguien recuerda que un solo banco o gobierno haya chistado por ello? Al contrario, mientras esto ocurría, Estados Unidos condonaba más del noventa por ciento de la deuda bilateral de Guyana, Honduras y Nicaragua, setenta por ciento de la de
Haití y Bolivia, veinticinco por ciento de la ¿e Jamaica y cuatro por ciento de la de Chile.

En cuanto a la deuda comercial, con un poquito de imaginación —la premisa es optimista— y algo de espíritu lúdico se puede modelar la estructura de dicha deuda como la arcilla. El primer país que puso a funcionar los sesos fue Bolivia, que en 1987, habiendo reducido la inflación, pidió dinero para comprar toda su deuda comercial al once por ciento del valor. Así, sin alharaca ni soflamas guturales, como por arte de prestidigitación, redujo el monto de su deuda de mil quinientos millones de dólares a doscientos cincuenta y nueve millones. Luego vino México, ya bajo el embrujo del plan Brady. En febrero de 1990, sin demasiado tesón persuasivo, convenció a los buenotes banqueros comerciales de que convirtieran la deuda en bonos vendibles y con garantía. ¿Dónde estaba el truco? Muy fácil: esos bonos estaban al sesenta y cinco por ciento del valor de los papeles de la deuda. A otro grupo de banqueros los convenció de cambiar la deuda por bonos garantizados con un rendimiento de seis y medio por ciento. De un porrazo, con números en vez de insultos, México dio un sablazo certero a lo que debía. Desde entonces, buena parte de los países latinoamericanos han «reestructurado» sus deudas —palabreja que simplemente significa que los tiranos de la banca mundial perdonan un porcentaje gigantesco de sus deudas a estos países a cambio de que la deuda restante siga siendo pagada a plazos mutuamente convenidos, lo que, en un contexto de políticas económicas mínimamente sensatas, no es complicado. En 1994, por ejemplo, Brasil rehizo su cronograma y su estructura de pagos por cincuenta y dos mil millones de dólares, logrando que cuatro mil millones de dólares de capital y cuatro mil millones de intereses se fuesen al baúl del olvido. Recientemente, Ecuador, pobre víctima de la usura universal, logró, mediante el expediente de reconversión de la deuda y el simple intercambio de sonrisas con sus acreedores, una reducción de cuarenta y cinco por ciento del capital de la deuda. En el primer cuarto de1995, Panamá estaba a punto de conseguir un acuerdo semejante. Reducir la deuda con los bancos comerciales resulta más fácil que birlarle la billetera al desprevenido turista que pone los pies en el aeropuerto Jorge Chávez.

La deuda es tan poco importante como tema de discusión entre la comunidad internacional y América Latina que los papeles de esa deuda se están revalorizando en el mercado secundario. Esto, en castellano, significa simplemente que el mundo cree que la buena marcha macroeconómica de los países latinoamericanos permite confiar en que seguirán haciéndose en el futuro los pagos parciales, pues los países tendrán solvencia para ello. Por lo demás, la novedad hoy está en que mucha de la deuda fresca es de empresas privadas que ofrecen acciones o bonos en las bolsas internacionales. El mundo vuelve a aceptar la ficción de que la deuda se pagará alguna vez. Y ya se sabe: como el mundo financiero es un universo de expectativas tanto o más que de realidades, la clave no está en que se pague sino en que se crea que se va a pagar, en la simple ilusión de que ello es posible. Sólo hace falta, en el caso de la deuda comercial, sentarse a meterle el dedo en la boca al acreedor de marras, y, en el de la deuda de gobierno a gobierno, estrechar la mano a una serie de burócratas reunidos bajo el nombre aristocrático del Club de París, cosa que varios países ya han hecho.

Si la deuda externa de América Latina estrangulara las economías del continente, no sería posible para muchos de estos países tener reservas de miles de millones de dólares, como hoy las tienen, ni, por supuesto, atraer esos capitales con nombre de ave —los capitales golondrina— que vienen a las bolsas latinoamericanas a ganar estupendos y veloces beneficios en acciones de empresas nacionales cuyo rendimiento vomita semejantes réditos.

No hay duda de que el pago de la deuda es una carga. Para Bolivia significa destinar un poco más del veinte por ciento de los dólares que consigue con sus exportaciones. Para Brasil el veintiséis por ciento. Nada de esto es grato. Pero, inevitable consecuencia de la irresponsabilidad de
nuestros gobiernos, esos pagos se pueden escalonar de acuerdo con las posibilidades de cada país. Por lo demás, una relación normal con la comunidad financiera permite que un país como México consiga, a comienzos de 1995, una astronómica ayuda internacional para rescatarlo de su propia ineptitud, y que Argentina, previendo el «efecto tequila», se proteja con créditos venidos del imperialismo.
Durante algunos años la deuda externa fue la gran excusa, el lavado de conciencia perfecto para la culpa latinoamericana. El expediente era tan atractivo que nuestros políticos —Fidel Castro, Alan García— juraban en público que no pagarían y por lo bajo seguían pagando. Alan García, príncipe de la demagogia, volvió famoso el estribillo del «diez por ciento» (en referencia a que no pagaría más del diez por ciento del monto total de los ingresos por exportaciones) y acabó pagando más que su predecesor, Belaúnde Terry, quien nunca objetó en público sus obligaciones con la banca y sin embargo redujo sustancial-mente los pagos. Fidel Castro, por su parte, veterano adalid de las causas antioccidentales, intentó formar el club de deudores, suerte de sindicato de insolventes, para enfrentarse a los poderosos y renunciar a pagar. Poco después se supo que era uno de los más puntuales pagadores de su deuda con la banca capitalista, por lo menos hasta 1986, fecha en que se declaró en bancarrota y dejó de cumplir con sus obligaciones. Habría que sugerir a los banqueros que traten de identificar, en la fauna política del continente, a aquellos especimenes que más braman contra la banca usurera y contra la deuda externa, pues ésos serán sin la menor duda sus más ejemplares clientes.

Las exigencias del Fondo Monetario Internacional están sumiendo a nuestros pueblos en la pobreza.
La fonditis es, como el Ebola, un virus que causa hemorragia y diarrea. La hemorragia y la diarrea que causa la fonditis, menos indignas que las causadas por el otro, son verbales. Este particular virus ataca el cerebro. Sus víctimas, que se cuentan por miles en tierras de América Latina, producen torrentes de palabras día y noche, vociferando contra el enemigo común de las naciones latinoamericanas y del sub-desarrollo en general, al que identifican bajo la forma del Fondo Monetario Internacional. Pierden muchas horas de sueño, echan espuma por las narices y humo por las orejas, obsesionados con esa criatura que viviría sólo para quitarle de los labios el último mendrugo de pan al enclenque muchacho de los barrios marginales. Marchas, manifiestos, proclamas, golpes de Estado, contragolpes... ¡cuántas jeremiadas políticas han rendido el homenaje del odio al Fondo Monetario Internacional! Para los «progresistas», esta institución se convirtió, en los ochenta, en lo que fue la United Fruit un par de décadas antes: el buque insignia del imperialismo. No sólo la pobreza: también los terremotos, las inundaciones, los ciclones, son hijos de la premeditación fondomonetarista, una conspiración glacial y perfecta del gerente general de dicha institución. ¿A alguna desgracia es ajeno el FMI? Quizás a alguna derrota sudamericana en una final de la Copa Mundial de Fútbol. Pero no podría uno poner las manos en el fuego.

Este monstruo devorador de países pobres, ¿qué es exactamente? ¿Un ejército? ¿Un extraterrestre? ¿Un íncubo? ¿De dónde sale su capacidad para infligir hambre, enfermedad y desamparo a los miserables de las Américas? En realidad es bastante triste comprobar lo que el Fondo Monetario es realmente. Lejos de la magnífica mitología que se ha tejido a su alrededor, se trata simplemente de una institución financiera creada en la incertidumbre de la inmediata segunda posguerra, durante los acuerdos de Bretton Woods, cuando el mundo se arrancaba los pelos tratando de resolver el problema de ayudarse a sí mismo a salir del pozo económico en que tanta desgracia bélica lo había sumido. La idea era que este organismo funcionara como un canal de los fondos recibidos hacia un destino determinado según las necesidades monetarias. Con el tiempo, el FMI fue dedicando el grueso de sus dineros a países hoy conocidos como subdesarrollados —fon-
dos que no salían del magín de algún voluntarista filantrópico sino de los gigantes económicos—. América Latina se convirtió en una de las zonas en las que el FMI intentaría aliviar los problemas de financiamiento de algunos gobiernos.

¿Estaban los gobiernos obligados a aceptar al FMI? No. ¿Impedir el ingreso de las tropas fondomonetaristas a nuestros países era tarea imposible y heroica? Tan imposible y tan heroica que bastaba con no hacer nada. No había más que no solicitar ayuda y, si ésta era ofrecida, darle el portazo en la nariz. De hecho, muchos de nuestros gobiernos lo hicieron. Es más: algunos firmaban cartas de intención con este organismo y luego se sentaban en lo acordado.


Última edición por El Compañero el Miér Jul 30, 2008 5:05 pm, editado 1 vez
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 4:49 pm

CAPITULO V: SOMOS POBRES LA CULPA ES DE ELLOS CONT...

Ciertos gobiernos han acudido al Fondo Monetario. Al hacerlo, el FMI pone algunas condiciones —en verdad negociadas con el país solicitante— de política macroeconómica. Esta dinámica —yo te doy pero me gustaría que adoptes determinadas medidas para que esta ayuda tenga sentido— es el resultado de una decisión tomada por los países donantes: que el FMI condicione la mano que les da a ciertos gobiernos a un poco de rigor en la administración de la hacienda pública. Nadie tiene una pistola en la sien para aceptar las condiciones. Lo que tampoco se tiene es el derecho de apropiarse de fondos ajenos, y esto suelen olvidarlo nuestros patriotas que braman contra el frío —y por lo demás bastante carente de sex-appeal— señor Camdessus, gerente general del FMI. Nuestros ladridos contra el Fondo son simplemente porque esta institución no regala los dólares (que ni siquiera son suyos).

El no aceptar al Fondo Monetario como interlocutor en muchos casos ha enemistado al país desafiante con el resto de las instituciones financieras y con algunos de los principales gobiernos donantes de ayuda extranjera. ¿Tiene esto algo de anormal? Los gobiernos y los bancos, que no están forzados por ninguna ley natural o humana a ejercer el asistencialismo y mucho menos la caridad, prefieren algún tipo de garantía, sobre todo después de los efectos cataclísmicos de la crisis de la deuda a comienzos de los ochenta. Por tanto, aunque siempre está en manos del país decidir si quiere o no contar con el empujoncito fondomonetarista para salir del marasmo, puede pagar las consecuencias de incumplir acuerdos con el Fondo en la medida en que encuentra oídos un poco más cerrados en otros organismos financieros. Alan García, en el Perú, lo comprobó (y no fue el único).

¿Es el Fondo Monetario Internacional la solución de América Latina? Quien crea esto merece un lugar de privilegio en el escalafón de los idiotas. Un simple mecanismo para desahogar las cuentas del Estado, a cambio del cual se pide un poco de restricción en los gastos fiscales para contener la inflación, no va a crear sociedades pujantes donde la riqueza florezca como la primavera. Es más: adoptar ciertas medidas de disciplina fiscal sin abrir y desregular las economías trasnochadas es lo que ha contribuido tanto a asociar al liberalismo con el Fondo Monetario Internacional en estos últimos años y, de paso, a establecer la ecuación según la cual, a más FMI, más pobreza. Gracias a todo esto la historia del Fondo Monetario Internacional es la historia de cómo el hombre más gris -—su gerente general— se ha convertido también en el más odiado.

El Fondo Monetario no es la receta de la prosperidad ni el pasaporte al éxito. Atribuirle estas falsas características es una manera de ahondar el odio contra el organismo, pues nunca una política macroeconómica ligada a las matemáticas fiscales del FMI será suficiente para resolver el asunto de la pobreza. Esas soluciones no están en los maletines de los estirados y encorbatados funcionarios del FMI, que no habían nacido cuando hacía rato que existían las razones de nuestro fracaso republicano. Sólo pueden hacer el milagro las instituciones del país en cuestión.
Nuestros países nunca serán libres mientras Estados Unidos tenga participación en nuestras economías.

Los peruanos llaman amor serrano a esa relación tortuosa entre marido y mujer en la que, a más golpes, más se quiere a la pareja. La mayor prueba de amor es una bofetada, una llave de judo o un cabezazo. Nada es más excitante, sentimental o carnalmente, que la paliza. Entre los latinoamericanos y Estados Unidos hay amor serrano. Como vimos anteriormente, nadie definió mejor que el uruguayo José Enrique Rodó la relación entre América Latina y Estados Unidos vista desde la primera: nordomanía. Se refería a la fascinación enfermiza por todo lo norteamericano. Fascinación a un tiempo sana y envidiosa, tan beata en el fondo como biliosa en la forma. Todos tenemos un gringo dentro y todos queremos a un gringo cogido por el pescuezo. A lo largo de este siglo, los latinoamericanos nos hemos definido siempre de cara a Estados Unidos. No son carcajadas sino admiración lo que Fidel Castro causa cuando, sin que le tiemble la barba, denuncia bombardeos de microbios provenientes de laboratorios norteamericanos destinados contra su país —el último fue el que, según el comandante, provocó la epidemia de neuritis óptica en la isla—. Todos tenemos a un yanqui al acecho debajo de la cama. Echados en el diván, lo que aflora desde el subconsciente, antes que las íntimas vergüenzas del pasado, es una estrellada banderita roja, blanca y azul.

Las peores maldades yanquis han sido, por supuesto, militares. Lo único que nuestros patriotas olvidan añadir es que las torpezas y derrotas del intervencionismo estadounidense han sido probablemente más significativas que sus victorias. Nunca pudo derrumbar a Fidel Castro o al sandinismo, tuvo que soportar a Perón y hubieron de pasar tres años de crímenes de Cedras, Francois y Constant para que finalmente las tropas desembarcaran en Haití, verdadera potencia nuclear del hemisferio, y enfrentaran allí los peligros de una resistencia robusta y altamente sofisticada para poner al presidente Arístides en la silla del poder. También se atribuye a Estados Unidos perversiones económicas. Somos una colonia económica de Estados Unidos, pontifican —desde las universidades norteamericanas donde dictan cátedra o desde centros de estudios financiados por fundaciones gringas— nuestros redentores patrios. El vasallaje infligido por los norteamericanos sobre los latinos del hemisferio, se asegura, es la causa profunda de nuestra incapacidad para acceder a la civilización. Creemos ser los esclavos y las putas del imperio.

Un rápido vistazo a la pedestre verdad conjura —lamentablemente— esta estupenda fantasía. Para empezar, medio siglo de antiyanquismo nos ha salido muy rentable. Odiar a Estados Unidos es el mejor negocio del mundo. Los réditos: la asistencia económica y militar de Estados Unidos a los países latinoamericanos —hija directa del amor serrano—, suma, entre 1946 y 1990, 32.600 millones de dólares. El Salvador, Honduras, Jamaica, Colombia, Perú y Panamá han recibido cada uno miles de millones de dólares en calidad ¿de préstamo? No: de regalo. A cada misil retórico salido de nuestros arsenales intelectuales ha correspondido un misil crematístico lanzado desde la otra ribera. Ningún país en la historia ha premiado tanto como Estados Unidos a los intelectuales, los políticos y los países que lo han odiado. El antiimperialismo es la manera más rentable, en política, de hacer el amor.

¿Cuánto mete este país las narices en nuestras economías? Decir que mucho es eso que los gringos llaman wishful thinking. La verdad es que tenemos bastante menos incidencia en Washington de la que creemos. La única importancia ha sido geopolítica en los dos momentos de la historia republicana de América Latina en que nuestras tierras se encontraron en medio del fuego cruzado por eso que llaman «zonas de influencia». La primera vez fue en el siglo pasado, en los alrededores de la época de la independencia, cuando Estados Unidos disputó a las potencias europeas su ingerencia política en estas costas. No les disputó ni siquiera la económica, ya que no estaba en condiciones de hacerlo: hasta la Primera Guerra Mundial, es decir un siglo después de la Doctrina Monroe, Inglaterra invirtió más que Estados Unidos en América Latina. La segunda vez fue, por supuesto, en tiempos de la guerra fría, cuando el comunismo estableció varias cabezas de playa en el continente. Pero tampoco en ese momento tuvo Estados Unidos un interés económico aplastante al sur de sus fronteras.

Su prioridad era geopolítica, no económica. Las cifras chillan más fuerte que las cuerdas vocales del antiyanquismo criollo: en los años cincuenta la inversión norteamericana en estas tierras sumaba apenas cuatro mil millones de dólares; en los sesenta, once mil millones. Cifras microscópicas para el mundo moderno. En tiempos más recientes, lo único claro es que Estados Unidos se desinteresó bastante de América Latina (y de todo el mundo subdesarrollado). En todos estos años, sólo el cinco por ciento de sus inversiones se han hecho en el exterior y sólo el siete por ciento de sus productos se han exportado. El sesenta por ciento de las inversiones estadounidenses han ido a países desarrollados, no al sur del Río Grande. La esclavización aristotélica a la que nos habrían sometido las transnacionales norteamericanas no cuadra mucho con el simple hecho de que, hasta ayer, las ventas y las inversiones de Estados Unidos han sido diez veces mayores en su propio territorio que en todo el Tercer Mundo junto.

Estas cifras empezarán a variar lentamente en la medida en que la apertura económica que se da en las zonas tradicionalmente bárbaras del universo haga atractivo, en vista de los bajos costos y el crecimiento de los mercados de esos países, un mayor desplazamiento de los gigantes corporativos hacia otras tierras. América Latina es ya, poco a poco, uno de esos polos de atracción. Pero el fenómeno es tan reciente —y aún tan poco determinante en el rendimiento del conjunto de nuestras economías— que dictaminar la ausencia de libertad en nuestras tierras en función del colonialismo económico norteamericano es, en términos políticos, una de las formas más dolorosas de amor no correspondido.

¿Qué importancia pueden tener nuestros países para esos monstruos imperialistas si la General Motors, la Ford, Exxon, Wal-Mart, ATT, Mobil y la IBM tienen, cada una, más ventas anuales que todos los países latinoamericanos a excepción de Brasil, México y Argentina? ¿Qué afán el nuestro de creernos imprescindibles en los planes estratégicos del imperialismo económico, cuando las ventas de la General Motors son tres veces todo lo que produce el Perú? Precisamente porque la General Motors está obsesivamente orientada al mercado norteamericano, sus ventas cayeron fuertemente en 1994. Si dicha empresa tuviera su radio de ventas un poco más orientado hacia los beneficios del imperialismo sería menos vulnerable al encogimiento de sus ventas dentro del mismo Estados Unidos cuando ellas se producen.

A mediados de los noventa la presencia norteamericana en nuestra economía ha empezado a crecer, como ha crecido la de otros países exportadores de capitales. Esto es una gran cosa. Primero, porque los dineros y la tecnología de los fuertes están ayudando a dar dinamismo a nuestros adormecidos mercados. Segundo, porque al haber competencia entre los poderosos por nuestros mercados, los beneficiarios son nuestros consumidores. Tercero, porque por fin nuestros quejumbrosos antiimperialistas empezarán a tener algo de razón. Aunque alguna vez el imperialismo económico —la United Fruit y su respaldo militar en Guatemala en 1954, por ejemplo— estuvo en condiciones de funcionar como miniestado dentro de territorio centroamericano, hay más ejemplos de gobiernos que han expropiado a los imperialistas o echado de sus países a los intrusos que venían ingenuamente a invertir en ellos que de acciones militares norteamericanas dirigidas a respaldar la posición dominante de alguna transnacional de América Latina. Habría que añadir también que nunca una expropiación o una prohibición dirigida contra un inversionista norteamericano fueron por sí solas motivo para poner en marcha a los marines. ¿Qué mejor prueba de esto que la revolución cubana, que expropió a decenas de ciudadanos y empresas norteamericanas? Y el ulular perenne de Fidel Castro en favor del levantamiento del embargo norteamericano, ¿no es el mejor ejemplo de que el imperialismo económico es una fantasía? ¿Cómo se compadece la denuncia contra el imperialismo económico con la eterna súplica de que la economía de Estados Unidos deje de ignorar —eso es lo que significa realmente embargo— a este país caribeño?


Última edición por El Compañero el Miér Jul 30, 2008 6:00 pm, editado 1 vez
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:08 pm

CAPITULO VI: REMEDIO QUE MATA

El Estado representa el bien común frente a los intereses privados que sólo buscan su propio enriquecimiento.
¡Qué bien suena esta afirmación! El perfecto idiota latinoamericano la propaga en foros y balcones suscitando inmediatos aplausos. Y realmente, a primera vista, parece un concepto plausible. Le permite, además, al idiota latinoamericano presentarse como un hombre de avanzada, haciendo suya una idea cara al populismo de este continente: si la pobreza es el resultado de un inicuo despojo perpetrado por los ricos; si los pobres son cada vez más pobres porque los ricos son cada vez más ricos; si la prosperidad de éstos tiene como precio el infortunio de los primeros, nada más natural que el Estado cumpla el papel justiciero de defender los intereses de la inmensa mayoría de los desposeídos frente a la inaudita voracidad de unos cuantos capitalistas. A fuerza de repetir esta aseveración, que vibra como una meridiana verdad en el aire febril de las plazas públicas, el perfecto idiota termina creyéndosela. Si la dijese sin considerarla cierta, sería un cínico o un oportunista, y no simplemente un idiota refutado contundentemente por la experiencia concreta.

Toda la historia de este siglo, en efecto, confirma a este respecto un par de verdades. En vez de corregir desigualdades, el Estado las intensifica ciegamente. Cuanto más espacio confisca a la sociedad civil, más crece la desigualdad, la corrupción, el despilfarro, el clientelismo político, las prebendas de unos pocos a costa de los gobernados, la extorsión al ciudadano a base de altas tributaciones, tarifas costosas, pésimos servicios y, como consecuencia de todo lo anterior, la desconfianza de este mismo ciudadano hacia las instituciones que teóricamente lo representan. Es ésta una realidad palpable en la mayor parte de nuestros países.

Si el idiota repite un postulado desmentido por los hechos, es sólo porque está embrujado por una superstición ideológica. Los males del Estado son para él sólo coyunturales: se remediarían poniendo aquí y allá funcionarios honestos y eficientes. No es un problema estructural. El Estado debe hacer esto o lo otro, repite a cada paso utilizando generosamente ese verbo, el verbo deber, con lo cual expresa sólo un postulado, una quimera, quizás una alegre utopía. El perfecto idiota no acaba de medir toda la distancia que existe entre el verbo deber y el verbo ser, la misma que media entre el ser y el parecer. Nos pinta al Estado como un Robin Hood, pero no lo es. Lo que les quita a los ricos se lo guarda y lo que le quita a los pobres, también.

Sus beneficiarios son pocos: una oligarquía de empresarios sobreprotegidos de toda competencia, que debe su fortuna a mercados cautivos, a barreras aduaneras, a licencias otorgadas por el burócrata, a leyes que lo favorecen; una oligarquía de políticos clientelistas para quienes el Estado cumple el mismo papel que la ubre de la vaca para el ternero; una oligarquía sindical ligada a las empresas estatales, generalmente monopólicas, que le conceden ruinosas y leoninas convenciones colectivas; y, obviamente, una enredadera de burócratas crecida a la sombra de este corrupto estado benefactor.

Sólo una elaboración puramente ideológica le permite al perfecto idiota presentar como Robin Hood al ogro filantrópico de Octavio Paz. Lo obtiene levantando edificaciones teóricas sin someterlas a prueba. El idiota es un utópico integral. No lo desalientan las refutaciones infligidas por la realidad, pues la utopía es una bacteria resistente. Un ejemplo: el socialismo. Durante un siglo, o más, en virtud de puras elucubraciones ideológicas, el socialismo resultó dueño del porvenir. Decía tener a su favor los vientos de la historia. El capitalismo, en cambio, parecía condenado a una muerte ineluctable. Pues bien, la realidad, era otra: las economías capitalistas muchas veces mostraron su capacidad de recuperación, y las economías socialistas, su flagrante tendencia al estancamiento y a la recesión. No obstante, a espaldas de esta evidencia, el socialismo continuó cosechando victorias culturales e ideológicas y el capitalismo, vituperios. ¡Cuántos intelectuales, para no ser juzgados como reaccionarios e ignorantes del proceso histórico, se sumaron a esta corriente! Sólo admitieron el fracaso del comunismo cuando lo vieron reducido a escombros en la antigua Unión Soviética y en sus satélites. La explicación de este extraño fenómeno también la da Jean Francois Revel. Reside en «la capacidad de proyectar sobre la realidad construcciones mentales que pueden resistir mucho tiempo a la evidencia, permanecer ciegas ante las catástrofes que ellas mismas provocan y que sólo terminan por disiparse bajo la convergencia de la quiebra objetiva y la usura subjetiva». Esta última, representada en el dogma teórico, suele sobrevivir largo tiempo a la primera.

Hoy, el propio idiota latinoamericano sabe que no hay país próspero sin desarrollo de sus mercados. Hoy no sólo los países capitalistas fomentan las inversiones y la empresa privada, sino también los países de Europa Oriental y aun los países todavía considerados comunistas como China o Cuba, torciéndole el pescuezo al viejo dogma marxista que identificaba la empresa privada con la explotación del hombre por el hombre.

De los desmentidos dados por la realidad a las especulaciones ideológicas y retóricas de nuestro perfecto idiota, tenemos los latinoamericanos un ejemplo aún más próximo: el agotamiento y fracaso del modelo cepalino basado en la teoría de la dependencia. Según dicha teoría, típica expresión de las concepciones tercermundistas, los países ricos se las habrían arreglado para dejarnos en el subdesarrollo acentuando el carácter dependiente de nuestras economías y sometiéndonos a injustos «términos de intercambio». De semejante fábula surgió una política económica llamada del desarrollo hacia adentro, o de sustitución de importaciones, que exigía un Estado altamente dirigista y regulador para júbilo de nuestro idiota.

Barreras aduaneras, licencias previas de importación y exportación, control de precios y de cambios, subsidios, toda clase de trámites, papeleos y regulaciones contribuyeron en América Latina al crecimiento del Estado ampliando de manera tentacular, asfixiante, sus funciones y atribuciones. ¿Con qué resultado? ¿Nos abrió realmente el camino hacia el desarrollo y la modernidad? Todo lo contrario. La «tramite-logia», en vez de estimular la producción y favorecer la creación de riqueza, la desalentó. Al dar al funcionario un poder omnímodo sobre el empresario, generó un delictuoso tráfico de influencias y al final del camino, sea para obtener prebendas —las típicas prebendas del mercantilismo, origen de riqueza mal habida—, o para obviar un laberinto de trabas, floreció la corrupción. El protagonista de este modelo no es el mercado ni su ley la limpia competencia, sino el Estado, pues todo converge en los centros neurálgicos donde es el burócrata y no el empresario quien toma las decisiones.

El Estado interventor y regulador, supuesto corrector de desigualdades económicas y sociales, también es el padre de una burocracia frondosa y parasitaria por culpa de la cual las empresas del Estado son entidades costosas, paquidérmicas, profundamente ineficientes. Están corroídas por el clientelismo político. Están infestadas de corrupción. A través de precios, tarifas y gravámenes elevados, prestando siempre muy malos servicios, extorsionan a la sociedad civil, fomentan el déficit fiscal y por esta vía, la inflación y el empobrecimiento. Tal es la realidad que el perfecto idiota no quiere ver. Por eso da como solución —más Estado, más regulaciones, más controles, más dirigismo— lo que es causa fundamental de nuestros problemas. Equivale al médico insensato que diera a un hipertenso una medicina que le aumentara la tensión arterial.
Ciertamente el propio idiota ha comprendido algo tarde que el modelo cepalino no tiene vigencia en estos tiempos caracterizados por los procesos de integración económica regional y por la internalización de la economía. Es una ley de los tiempos; ley que le da al mercado el papel que la Comisión

Económica para América Latina (CEPAL) daba al Estado. Atropellado por esta realidad, el idiota latinoamericano dice aceptarla a veces, aunque a regañadientes, con reservas y restricciones (habla de apertura gradual, de economía social de mercado para apaciguar sus reatos ideológicos). Pero se niega a liquidar su vieja superstición del Estado justiciero y benefactor, y todavía alza el puño en balcones y tribunas clamando contra el neoliberalismo, identificado por él con el capitalismo salvaje (¿será el suyo, tan deplorable, modelo de capitalismo civilizado?), y anteponiéndole el dogma del Estado como factor de equidad social.
Increíble, pero es así. Si no tenemos más remedio que llamarlo idiota, perfecto idiota, es porque todavía sigue considerándose un hombre de avanzada y distribuyendo calificativos infamantes (derechista, reaccionario) para quienes se atreven a poner en tela de juicio su dinosaurio, el Estado benefactor.

Oigamos esta otra afirmación suya:
La política neoliberal, llamada de libre empresa o de libre mercado, es profundamente reaccionaria. La sostiene la derecha y equivale a dejar libre el zorro en el corral de las gallinas. La izquierda sostiene que sólo el Estado, interviniendo vigorosamente en la economía, puede obtener que el desarrollo rinda un beneficio social en favor de las clases populares.

Izquierda, derecha: con estas dos palabras especulan siempre nuestros idiotas continentales. Cuando la medicina que nos venden (Estado maximal, dirigista, regulador) se revela ineficaz, les queda a ellos, como último recurso, poner en el frasco un rótulo atrayente. Y lo cierto es que la palabra izquierda despierta en algunos sectores de nuestra sociedad, especialmente en el mundo intelectual y universitario, hermosas resonancias. Es explicable. Cincuenta o cuarenta años atrás, la izquierda era la expresión de corrientes reformistas. Grosso modo, se veía a la izquierda tomando el partido de los pobres contra una derecha interesada en preservar un viejo orden anacrónico apoyado por los ricos, los terratenientes, los militares y sectores oscurantistas del clero. Desde entonces el rótulo de derecha tiene entre nosotros una connotación negativa. En la imaginación popular, es la indumentaria ideológica de un reaccionario que bebe whisky en un club, sentado sobre sus buenos apellidos. La izquierda, en cambio, sugiere una idea de rebeldía, de banderas rojas desplegadas al viento, de pueblo ancestralmente oprimido alzándose al fin contra injustos privilegios.

Es simplemente un fenómeno subliminal, un barato juego de imágenes, porque nada de esto es hoy válido. La izquierda, el populismo, el nacionalismo a ultranza e inclusive la versión tropical de la socialdemocracia, para no hablar de la opción revolucionaria, han hecho un tránsito catastrófico por el continente latinoamericano. Han dejado muchos países en la ruina: la Argentina de Perón, el Chile de Allende, el Perú de Alan García, la Cuba de Castro. Por otra parte, lo que se bautiza peyorativa e intencionadamente como derecha, o nueva derecha, o sea la corriente de pensamiento liberal, no tiene absolutamente nada que ver con el conservatismo recalcitrante de otros tiempos.
Todo lo contrario. Representa una alternativa de cambio, tal vez la única que le queda a América Latina tras el fracaso del estatismo, del nacionalismo, del populismo y de las aventuras revolucionarias por la vía armada. Se trata de una alternativa libre de prejuicios ideológicos que no parte sólo de presupuestos teóricos, sino de la simple lectura de la realidad. Nos hemos limitado a comprobar cómo y por qué salieron de pobres países que treinta años atrás estaban en el subdesarrollo y eran más pobres que los nuestros. Por ejemplo, los famosos tigres asiáticos. Esta vía, la única que ha hecho la prosperidad de los países desarrollados, combina una cultura o un comportamiento social basado en el esfuerzo sostenido, el ahorro, la apropiación de tecnologías avanzadas con una política competitiva de libre empresa, de eliminación de monopolios públicos y privados, de apertura hacia los mercados internacionales, de atracción de la inversión extranjera y sobre todo de respeto a la ley y a la libertad. Nuestra idea central es precisamente ésa, la idea de que la libertad es la base de la prosperidad y de que el Estado debe ceder a la sociedad civil los espacios que arbitrariamente le ha confiscado como productora de bienes y gestora de servicios.
Al finalizar este siglo xx, las nociones de izquierda y derecha, nacidas en la Revolución francesa, han perdido su perfil inicial. Probablemente son un anacronismo en un mundo que ya no pone en tela de juicio la democracia y la economía de mercado. De ahí que un Fukuyama hable ya del fin de la historia. En el ámbito de los países desarrollados, la diferencia entre izquierda y derecha puede subsistir, pero dentro del liberalismo. La separación se establecería en la mejor manera de combinar solidaridad y eficacia y no en la elección de sistemas económicos, pues terminó la confrontación entre socialismo y capitalismo con la virtual desaparición y quiebra del primero. Hoy no hay sino una opción de sociedad viable: el capitalismo democrático.

Nuestro perfecto idiota no quiere admitir tal evidencia. En désespoir de cause, recurre a la vieja dicotomía de la izquierda contra la derecha confiando que un factor puramente semántico o emocional puede inclinar la balanza de su lado. La suya es la vieja estratagema escolástica de satanizar a quien pone su dogma en tela de juicio. Neoliberal es un anatema que intenta hundir en la conciencia pública con la furia de la reiteración, como ocurría en la Edad Media con las herejías.

No se ha percatado aún el idiota latinoamericano de que su pensamiento político, bautizado por él de vanguardia, está hoy en la retaguardia de los tiempos. Quizá siempre lo estuvo. El modelo que nos propone es, en fin de cuentas, el mismo modelo mercantilista o patrimonialista, según la expresión de Octavio Paz, que nos legó la Corona española. Llegó a América con las carabelas de Colón. «El monopolio, los privilegios, las restricciones a la libre actividad de los particulares en el dominio económico y en otros, son tradiciones profundamente ancladas en las sociedades de origen español», escribe Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario. Rangel nos recuerda que según este espíritu mercantil español, para el cual la Edad Media era el modelo absoluto, la actividad económica de los particulares era casi un pecado. La España teocrática y autoritaria que nos colonizó, comprometida con la Contrarreforma, quebró siempre la iniciativa individual con toda suerte de reglamentaciones. La riqueza entre nosotros no provenía, como en el caso de los primitivos colonos de la Nueva Inglaterra, del esfuerzo, la laboriosidad, el ahorro y una ética rigurosa, sino del pillaje santificado por el reconocimiento o la prebenda oficial. Desde entonces, entre nosotros, el Estado tutelar era el dispensador de privilegios.

Dicho Estado, que tanto le gusta a nuestro perfecto idiota, es, pues, un hijo del pasado, un heredero de hábitos y métodos que estimularon siempre la intriga, el tráfico de influencias, la corrupción y el fraude. «Frente a esta situación —escribía Rangel—, la reacción espontánea de un jefe de gobierno, heredero de la tradición mercantiíista española, será siempre la de intensificar controles, multiplicar restricciones y aumentar impuestos.»


Última edición por El Compañero el Miér Jul 30, 2008 5:10 pm, editado 1 vez
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:08 pm

CAPITULO VI: REMEDIO QUE MATA CONT...

Hijo de la escolástica o de la neoescolástica, en el fondo del perfecto idiota palpita la idea religiosa y medioeval que censura la riqueza viéndola como apropiación indebida y expresión vituperable de codicia. Su reprobación al mundo empresarial no es muy distinta de la que hacían contra los comerciantes prósperos un san Bernardino en el siglo XIV o más tarde el propio san Ignacio de Loyola. «En el ataque contra el desarrollo acelerado, tildado de capitalismo salvaje —escribe el economista colombiano Hernán Echavarría Olózaga a propósito de nuestros socialdemócratas—, se percibe la influencia de las prédicas de los escolásticos de la Edad Media contra la avaricia y la competitividad. Ambos tienen la misma cepa, los mismos abolengos, que percibimos en el espíritu anti revolución industrial y contra el modernismo.»

Heredero inconsciente de la escolástica, también nuestro perfecto idiota lo es del marxismo, que entre nosotros, según Octavio Paz, tiene mucho más de creencia, y de creencia religiosa, que de método de análisis supuestamente científico del proceso histórico. En el idiota latinoamericano encuentra un eco fácil la afirmación de Proudhon de que «la propiedad es un robo» y la tesis de Marx sobre la explotación del hombre por el hombre. Allá, en el subsuelo de su endeble formación política, mezcla de vulgata marxista y de populismo, ha quedado la idea de que el empresario es un explotador: se enriquece con el trabajo de los otros.

Desde luego otras referencias más recientes concurren para dar espesor a las tesis económicas que el perfecto idiota hace suyas. Keynes, por ejemplo. A él le debe sus ideas de la economía mixta, de la planeación y el dirigismo estatal, las emisiones monetarias como medio de reactivar la demanda y de suplir la carencia de recursos. Nuestro perfecto idiota cree que ésta es también una manera no sólo de financiar el desarrollo sino lo que designa, con lujo retórico, como la inversión social. Es un amigo de la máquina de hacer billetes. Y considera como reaccionarias, neoliberales y contrarias a los intereses populares, las políticas tendientes a asegurar una moneda sana.

Con todas estas teorías, sumadas a las de sir William Beveridge sobre el Estado Benefactor (seguramente también mal interpretadas), nuestro perfecto idiota, en efecto, ha generado políticas catastróficas en muchos países del continente. El desorden monetario, producido por las intrépidas tesis keynesianas, ha tenido como consecuencia la inflación, el desorden institucional, la disminución real del ingreso y, por consiguiente, el empobrecimiento de los asalariados. La inversión social, concebida como un reparto autoritario de la riqueza en el nivel microeconómico o como programa estatal financiado con emisiones monetarias, lo que provoca es depresión social. En este caso el zorro en el corral de las gallinas no es el empresario, sino el Estado, que las despluma sin misericordia.

Una vez más la realidad, y sólo ella, inflige un rotundo aunque a veces tardío desmentido a la utopía ideológica. En el ámbito continental, Cuba y Chile ilustran dos concepciones del desarrollo diametralmente opuestas: una estatista, centralista, planificadora, y la otra, liberal. La primera conduce a la pobreza generalizada, y la segunda, a la superación de los lastres del subdesarrollo y, entre ellos, de la pobreza misma. Habría que reconocerle a Castro el haber sido el más consecuente con el diagnóstico de nuestros males difundido por el perfecto idiota latinoamericano. Si la pobreza, como este último sostiene, es el producto de un despojo; si la famosa plusvalía no es sino la explotación del trabajo por parte del capital, todo ello se arregla socializando los medios de producción y eliminando la propiedad privada. Si las multinacionales explotan a los países pobres llevándose sus riquezas, pues había que expropiarlas. Si el campesino es víctima de una infame explotación por parte de latifundistas y empresarios agrícolas, había que colectivizar las tierras. Y ahí vemos, con esas medidas que ahora el propio Castro intenta corregir tardía y patéticamente, adonde ha ido a parar Cuba.

Chile siguió la vía opuesta. Aplicando el modelo liberal de apertura a los mercados internacionales, privatizando empresas y entidades que antes eran monopolio del Estado, eliminando subvenciones, trámites y reglamentaciones, dando libre entrada a la inversión extranjera, este país ha registrado en los últimos años un crecimiento ininterrumpido del PIB del 6% en promedio (10% sólo en 1992) con consecuencias económicas y sociales inocultables: el desempleo se sitúa hoy por debajo del 4,7%, la mano de obra ha crecido hasta alcanzar en 1994 la cifra de 4.860.000 personas. En cuatro años, los ingresos han aumentado en términos reales en un 17% sin que por ello desciendan los beneficios de las empresas. Las inversiones extranjeras baten los récords continentales (doscientos treinta y cinco mil millones de dólares en 1993), aporte que sólo representa un cuarto de volumen global de inversiones, las cuales —también es otro récord— representaron en 1993 el 27% del PIB. El ahorro chileno, por su parte, llega a constituir el 21,5% de este producto bruto interno. Consecuencia, según el diario Le Monde: Chile es casi el único país de América Latina donde la pobreza disminuyó, en vez de aumentar, desde comienzos de los años ochenta.
Tales son los hechos, apoyados en cifras. Naturalmente ellos resultan convincentes para quienes los examinan con objetividad, y no para el perfecto idiota que, aferrado a sus supersticiones ideológicas, les opone toda suerte de reparos. En Chile, nos dirá, subsisten aún desigualdades, hay ricos muy ricos y pobres muy pobres, y todavía la pobreza afecta a un 32,7% de la población. Y esto es cierto. Sólo que la dinámica misma de la economía liberal ha logrado disminuir en sólo cinco años el porcentaje de pobres de un 44% a este 32,7%, y todo indica que seguirá disminuyéndolo. Y en todo caso la pobreza chilena no es atribuible al modelo liberal. Es una herencia del otro, el estatista y reglamentarista que tanto gusta al perfecto idiota.

La penuria de Cuba es atribuida por éste al llamado bloqueo impuesto por Estados Unidos. En otro lugar de este libro, se explica cómo dicho bloqueo no es sino la prohibición a las empresas norteamericanas de negociar con Cuba y de qué manera semejante argumento no es sino una coartada, pues la situación catastrófica de la isla es directa consecuencia de haber aplicado allí el mismo sistema que fracasó en la URSS y los países del Este.

De todas maneras, el perfecto idiota latinoamericano toma distancias con este modelo proclamándose nacionalista o socialdemócrata y hablando de una economía social de mercado por oposición a la propuesta liberal, bautizada por él como capitalismo salvaje. Si lo dejamos exponer ampliamente su tesis, nos hablará de economía mixta, de la necesidad de control de cambios e importaciones, de restablecer subsidios, de permitir a los gobiernos un manejo monetario más libre para financiar proyectos de inversión social, y todo el resto de medidas que forman parte de su quincallería ideológica.

De esta manera su modelo más cercano es el que representó en el Perú un Alan García. ¡Líbrenos Jesús!
Extraño defensor de pobres que habla copiosamente en nombre de ellos, que hace gárgaras con la palabra «social» y que, cuando tiene en sus manos los instrumentos del poder, incrementa aún más la pobreza como el señor García con sus políticas nefastas. Cuando todo lo suyo se derrumba, le quedan al perfecto idiota las emociones subliminales ligadas a los términos de izquierda y derecha. Rótulos del pasado. Él es de izquierda y nosotros de derecha. Él es el progresista, el popular, el renovador y, por qué no, ya que la palabra es linda, el revolucionario. Y nosotros, los condenables amigos de los ricos. Con esta retórica primaria sobrevive y se agita todavía, aunque el tren de los tiempos nuevos lo haya dejado. Todavía se cree hombre de vanguardia repitiendo tesis de hace cincuenta años que llevaron al continente a un cuello de botella. Pero qué importa, nuestro idiota sigue considerándose de última moda, como esos abuelitos que al oír las notas de un tango, el baile elástico y pasional de su juventud, se lanzan a la pista olvidándose de gotas y reumatismos. Nada que hacer, él es incurable. Si no, oigámoslo de nuevo:
La seguridad social, los servicios públicos, aquellas empresas que tengan para el país un valor estratégico, deben ser monopolio del Estado y no pueden quedar en manos de capitalistas privados.

Otro dogma, también refutado por la experiencia concreta. El idiota útil —ya lo habrán ustedes notado— intenta siempre situar este debate en un terreno puramente teórico apoyándose en su visión ideal del Estado y en su visión satanizada del empresario privado. Una vez más, la ideología le suministra una dispensa intelectual y una dispensa práctica para no ver la realidad, generalmente catastrófica, de las empresas y servicios administrados por el Estado en la América Latina.

A título de ejemplo, valdría la pena preguntarle a un colombiano qué sucedió con la empresa estatal de los Ferrocarriles, por qué el propio Estado la llevó al desastre, como ocurrió con la empresa Puertos de Colombia, con el Instituto de Crédito Territorial, encargado de los programas de vivienda, o con la empresa estatal de electricidad, que en 1992 dejó por meses el país a oscuras, con un racionamiento salvaje producido por incompetencia, despilfarro, clientelismo y escandalosa corrupción. Habría que preguntarle a ese colombiano, sometido a larguísimas colas, a toda suerte de trabas y a malos servicios médicos, qué piensa del Instituto de Seguro Social y cómo se explica que con un presupuesto de mil millones de dólares y un ejército de treinta y tres mil burócratas sólo cubra el 23% de la población.

Cosas parecidas a lo que él piensa a propósito de todas estas entidades estatales de servicio público podrían decirlas, y las han dicho en su hora, los peruanos, los argentinos, los mexicanos, los brasileños, los venezolanos, los dominicanos y todos los centroamericanos, para no hablar de los más infortunados de todos, los cubanos, que padecen una colosal ineficiencia del Estado en su isla de infortunios. ¿Qué llevó al presidente Menem a privatizar la compañía estatal de teléfonos? Cualquier habitante de Buenos Aires nos lo diría. Y ciertamente no fue una manía privatizadora, sino una necesidad ineludible, la que indujo al presidente Salinas de Gortari, pese a ser heredero de la tradición estatista del PRI, a privatizar la banca, Teléfonos de México (Telmex), la Compañía Mexicana de Aviación, las Sociedades Nacionales de Crédito, dieciséis ingenios azucareros y otras ciento y pico de empresas. Los institutos autónomos creados en Venezuela tienen mucho que ver con el crecimiento aparatoso de la burocracia y el fantástico incremento del gasto público, que ha llevado aquel país a una de las crisis más agudas de su historia. Jamás tanta riqueza fue derrochada con tan grande irresponsabilidad en nombre del Estado providencial, en detrimento del nivel de vida de las clases medias y populares.


Última edición por El Compañero el Miér Jul 30, 2008 5:11 pm, editado 1 vez
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:09 pm

CAPITULO VI: REMEDIO QUE MATA CONT...

La realidad nos muestra también la otra cara de la moneda. La inmensa mayoría de los chilenos considera que fue de gran beneficio para empleados y trabajadores la creación de un sistema privado de pensiones y de salud. Doce años después de haber sido puesta en marcha esta reforma liberal, los fondos de inversión, propiedad de los trabajadores, puestos al servicio de la economía privada y no del Estado, alcanzan la cifra de veinticinco mil millones de dólares. Cada trabajador chileno posee su libreta personal en la cual se registra el dinero acumulado a su favor. Sólo a un perfecto idiota se le ocurriría, en nombre de sus desvaríos ideológicos, volver atrás, al sistema estatal de pensiones que consume este dinero en burocracia (con la rapidez con que se quema un periódico, dice Echavarría Olózaga) y que crea toda una maraña de trabas e intermediarios para hacer efectivo el pago de las pensiones, sin contar con el peligro de que un día, por su propia ineficiencia, el Estado no pueda pagarlas.

Pese a la evidencia misma de estos hechos, la estupidez de nuestro perfecto idiota no tiene límites. En varios países latinoamericanos, donde fue presentado un proyecto de ley similar al de Chile, el idiota se levantó en las bancas parlamentarias para gritar, con las venas del cuello hinchadas de furor, que el dinero de los trabajadores no podía ir al bolsillo de los capitalistas. Nunca ha sido más pasmoso su desconocimiento de la macroeconomía, ni más vulgar su demagogia, pues, en realidad, a quienes defendía no era a los trabajadores, sino a los sindicatos del sistema estatal de seguridad social. Una vez más, los políticos clientelistas, los burócratas y los sindicatos de empresas oficiales hacen causa común contra los verdaderos intereses de los asalariados de un país.

¿Cómo explicarle a todo este enjambre de perfectos idiotas que sin acumulación de capital no hay desarrollo y que sin desarrollo la desocupación y la pobreza seguirán reinando entre nosotros? ¿Cómo pretenden que países como Brasil, Colombia, Panamá, México o Perú, en los cuales más del 30% de los hogares vive bajo la línea de pobreza absoluta, puedan incrementar equipos, bienes y servicios, y por consiguiente empleo,

con un Estado irresponsable y botarate? ¿Cómo no comprender que el verdadero capital de un país, el capital productivo representado en maquinaria, equipos, fábricas, medios de transporte, sólo lo crea el empresario privado y no el burócrata? ¿Cómo explicarle al político populista, al cepalino irredento, al catedrático o al estudiante impregnado hasta la médula de vulgata marxista, al cunta de la teología de la liberación, hipnotizado por la idea medieval de que el rico es el enemigo de los pobres, o al delirante guerrillero empeñado en liberarnos no se sabe de quién a fuerza de terrorismo y violencia, que su ideología no ofrece ya nada, pero nada nuevo, a nuestros pobres países?

¿Quién le va a quitar a nuestro perfecto idiota sus telarañas de la cabeza cuando sostiene todavía que fue su fórmula estatista, y no el modelo liberal, el que produjo el milagro económico de Japón, Corea, Taiwán o Singapur?
Las economías de los países asiáticos llegaron a altos niveles de prosperidad gracias a la intervención del Estado y a la planificación, tan impugnadas por los neoliberales.

Esta afirmación demuestra mala fe o una ignorancia supina. «Querido amigo —quisiera uno decirle benévolamente al perfecto idiota—: hay una diferencia fundamental entre el Estado que interviene para destruir el mercado, impidiendo que jueguen sus leyes de libre competencia o sustituyéndolo por medio de monopolios impuestos autoritariamente, y el Estado que se pone al servicio de la productividad y del mercado, como ha ocurrido en Chile, en Hong Kong, en Japón, Corea, Taiwán o Singapur. Si salta a la cancha —para hablar en términos futbolísticos—, no es para jugar en ella, para meter goles o atajarlos, sino para hacer respetar las condiciones básicas de la competencia, como hace un arbitro con su silbato».

No hay allí dirigismo estatal propiamente dicho ni formas de planificación. El célebre ministerio japonés de la economía, el MITI, se apoya en la inversión privada, en el desarrollo tecnológico y en un mercado altamente competitivo.

Naturalmente, el marco jurídico y las garantías de orden y seguridad que exige la actividad productiva son de la incumbencia del Estado. Los liberales nunca hemos puesto en tela de juicio sus funciones esenciales como son la administración de justicia, el básico ordenamiento legal y la protección del ciudadano. Entre nosotros, latinoamericanos, por cierto, el Estado cumple dichas funciones de una manera muy deficiente por andar metido en tareas que desempeña mejor el sector privado.

Lo que hay en el fondo de este debate es una correcta concepción del papel del Estado y otra equivocada, interferida por postulados ideológicos obsoletos, que tiende a confiscar arbitrariamente la libertad económica. Puede haber una economía donde el Estado juegue un papel importante como en Corea, Taiwán o Singapur poniéndose al servicio de aquélla y respetando sus leyes, y una «economía de Estado» donde éste, al contrario, pretende dictar e imponer las suyas con resultados siempre deplorables.

El Estado no puede desentenderse de los problemas sociales.
Claro que no. Ahí, al menos en este mínimo postulado, no estamos en desacuerdo y expresar este concepto no tiene nada de idiota. Los liberales consideramos que el Estado debe dar un apoyo al desvalido, al marginal, al que por una razón u otra no está en condiciones de valerse por sí mismo y sería aplastado y borrado si se le dejara expuesto a las estrictas leyes del mercado. Nuestra discrepancia con el perfecto idiota latinoamericano está en la manera de cumplir este propósito común.

El liberal chileno José Piñera Echenique ha sostenido que el nuestro no es un continente pobre sino un continente empobrecido. La culpa de tal situación la tiene el capitalismo mercantilista o patrimonial que ha germinado en nuestros
países. Ya hemos visto cómo este sistema, plagado de privilegios, de monopolios y prebendas, ha sido una inagotable fuente de ineficiencia y corrupción en nuestras economías, una causa flagrante de subdesarrollo, de discriminación y de injusticia cuyas principales víctimas han sido los más pobres de nuestras sociedades. Este sistema, dice Jean Francois Revel, se caracteriza «por un rechazo del mercado y de toda libertad de cambios y de precios; por una práctica monetaria irreal, desligada del contexto internacional; por inversiones colosales dilapidadas en complejos industriales megalómanos o improductivos; por gastos militares ruinosos; por bancos esterilizados por las nacionalizaciones que impiden al crédito funcionar según criterios económicos; por un proteccionismo aduanero que suprime la competencia con el exterior e implica una degradación de la calidad de los productos locales; por una economía de rentas, una plétora de empleados parasitarios que, a la larga, hacen imposible un regreso al mercado sin desatar un desempleo endémico; por un empobrecimiento de la población, acompañado de un enriquecimiento por medio de la corrupción de la clase política y burocrática».

El Perú de Alan García y la Nicaragua sandinista —para no hablar de Cuba— ilustran muy bien las catástrofes que provoca este sistema. Hablando siempre en nombre de los pobres, los sandinistas lograron en diez años bajar en un 70% el consumo de artículos básicos y en un 92% el poder de compra de los trabajadores. Las cifras, las cifras siempre, la mejor expresión de una realidad, resultan demoledoras para semejante filosofía política.

Los liberales consideramos fundamental el acceso de la población a los servicios públicos esenciales: educación, salud, agua potable, nutrición y seguridad social. No obstante —y ahí radica nuestra diferencia sustancial— no admitimos el dogma de que el Estado debe ser el ejecutor de tales programas. El Estado debe aprovechar el concurso del sector privado para la prestación directa de servicios elementales. La privatización no es, en este caso, un fin sino una herramienta para ampliar la cobertura, la calidad y la eficiencia de una política social. Se trata, en otras palabras, de reemplazar los monopolios públicos por esquemas de competencia entre las entidades prestatarias dando al usuario toda su libertad de elección.

En síntesis —y ojalá esto sirviera para despejar los prejuicios del perfecto idiota frente al modelo liberal—, creemos que el papel del Estado, diametralmente distinto al que él defiende, debe concentrarse en las tareas esenciales: la defensa de la soberanía nacional, la preservación del orden público, la administración de justicia y (cómo no) la defensa de los sectores más pobres de la población. Dicha concepción implica naturalmente que el Estado se aleje de actividades que suele desempeñar mal, y deje de ser, por fin, el Estado banquero, el Estado industrial y el Estado comerciante que no han hecho sino daño a la estructura productiva de nuestros países
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:15 pm

CAPITULO VII: CREAR DOS, TRES, CIEN VIETNAM
Sólo una revolución puede cambiar la sociedad y sacarnos de la pobreza.

Bastaría recordarle al idiota latinoamericano, con su manía dirigista, que existen cosas como terremotos, cataclismos, maremotos, infartos, aneurismas, accidentes aéreos y muchas otras formas ajenas al control humano capaces de producir cambios en una sociedad. Los fenómenos cósmicos, las convulsiones naturales, las tragedias personales y los mil disfraces que tiene la casualidad han engendrado, a lo largo de milenios y de siglos, más cambios que todas las revoluciones juntas, desde que los partidarios de Cromwell le rebanaron el occipucio a Carlos I hasta que el Ayatollah Jomeini desbancó al sha de Irán. Pero no seamos tan puntillosos con el idiota. Supongamos que al pronunciar este prodigio de frase ha querido dejar de lado expresamente toda forma de cambio que no sea la estrictamente dirigida por el hombre. Bien: no podemos negar que una revolución puede cambiar a una sociedad. Pero la lógica según la cual sólo una revolución puede cambiar una sociedad es digna de hospital psiquiátrico. Hay sociedades regidas por regímenes de fuerza a los que no se puede sacar del poder sin violencia. Hay otras en las que no es necesario volarle los sesos al adversario. Sin embargo, el defensor de la violencia no apela a la lógica sino a la arbitrariedad. Quiere, desea apasionadamente, que haya violencia. Pero sigamos siendo indulgentes. Digamos que la revolución no es sólo una forma de conquistar el poder sino también de ejercerlo. Su ejercicio requiere, tanto para preservar el poder frente a los enemigos reales y potenciales como para perpetrar los despojos económicos necesarios para acabar con el viejo orden, el uso de la fuerza revolucionaria.
Digamos que el viejo orden es caduco e inicuo, despreciable y malvado. Hay que cambiarlo y, como se resiste, hay que usar la fuerza. Se deduce de esto que sólo si el resultado de esta transformación es un gran cambio para bien estará el idiota justificado en su rotunda afirmación de que la revolución es el único instrumento válido para el cambio.

Hay un ligero inconveniente: no existe un sólo caso de revolución, excepción hecha de la inglesa en 1688 y la americana, a fines del XVIII, que haya traído el bien. Es más: ninguna revolución, excepción hecha de la inglesa y de la americana, que fueron en sentido contrario a la brújula del idiota, y acaso la francesa, que promovió algunos principios saludables en medio de innumerables barbaridades, ha traído más beneficios que perjuicios. Como la revolución que dibuja una rueda en marcha o un disco en movimiento, el ejercicio revolucionario, a pesar de su velocidad, es un permanente regreso al pasado, un retroceso perenne hacia la injusticia de partida. Las revoluciones latinoamericanas han producido dictaduras en todos los casos, desde la mexicana hasta la nicaragüense (los gobiernos del MNR en Bolivia o de Allende en Chile, a pesar de decirse revolucionarios, no fueron revolucionarios propiamente, porque una revolución implica una toma violenta del poder y la abolición del sistema imperante. En ambos casos, con todas las arbitrariedades y despojos que hubo, y con todas las calamidades económicas que produjeron, no puede hablarse estrictamente de revolución). En otras latitudes, la experiencia ha sido similar a la latinoamericana. Todas las revoluciones africanas y asiáticas engendraron monstruos. Las hazañas de Pol Pot y Mao en Asia, o de Mengistu y el Movimiento Popular para la Liberación de Angola en África, para poner apenas cuatro ejemplos, mataron de odio, de miedo y de hambre a los supuestos beneficiarios de dichas revoluciones. Mao, el Gran Timonel, timoneó a sesenta millones de chinos hasta la muerte con su colectivización de la tierra. Para ellos, el «gran salto hacia adelante» fue un salto hacia la tumba, no precisamente orlada con cien flores. Hailé Maríam Mengistu superó esta proeza al arrasar a un millón doscientos mil etíopes gracias a que ocultó y aceleró una hambruna que hubiera podido ser atajada a tiempo, condenando al hambre a sus compatriotas para herir la conciencia de Occidente y solicitar ayuda económica. Los revolucionarios angoleños requirieron la ayuda de cincuenta mil soldados cubanos y cinco mil asesores soviéticos para, una vez eliminada toda posibilidad de elecciones libres, mantener a sangre y fuego al Movimiento para la Liberación de Angola en el poder,

En América Latina, el morral del revolucionario, al que se creía cargado de bondades, ha estado invariablemente lleno de cenizas. Las cenizas de la destrucción. Tanto si lograron tomar el poder como si no lo lograron (por ejemplo Castro y los Ortega, en el primer caso; Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, en el segundo), los revolucionarios han sido incapaces de aprender la lección de nuestro siglo de totalitarismos. Perseverantes en el error, contumaces idólatras del fracaso, se han cegado a las lecciones de la URSS y de media Europa y de todos los «movimientos de liberación» (formidable apelativo) surgidos en el mundo subdesarrollado después de la Segunda Guerra Mundial, y se han empeñado en hacernos creer que es posible una forma distinta, original, «autóctona», de socialismo revolucionario. Contaron para ello con el aplauso del mundo. El idiota tiene mentores europeos y norteamericanos a raudales, turistas de revoluciones ajenas, escribas de convulsiones remotas, herederos empobrecidos del viejo utopismo renacentista amarrado a las carabelas de Colón, que alientan sin cesar las proezas de nuestros revolucionarios y, como en la obra maestra de Régis Debray, verdadera cumbre del género, nos demuestran que estas revoluciones son tan nuevas que hasta han transformado la naturaleza misma de la revolución (¿Revolución dentro de la revolución?).
¿Con qué pobreza ha acabado la revolución? ¿Será con la mexicana? Seguramente con la de Oaxaca, Chiapas y Guerrero... La mitad de los mexicanos vive en la miseria y buena parte de los que no, deben su situación a todas aquellas traiciones proimperialistas, procapitalistas y proburguesas que los últimos gobiernos mexicanos han infligido al ideario {la palabra es fabulosamente generosa) de la Revolución mexicana. Tan exitosa ha sido la Revolución mexicana, y tan dedicada estuvo a ofrecer su caución a las que ocurrían al sur de sus fronteras (empezando por la más cercana, la de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca en Guatemala), que le ha estallado una en su propia cara con pasamontañas y todo, liderada por el perfecto revolucionario latinoamericano: un intelectual de clase media, el subcomandante Marcos, adorador del fax. Las ironías de todo esto son crueles. Los zapatistas usan el nombre del héroe de la Revolución mexicana de 1910, Emiliano Zapata, precursor en muchos sentidos del propio PRI, pues de esa revolución nació el sistema político que en 1929 se plasmó en el Partido Nacional Revolucionario y que poco después cambiaría de nombre para llamarse PRI. No menos cruel es la constatación de que el gobierno del presidente Salinas dedicó mucho subsidio a la pobreza. Puso a cargo del presupuesto caritativo a Luis Donaldo Colosio y le dio tres mil millones de dólares para administrar la mala conciencia oficial. El sistema es tal que no sólo buena parte de ese dinero quedó en el camino sino que, además, los campesinos que se beneficiaron del subsidio no encontraron en él razones para perdonar la podredumbre política del PRI y el ejercicio del caciquismo provinciano, levantándose contra el gobierno detrás del enmascarado. Que Chiapas recibiera doscientos millones de dólares en 1993 no impidió a los zapatis-tas tener predicamento en Chiapas en 1994.

La revolución ha sido tan exitosa en el campo, que en él ha brotado una guerrilla a pesar de que en los últimos veinte años el Banco Nacional de Crédito Rural le otorgó al campesinado veinticuatro mil millones de dólares (en verdad entregó el veinte por ciento pues el resto fue a irrigar, no las tierras, sino los bolsillos de los burócratas). La revolución de Chiapas se le ha puesto enfrente a un régimen cuya Constitución ha sido desde 1917, a pesar de las varias enmiendas, esencialmente socialista y cor pora ti vista.

¿Será que el hambre fue eliminada en Nicaragua? Si es así, los estómagos de los dos tercios de la población que constituían los desempleados y subempleados al perder los sandi-nistas las elecciones en 1990 crujían de felicidad. ¿Qué fue de los tres mil millones de dólares anuales que recibió de la URSS el soberano régimen sandinista? La pericia contable de estos revolucionarios para administrar este oro fue tal que al final del gobierno de los Ortega los nicaragüenses tenían un ingreso per cápita de 380 dólares, diez veces menos que... ¿Francia, Alemania, Inglaterra? No: Trinidad y Tobago. Es una cifra que sólo puede tomarse como un indicio, pues la inflación de 33.000% no permite una contabilidad demasiado ortodoxa. ¿Qué fue del dinero que en 1988 Ortega fue a pedir a Suecia con el cuento sueco de que su país, tropical y húmedo donde los haya, vivía una feroz «sequía»?

¿Logró acaso el general Juan Velasco desterrar la pobreza y el hambre en el Perú? A lo mejor por eso es que sesenta por ciento de los campesinos en cuyo nombre el gobierno revolucionario expropió las tierras y aplicó la reforma agraria, se dedicaron, a lo largo de la década de los ochenta, a dividir esa misma tierra en parcelas privadas. El impulso revolucionario que dio el régimen militar al Perú lo hizo saltar del octavo lugar que ocupaba en América Latina a comienzos de los setenta al... ¡decimocuarto lugar en los ochenta! La revolución militar y, más tarde, la pseudorrevolución de Alan García, llevaron la producción agropecuaria, que en los sesenta era la segunda del continente, al muy antiimperialista penúltimo lugar. Sin duda consiguió grandes cosas en los cincuenta el semirrevolucionario Paz Estenssoro, a la cabeza del MNR. Probablemente por ello es que, décadas después, al volver al gobierno este hombre que había nacionalizado el estaño se dedicó a empezar la contrarrevolución capitalista en su país, que luego han continuado Paz Zamora y, en la actualidad, Sánchez de Losada. Hay que decir que en algo sí fue revolucionario Paz Estenssoro: en que se adelantó con sus medidas procapitalistas al resto de América Latina (con excepción de Chile), pues empezó en los ochenta, cuando esto parecía imposible.

¿Será que en Cuba sí se ha desterrado el hambre? Es probable que ésta sea la razón por la que el país del monocultivo empezó hace no mucho tiempo a importar... ¡azúcar! Resulta que Cuba nada en la abundancia, con un ingreso per cápita cuatro veces menor que el de la liliputiense Trinidad y Toba-go (nótese aquí una superioridad cubana frente al caso nicaragüense, lo que no es difícil de entender dado que antes de 1959 Cuba estaba económicamente en la primera fila del continente). Hay que añadir que la superficie de Trinidad y Tobago es cuarenta veces más pequeña que la cubana.

Si el hambre se aboliera por decreto, la revolución latinoamericana, cultora maniática del decreto, devota del regla-mentarismo y el papeleo, lo habría conseguido. Pero resulta que no, que el hambre no se puede abolir por decreto. Hay que aboliría con prosperidad y ninguna revolución ha logrado traer prosperidad a América Latina. Sólo ha traído corrupción (la revolución ha derivado en robolución), dictadura y privilegios para la casta gobernante a expensas del grueso de la población, sumergida en la pobreza. Nuestras revoluciones no han producido otra cosa que miseria moral, política, económica y cultural. Toda la imaginación desplegada en los focos guerrilleros, todo el coraje desplegado en las montañas, mudan en grisura, conformismo, complacencia, al mismo tiempo que en cobardía, una vez en el poder. Los revolucionarios latinoamericanos sólo han demostrado ser aptos para capturar y preservar el poder (para la consecución de cuyo fin son capaces de los volantines ideológicos más acrobáticos, las traiciones más dulces a su propio credo y el oportunismo más florentino). Enemiga de la sociedad de clases, la casta revolucionaria es una oligarquía. Enemiga del autoritarismo militar, la casta revolucionaria depende del uso de la fuerza para seguir en el poder. Adversaria del imperialismo, su existencia no hubiera sido posible sin el subsidio foráneo, y no ha mostrado demasiado complejo a la hora de recibir no sólo ayuda de sus socios ideológicos sino también, gracias a una mezcla de súplicas y chantajes, dólares de los ricos (nadie es más arropado en Cuba que el turista o el capitalista extranjero). Si el camino del paraíso pasa por la revolución, hay que decir que el camino es interminable.
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:17 pm

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Los países dependientes de América Latina deben luchar en el orden interno contra las oligarquías y el capitalismo y en el orden externo contra el imperialismo, mediante movimientos armados de liberación nacional.

Con buen sentido de su remota posibilidad de ganar elecciones, el revolucionario plantea su objetivo exclusivamente a través de la lucha armada. Aunque a veces anuncia su propósito como un asalto a la ciudad desde el campo, en verdad lo que hace es un desvío, escogiendo el camino más largo: sube de la ciudad a la montaña para luego volver a la ciudad. Porque, invariablemente, el revolucionario proviene de un ambiente de clase media urbana. No es hijo del pantano y el bosque sino de la acera y el concreto. Este curioso bicho tiene tanto tiempo disponible, tantas horas que perder, que se puede dar el lujo de hacer un paseo turístico por la montaña, a veces de muchos años, para acabar—si consigue su propósito-viviendo en la ciudad —tanto en las provincias como en la capital—, donde se concentra en realidad la totalidad de su objetivo: el poder. Además de practicante del ocio, el revolucionario es contumazmente violento, incluso cuando no hace falta serlo. La lucha armada es la condición sine qua non para graduarse de revolucionario. La violencia como partera de la historia. Hay que matar y enfrentar el albur de ser muerto para aprobar con honores el curso. La ceremonia de la sangre y la orgía del homicidio son las fuerzas motrices de la acción revolucionaria, que hace del método homicida un objetivo en sí mismo, del instrumento revolucionario el elemento sustancial de su credo ideológico. El revolucionario, además, tiene que sufrir un poco. Si antes de acceder al poder se ha pasado algún tiempo en la cárcel, como Fidel Castro, y ha dicho que la historia lo absolverá, gana muchos puntos (no importa que el presidio breve, de apenas 19 meses, de Fidel, durante el cual Martha Frayde y Naty Revuelta le introducían en la celda chocolatitos suizos y mermeladita inglesa, fuera un lecho de rosas fragantes). Los gana en abundancia si en lugar de una estancia breve en el calabozo esa estancia ha sido larga, como la de Tomás Borge, el nicaragüense, durante el régimen de Somoza, y, además, ha sido torturado. Si, como el Che Guevara, o los guerrilleros peruanos del MIR en los años sesenta (De la Puente y Lobatón) o si, como el poeta peruano Javier Heraud y su ELN, además de sufrimiento el revolucionario encuentra la muerte en el camino, en plena gesta revolucionaria, se va directamente a la canonización, sin pasar por el trámite de acumular más méritos seglares en pos de la gloria eterna. Hay que añadir, claro, que también se alcanza la canonización si, en lugar de caer por culpa de las balas fascistas, se cae por culpa de las sectarias, como Roque Dalton, el salvadoreño al que mataron sus compañeros revolucionarios. Con frecuencia el objeto de esta violencia no es la oligarquía o el imperialismo, sino el pobre. ¿A cuántos de los grandes industriales, comerciantes, banqueros o aseguradores de los miles que lamieron los pies de Alberto Fujimori en el Perú tras su golpe de Estado en abril de 1992 ha matado desde entonces Sendero Luminoso? A ninguno. Las víctimas privilegiadas del fusil revolucionario en el Perú son los campesinos en la sierra y la selva, los inmigrantes provincianos en la ciudad y, muy esporádicamente, la alicaída clase media de los barrios de Lima. Es más: la puntería del revolucionario se desvía, su pulso sufre un temblor curioso, cuando el blanco contra el que se dispara es el imperialismo: los atentados contra embajadas, por ejemplo, suelen provocar sólo daños materiales, y lo más probable es que si alguien muere en la explosión sea algún guardián autóctono o el infortunado vecino de la zona, por completo ajeno a los designios imperialistas de una embajada que probablemente le ha negado la visa en más de una ocasión. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y en especial el Ejército de Liberación Nacional, en Colombia, tienen una extraña obsesión por oleoductos como el de Caño-Limón-Coveñas. ¿Será que esto cuadra con la estrategia antiimperialista de la guerrilla colombiana? Pero resulta que la guerrilla colombiana se ha aliado unibilicalmente con el narcotráfico, negocio imperialista por excelencia, a cuyo amparo económico encuentran oxígeno sus pulmones. En los años ochenta, por ejemplo, en las selvas de Caquetá controladas por la guerrilla convivían las plantaciones de yuca y de plátano con las de coca. En el Bajo Caguán los revolucionarios habían establecido un sistema por el cual los campesinos instalaban sus mesas a las puertas de los hoteles y vendían su producto a los compradores narcotraficantes, de lo cual pagaban un tributo a la revolución. Los guerrilleros permiten en sus feudos el ingreso de cal, cemento gris, úrea y gasolina roja para la producción de la coca. La zona del Vichada, por ejemplo, con cien mil kilómetros cuadrados de selva, está atestada de coca gracias al régimen establecido por la guerrilla, que ha convertido el lugar en un banco para revolucionarios. Ésta es apenas una de diez zonas utilizadas para semejante propósito por los guerrilleros. Y el narcotráfico, que es un producto de exportación para países ricos cuya demanda controla nuestra producción, y muchos de cuyos dólares suelen ser lavados mayoritariamente fuera de los países de los narcotraficantes colombianos, ¿no es una forma bastante más rapaz de imperialismo que la exportación de petróleo, producto, por lo demás, cuya explotación beneficia mucho al país en cuestión ya que éste tiene necesidad de energía? No importa, el idiota latinoamericano no ve aquí ninguna contradicción: la narcotiza-ción de la causa revolucionaria es buena si llena los bolsillos de los revolucionarios. El imperialismo es bondadoso si financia al antiimperialismo. Los sesenta millones de dólares anuales que ha obtenido por muchos años la guerrilla peruana de manos del narcotráfico son dólares revolucionarios. Las cananas revoludonarías de América Latina están llenas de coca. La revolución ha cambiado el rojo por el blanco. ¡Viva la revolución blanca!

Al idiota tampoco le turba el sueño demasiado que las revoluciones suelan generar las más rancias oligarquías y los más crudos imperialismos. Los pobres sandinistas, víctimas del imperialismo que en 1990 los sacó del poder por vía de las urnas, se fueron a sus casas con millones de dólares en propiedades de las que se apoderaron en el curso de lo que la imaginación popular bautizó como «la piñata». Los comandantes, menos confiados que hace algunas décadas en su futuro, aseguraron su porvenir con espléndidas mansiones expropiadas a sus dueños, infames capitalistas. Daniel Ortega, por ejemplo, que dejó detrás de sí una deuda nacional de once mil millones de dólares, sigue atrincherado en un palacete de más de un millón de dólares, lo que en Nicaragua equivale a una mansión europea de varios millones. No importa: el revolucionario necesita también asegurar un futuro porque, de lo contrario, ¿qué será de la revolución? El revolucionario necesita espacio para pensar y estar a sus anchas, porque si el corazón revolucionario no está alegre, ¿qué será de la revolución? Vamos, a Daniel Ortega no se le puede reprochar que en su visita a Nueva York protegiera sus ojos revolucionarios del inclemente sol con unos estupendos Ray-ban: sin la vista de lince de Daniel Ortega, ¿qué hubiera sido de la revolución nicaragüense?
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:19 pm

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El imperialismo es malo si lo hacen los otros. Si lo hace el revolucionario no es imperialismo: es liberacionismo, como el practicado excelsamente por los soldados cubanos enviados a pelear a África para llevar un poco de justicia a los avim-bunduns y los kongos, a los oromos y amharas. Que a su regreso a Cuba el general Ochoa, héroe de las guerras africanas, fuera fusilado no es una contradicción: es la expresión máxima de la gratitud revolucionaria, el premio por excelencia que puede recibir de manos de su Estado un funcionario de la revolución. Que los nicas apoyaran con armas y dinero a sus amigotes salvadoreños del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional no significa que practicaran imperialismo centroamericano: lo que practicaban era solidaridad, fraternidad continental. Que guerrilleros de la URNG de Guatemala apoyen al subcomandante Marcos en Chiapas, o que la Revolución mexicana haya convertido el sur de México en un santuario para los guerrilleros de la propia URNG guatemalteca no es imperialismo contra el vecino: es revolución posmoder-na, revolución sin fronteras.
Hay que acabar con el capitalismo, compañeros. Para eso hay que aprender a utilizar sus herramientas. ¿Y qué mejor aprendizaje que el emprendido por el comandante Joaquín Villalobos, estrella de la revolución salvadoreña, convertido en próspero empresario en San Salvador? ¿Quién se atreverá a negarle autoridad moral para conducir la futura revolución de América a este revolucionario que sabrá mejor que nadie, la próxima vez que desenfunde la pistola contra el capitalismo, lo que es la plusvalía, pues habrá sacado partido de ella sobre el lomo de sus empleados? ¿Podrá alguien negarle a Fidel Castro gloria en su palmares revolucionario tras haber conocido al monstruo capitalista desde adentro, gracias a muchas décadas de apartheid económico por el cual las comodidades en La Habana han estado reservadas para los turistas con dólares y para él mismo? ¿Tendrá alguien más pergaminos para, lanza en ristre, emprenderla contra el dólar, que él, que conoce la textura, los matices y las dimensiones del billete verde con una ciencia que envidiaría el mismísimo Alien Greenspan, jefe de la Reserva Federal de Estados Unidos? Para acabar con los ricos hay que vivir como los ricos; de lo contrario, no se sabe lo que se está combatiendo. El goce de palacetes, yates, playas privadas, cotos de caza, aviones y amantes es indispensable elemento del sacrificio revolucionario, prueba dura que pone el enemigo en el camino para intentar aburguesar al revolucionario, y éste debe padecer los rigores de semejantes durezas el mayor tiempo posible, porque la gloria revolucionaria es proporcional al tiempo que uno pueda resistir el dolor de la sensualidad burguesa.
En los países dependientes no es preciso esperar que maduren las condiciones objetivas para una toma de conciencia de las masas: se puede apresurar este proceso a través de vanguardias revolucionarias.

El idiota es —probablemente sin saberlo— un devoto del modelo platónico de gobierno: el poder para la aristocracia de la sabiduría. La revolución que preconiza no la hace el pueblo sino sus abogados ideológicos, la «vanguardia revolucionaria». Ella representa la introducción de la magia tribal en la ciencia marxista, un acomodo ligero de principios y guías ideológicas para dar a las masas tercermundistas, despistadas y atrasadas, un acceso a las prerrogativas de los modernos. En vez de esperar a la conciencia de las masas, trámite complicado en países con niveles educativos más bien livianos, el líder de la tribu puede interpretar las leyes de la historia por ellos, decretar en su nombre que ha llegado el momento oportuno y, zas, emprender la marcha hacia la sociedad sin clases para no llegar demasiado tarde a la cita con la historia a la que, al parecer, los países modernos, más lejos de la revolución, llegarán algo atrasaditos.

La arrogancia intelectual se transforma, una vez en el poder, en arrogancia de poder, es decir autoritarismo. En la actitud según la cual el revolucionario actúa en nombre de los demás porque su condición de «vanguardia» lo coloca en un nivel más sofisticado de comprensión de la realidad está concentrada toda la verdad de la revolución: todo en el revolucionario es expropiación de la soberanía individual y traslado de esa soberanía a la jerarquía superior de la vanguardia.

No importa que la tesis central del marxismo sea que el socialismo constituye una consecuencia natural del proceso capitalista tras la desaparición del feudalismo: hay que saltarse algunas centurias para llegar más rápido. Además, ¿no son nuestros países hoy más urbanos que rurales gracias al desarrollo imparable de la economía informal que brotó de las migraciones del campo a la ciudad y el surgimiento de gigantescos barrios marginales, correas de pobreza en la cintura de la urbe? ¿No es todo ello una demostración de que ya estamos dejando atrás el feudalismo y enganchándonos al tren ¿de la modernidad?

Las condiciones revolucionarias son tan objetivas en América Latina que todas las revoluciones han experimentado la lejanía de las masas con respecto a la vanguardia. En Cuba, no se diga nada: dos millones de exiliados cubanos es el saldo de tres décadas y media de una revolución que prohibe la salida a sus habitantes. ¿Qué ocurriría si la permitiera? Un atisbo de ello lo tuvimos en agosto de 1994, cuando el gobierno, en un desafío a la política de brazos abiertos de Estados Unidos con respecto a los «balseros» cubanos, empezó a relajar la prohibición: decenas de miles de personas se lanzaron al mar en cualquier cosa que flotara, más dispuestos a enfrentarse a los selacios del mar Caribe que a seguir los dictados de la vanguardia en La Habana.

¿Fue la vanguardia sandinista más exitosa en su propósito de concientizar a las masas con respecto a las bondades objetivas de la revolución? No mucho, a juzgar por la derrota electoral de esta vanguardia en febrero de 1990 frente a una señora mayor que andaba con ayuda de un bastón y tenía una pierna enyesada, además de una falta de acceso total a los medios de comunicación. ¿Acaso el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en El Salvador tuvo más éxito en su labor de abrir los ojos del pueblo? No parece, a juzgar por lo esquivo del favor popular con respecto a este partido durante las últimas elecciones, en las que el FMLN hasta cambió de nombre para probar suerte. Ello no le permitió impedir que ARENA, el partido al que combatió tantos años y cuyas antiguas vinculaciones con los escuadrones de la muerte hacían de él el enemigo perfecto, se llevara el triunfo y Armando Calderón Sol reemplazara a su correligionario Alfredo Cristiani a la cabeza del Estado salvadoreño. ¿Han sido las vanguardias de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru en el Perú más capaces de lograr sus objetivos? Lo han sido tanto que la dictadura instalada en el Perú en 1992 con relativa facilidad gracias al descrédito de las instituciones provocado por tantos años de conflicto ha resultado —por lo menos durante un tiempo— mayoritariamente respaldada por la población. Pero quizás es muy injusto centrarse en Sendero Luminoso. ¿Por qué no hablar de la vanguardia legal del Partido Comunista Peruano que participa desde 1979 en el proceso democrático peruano? Este partido ha sabido concienciar tan bien a las masas que ha sido incapaz de superar la barrera del cinco por ciento para seguir existiendo como partido... En Chile, la vanguardia del Frente Patriótico Manuel Rodríguez fue tan exitosa en convencer a las masas de que había llegado la hora, que el dictador Augusto Pinochet sacó más del cuarenta por ciento de los votos tras dieciséis años de gobierno y su principal contendor, la Democracia Cristiana, partido antirrevolucionario donde los haya, obtuvo aún más. El Partido Socialista chileno, algo escéptico con respecto a sus propias posibilidades de avanzar el curso de la historia, se ha contentado con quedarse dentro del estadio capitalista del desarrollo y dejar el futuro socialista para otras generaciones, pues se dedica a cogobernar con la Democracia Cristiana desde hace ya varios anos.

¿Servirán estos datos de algo para concienciar al idiota? No mucho. Las masas están enajenadas por el capitalismo. No saben qué hacer. La vanguardia debe seguir su camino. Otra característica significativa del revolucionario es, pues, su negativa a leer la realidad, su perseverancia en el análisis mágico —que él llama científico— de lo que ocurre a su alrededor, para tratar de meter el ancho mundo en la estrecha cavidad de unas leyes que ni siquiera respeta pues para traerlas a América Latina ha tenido que torcerles el pescuezo bastante. El idiota cree —o dice creer— que, a diferencia de las frutas, las condiciones objetivas no hace falta que maduren. Tiene razón: las revoluciones hay que hacerlas antes de que maduren las condiciones porque ellas no madurarán nunca: son ya un fruto podrido.
Hay que hacer de la Cordillera de los Andes la Sierra Maestra de América Latina.

Lo idiota no es tanto sostener que hay que cubanizar la política latinoamericana: lo idiota sería pensar que esta retórica de los años sesenta ha muerto al sur del Río Grande. En varios países andinos hay todavía movimientos guerrilleros en funcionamiento, llenando de zozobra y de sangre a las sociedades que los padecen, y en casi todos, incluyendo aquellos que carecen, como Venezuela o Bolivia, de grupos terroristas marxistas, hay todavía una honda cultura de la violencia política y una acendrada nostalgia castrista que quisiera ver deslizarse por el majestuoso paisaje andino, desde las Antillas hasta la Antártida, torrentes de revolución. Incluso aquellos que han renunciado a la violencia siguen aferrados a la idea revolucionaria, porque no la conciben como un instrumento sino como todo un proyecto de sociedad, o, más exactamente, de poder. El corazoncito revolucionario no ha dejado de latir en ningún dirigente izquierdista y esto es obvio cada vez que algún asunto de la actualidad obliga a la clase política de los diferentes países a pronunciarse.

El idiota andino busca inspiración en las Antillas, a pesar de que, si hacemos algo de caso a los estereotipos, nada está más alejado de la festividad tropical que la melancolía andina. No importa: se pueden amalgamar tropicalidad y retraimiento serrano porque lo que importa es exportar la revolución. ¿Por qué ir a Cuba a encontrar inspiración revolucionaria cuando el mundo de los Andes, más antiguo que el otro, con un pasado prehispánico más denso y una historia republicana casi un siglo más larga, tiene pergaminos de sobra para hacer su propio aporte original a la causa de la revolución? Por una sencilla razón: porque la revolución cubana triunfó y sigue en pie. No importa que esté malherida y agonizante, que su tejido sea un laberinto de flecos deshilachados, porque al fin y al cabo la etiqueta que le cuelga del cuello sigue diciendo «revolución cubana», exactamente como hace treinta y siete años Para los peruanos, colombianos o venezolanos que fueron o siguen siendo incapaces de tumbar al Estado burgués es normal que Sierra Maestra siga siendo la referencia. Es un recurso de supervivencia emocional y política, el único trofeo por muy magullado que esté, que pueden exhibir tras décadas de intentar ser algo más que puñados de forajidos desperdigados por la geografía nacional sin demasiada fortuna (en el caso venezolano están desaparecidos desde los tiempos de Rómulo Betancourt y su ministro del Interior, Carlos Andrés Pérez, en los años sesenta). Pero hay un pequeño inconveniente: Sierra Maestra no tiene el menor interés en emigrar a los Andes. Fidel Castro sólo tiene obsesión por encadenarse a las axilas de los presidentes democráticos de América Latina, por ejemplo en las Cumbres Iberoamericanas o en las tomas de posesión, y cuando no logra ser invitado a una cita, como ocurrió con la Cumbre de las Américas en Miami en 1994, le da un berrinche. Sus ministros recorren América Latina, no para alentar a los revolucionarios de la montaña y cambiar el mundo, sino para mendigar acuerdos de intercambio comercial a los países latinoamericanos cuyas miserias los dirigentes cubanos son los primeros en exponer, dentro de una típica estrategia de exculpación comparativa, cada vez que tratan de disimular sus propias verrugas. La Sierra Maestra está tan olvidada que Fidel Castro ha llegado —horror de horrores— a cambiar el verde olivo por la guayabera. ¿Puede haber algún mensaje más claro con respecto al desprecio de Castro por los Andes que el uso de la guayabera en las cumbres de jefes de Estado? ¿Puede haber una bofetada más sonora en las mejillas de nuestros revolucionarios en las gélidas alturas de la cordillera que esta muestra de calidez tropical? La conclusión, tras la evidente traición de Castro a los principios internacionalistas y las tímidas posturas acerca de que cada pueblo escoge su vía, es sencilla: el amor a la revolución cubana es un amor no correspondido.
Sierra Maestra, al sureste de Cuba, es un simple accidente geográfico, muy lejos de aquel escenario mitológico desde donde los barbudos asediaron al régimen de Fulgencio Batista hasta que éste salió corriendo del país. Sus dimensiones históricas, comprobado el fracaso cubano, y también las mitológicas, se van reduciendo a la medida de las geográficas y sólo para la fantasía pasadista de nuestros actuales revolucionarios ocupa algún lugar de importancia en la sensibilidad de nuestro tiempo. No es justo culpar sólo a nuestros revolucionarios de que esa mitología siga, a destiempo, impregnando a grupúsculos de idiotas latinoamericanos. No hay duda de que los esfuerzos del Che Guevara por crear «dos, tres, cien Vietnam» contribuyeron poderosamente a ello, a pesar del fracaso que resultó su incursión en el paisaje áspero de Bolivia, donde descubrió que tenía muy poco en común con los campesinos indígenas, cuyas prioridades y costumbres estaban muy lejos del foquismo violentista. El discurso de La Habana en favor de una revolución internacional y latinoamericana fue gastándose a medida que La Habana traicionaba a unos y otros en función de las prioridades tácticas del momento, incluyendo entre los traicionados a aquellos a los que había entrenado y armado. Pero no hay que olvidar que fue un discurso incesante, poderoso y, lo más importante, respaldado por el glamour de una revolución que parecía la prueba viviente de que la subversión universal era posible. Lo que pasa es que nuestros revolucionarios, tras años y años de intentos fallidos de tomar el poder en los Andes, se han quedado un poco atrás. Si vieran a Fidel tambalearse como un anciano con reuma o como una momia egipcia huida del sarcófago por las escalinatas del avión que lo lleva camino a los paraísos de la burguesía que son hoy el único destino de su jet, a lo mejor Sierra Maestra se les evaporaría en la mente. Pero no lo han visto. En general, no ven mucho.

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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:21 pm

CAPITULO VII: CREAR DOS, TRES, CIEN VIETNAM CONT...

El revolucionario sigue creyendo en América Latina como un todo. En esto, al menos, es un idiota benigno. Lo único res-catable que queda del lenguaje revolucionario es su aspiración transnacional, su desprecio por las fronteras. No está mal esta vocación integradora, teniendo en cuenta que log Andes, a pesar de los tiempos que corren, siguen siendo un mundo en el que los conflictos fronterizos todavía ponen los pelos de punta, como el reciente entre Ecuador y Perú o el que a cada rato amenaza con estallar entre Colombia y Venezuela. En una región donde el proyecto de integración —el Pacto Andino, cuyo Tratado fue concluido en 1959— es el que más lenta y torpemente avanza en todo el hemisferio occidental, muy por detrás del Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica o incluso del Mercosur en Sudamérica, es curioso que todavía lata un espíritu internacionalista, por muy retorcido que sea. Sólo que es un internacionalismo sesgado hacia las armas y la violencia, cuando lo que hoy importa en el mundo son las redes informáticas y las multinacionales que fabrican sus productos por todas partes y los venden también por todos lados, siendo ya imposible saber a qué nacionalidad responden los bienes en oferta. En lugar de gritar «hagamos de los Andes el Internet de América Latina», el idiota grita «hagamos de los Andes la Sierra Maestra de América Latina». A lo mejor hay algo en común. Quizás el destino de nuestros revolucionarios sea quedar incrustados para siempre en el Internet como una opción de juego informático para niños, un mundo de ficción tecnológica en el que sí sea posible exportar revoluciones en imágenes y en el que Sierra Maestra vuelva a tener algún significado, aunque sea de esa forma algo menos revolucionaria que en los años cincuenta y sesenta. Si nuestros revolucionarios logran conectarse a la red desde algún enchufe telefónico andino, podrán lograr sus sueños en las pantallitas del ordenador y nadie podrá acusarlos, en sus afanes continentales, de mirar al pasado. Fidel Castro se habría sin duda vuelto lampiño si hubiera sabido, hace treinta años, que el destino de la Sierra Maestra sería convertirse en un montón de muñequitos en el CD-ROM.
La violencia es la gran partera de la historia.

El idiota es metafórico. Le encanta la imagen, la comparación, la hipérbole, le mete fiorituras a cada una de sus genialidades políticas para tratar de darles un poco más de credibilidad. Es interesante constatar que los enemigos de la democracia, desde políticos hasta comentaristas, son mucho más fosforescentes en el uso de la retórica y del lenguaje en general que los grises demócratas que, salvo excepciones, constituyen el club de los sensatos. Han sido mucho más grandilocuentes y excitantes las fórmulas inventadas para exponer las tesis totalitarias o semitotalitarias que las hechas para justificar la ausencia de grandes convulsiones ideológicas que generalmente supone la apuesta por la democracia. Por lo demás, las democracias latinoamericanas han sido muy acomplejadas frente a la izquierda, lo que ha hecho que los únicos capaces de enfrentarse en términos tremebundos a la retórica de la izquierda hayan sido personajes de tendencia ideológica autoritaria en el bando de la derecha como el mayor Roberto D'Aubuisson en El Salvador. La democracia latinoamericana no ha sabido desarrollar un discurso excitante, colorido, con sabor a cruzada, a pesar de que en la causa democrática hay suficientes argumentos para ello y de que uno de sus grandes desafíos ha sido siempre lograr que los pueblos mantengan la fe en el sistema, incluso cuando puedan haberse decepcionado mucho de determinados gobiernos que han actuado dentro del marco democrático.
El idiota, pues, habla bonito. Generalmente lo hace de una manera hueca, pues sus ideas no son ni muchas ni muy sofisticadas, un simple puñado de ucases ideológicos estereotipados a los que una cierta inflamación del lenguaje da una apariencia de magia. No olvidemos que ya Marx, en su Manifiesto Comunista, utilizó imágenes explosivas para acompañar sus profecías y que los primeros revolucionarios soviéticos, como Lenin o Trotski, eran consumados cultores de la hipérbole. Nuestro idiota ha hecho suya la tradición grandilocuente, sólo que por lo general, como en el caso de la idea de Marx acerca de la violencia como partera de la historia, no muestra demasiada originalidad, pues simplemente copia uno de los viejos adagios revolucionarios.
Para el revolucionario la historia sale por entre las piernas de su madre empujada por una partera que se llama violencia. No le importa si esa historia sale sin piernas, tuerta o jorobada, con respiración o sin ella. Sólo importa quién la ayuda a salir. Lo que salga es asunto menor. Muchas veces la violencia revolucionaria hace historia. Pero hace historia de crueldad y fracaso, no de humanidad y éxito. La violencia en El Salvador a lo largo de los años ochenta ha sido, sin duda, histórica. Pero esos setenta y cinco mil muertos provocados por las acciones del Frente Farabundo Martí, y la guerra sucia de los escuadrones de la muerte inspirados en líderes como el mayor Roberto d'Aubuisson, no son historia gloriosa o sacrificio fructífero: el Frente Farabundo Martí parió historia de sangre sin objeto alguno, pues sus miembros no alcanzaron el poder (ni siquiera la respetabilidad electoral en las elecciones de marzo de 1994) y están convertidos ahora en parte de la mediocre maquinaria burguesa. La URNG en Guatemala, sin duda, ha parido historia al provocar cien mil muertos en más de tres décadas de guerra. Pero esa historia no es la que hubieran querido escribir, aislados y semiderrotados como están, en las cercanías de una paz que finalmente los pondrá, no en el poder, sino en la sociedad burguesa. ¿Pensó el tremebundo Abi-mael Guzmán, durante los años ochenta y comienzos de los noventa, tras la más sangrienta y eficiente movilización ma-oísta ocurrida en el continente americano, que la historia parida entre sus piernas sería la de su propio cautiverio y rendición, vestido con uniforme de demente y escribiendo cartas de arrepentimiento a un aprendiz de shogun como el ingeniero Fujimori Fujimori? Vaya partera que se ha conseguido la historia revolucionaria.
Una nueva sociedad generará la aparición de un hombre nuevo.
Nadie con un poco de decencia, nadie que no sea un canalla, puede atreverse a negar que el hombre nuevo anunciado por el Che Guevara existe. Claro que existe. Es un cubano con neuritis óptica y cuerpo de gato famélico, flotando en una balsa a la deriva. Es un peruano que, tras la inyección vitamínica del socialismo de Alan García, ve su tamaño encogerse cinco centímetros. Es un mexicano con la espalda mojada por el Río Grande, tan patriota que corre hacia Texas en pos de la tierra que a mediados del siglo pasado los gringos arrebataron a México (con un pequeño interregno independiente que ya no es posible disociar de la hermosa película con Clark Gable y Ava Gardner). La revolución y el socialismo latinoamericano han producido un hombre nuevo. El idiota tiene razón. La revolución es un laboratorio de especímenes originales. Ningún régimen latinoamericano ha conseguido crear un bicho semejante.
Y es que la revolución tiene una vocación adánica inconfundible. Se cree capaz de detener la historia y hacer que con ella ésta vuelva a empezar. Si, ella vuelve a empezar, ¿por qué no puede empezar un nuevo tipo de ser humano? Lo que no nos aclaró fue si este ser humano distinto y original sería mejor o peor que el anterior. Si dispondría de más o menos calorías, más o menos expectativa de vida, más o menos oportunidad de trabajo, más o menos bienestar.
La nueva sociedad tiene características interesantes. Por lo pronto, es deicida: quiere acabar con su creador. No hay revolución —exitosa o fracasada en su propósito de tomar el poder— que no haya sido repudiada por el hombre nuevo creado por ella. Además, es furiosamente cultora del Dios-dólar. No hay revolución que no haya acabado desesperadamente en busca de dólares porque su incapacidad para subsistir económicamente la condena a la dependencia y la vulnerabilidad. La nueva sociedad es también fugitiva: todos quieren escapar. Escapan en lo que sea y adonde sea, como se vio cuando los treinta mil balseros cubanos prefirieron hacinarse en la Base Naval de Guantánamo en condiciones animales de existencia antes que seguir en Cuba, tras cerrarles Bill Clinton y la ministra de Justicia, Janet Reno, las puertas de la meca norteamericana. Porque ésta es otra característica: el hombre nuevo es rabiosamente proyanqui. Los sandinistas se pasaron años bramando contra el embargo norteamericano, implorándole al enemigo que comerciara con él, es decir que dejara de ignorarlo como interlocutor económico. Fidel Castro tiene la nordomanía de que habló Rodó en el Ariel. Sólo quiere dinero de Estados Unidos. La sociedad nueva es coquera: le encanta el negocio de la coca, ya sea en los aeropuertos tolerantes de la Cuba-castrista-socia-del-cártel-de-Medellín, ya sea en las marañas del Alto Huallaga peruano. El hombre nuevo es, pues, el sueño de toda suegra: enfermizo, deicida, fugitivo, proyanqui y coquero.
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:22 pm

CAPITULO VII: CREAR DOS, TRES, CIEN VIETNAM CONT...

Resulta que el idiota también es solemne. Le falta humor. La revolución es una de las gestas más seríotas de la historia republicana americana. Ni ríe ni sonríe. El revolucionario (o su compañero de ruta) se toman en serio a sí mismos y se niegan el más leve gesto de humor, como si ello fuera un gesto de debilidad que el enemigo aprovecharía para derrotarlos.

A pesar de las características que ha impreso la revolución en el hombre nuevo, el espécimen criado en la revolución no es esencialmente distinto del otro. Los impulsos que lo animan son los mismos; libertad y progreso. La revolución ha destruido a las sociedades y les ha quitado la ilusión de la vida, sumiéndolas en el nihilismo, pero no ha logrado cambiar la naturaleza humana. El hombre nuevo que emigra y se instala en otra sociedad acaba funcionando dentro de ella, a pesar de su poca experiencia y de tener la cabeza lavada por la propaganda, con las mismas virtudes que cualquier otra persona que intenta abrirse paso, a base de trabajo, dentro de una sociedad que permite al individuo alguna soberanía sobre sí mismo. Una sociedad nueva a la que súbitamente despojaran del liderazgo revolucionario no necesariamente se organizaría en base a la libertad y la democracia. La falta de cultura libertaria probablemente haría que surja alguna nueva forma de autoritarismo. Pero si ese mismo hombre nuevo es trasladado a un habitat más libre, inmediatamente —como lo demuestra sin excepciones toda experiencia migratoria latinoamericana— es capaz de acoplarse al sistema, pues en esencia lo que quiere es satisfacer unas necesidades —físicas pero también espirituales— que no son distintas de las de cualquier otro ser humano. Lo que el hombre nuevo ha perdido en cultura democrática no lo ha perdido en naturaleza humana.

En un proceso de lucha armada, todo aquel que se oponga a la revolución debe ser considerado objetivo militar.
El idiota tiene complejo de burócrata. Se nota en su lenguaje, cargado de términos como «proceso» y de eufemismos que intentan cubrir las más feroces decisiones o políticas con el más normal y hasta neutral de los lenguajes. Así, matar a alguien es cumplir un «objetivo militar». Degollar a un alcalde de un miserable pueblo de la serranía peruana, como ha hecho Sendero Luminoso sistemáticamente desde que en 1980 emprendió su cruzada de sangre contra los peruanos, es «ajusticiarlo». Curiosa constatación: la vocación metafórica del lenguaje revolucionario va paralela al más gris, cuadriculado, ministerial de los idiomas, lo que no es de extrañar, pues la organización semicastrense de la lucha armada se parece mucho al enemigo al que el revolucionario supuestamente combate, que es el estamento militar. Enemigo hasta la eternidad del soldado, el revolucionario es su deudor para todo lo que significa la terminología revolucionaria. El idiota latinoamericano ha aprendido del militar a confinar las fronteras de la existencia humana dentro de un tablero de ajedrez, geometría sin imaginación donde las haya, hecha de cuadrados idénticos, fiel reflejo de una mentalidad también cuadrada y repetitiva dentro de la cual la vida está encerrada en un puñado de fórmulas simples.

El campesino al que le roban las vacas, el familiar del po_ licía que muere asesinado, el empresario cuya fábrica queda sin energía por la voladura de la torre eléctrica, la hija del alcalde «ajusticiado», no tienen derecho a enfadarse por sus propias tragedias personales. Si después de perder familiares y ver sus negocios arruinarse siente la menor turbación moral ante la justa causa revolucionaria que se llevó de encuentro a sus seres queridos y el resultado de muchos años de trabajo, no hay duda: la revolución debe cortarles la cabeza. La revolución exige la práctica del masoquismo: hay que gozar con la tragedia, y mientras más personal, más excitante. Hay que beber champagne —o lo que esté a la mano— cada vez que a uno le degüellen a un hijo y hay que llenar el firmamento de fuegos artificiales cada vez que a uno le roben el ganado. En la revolución, la satisfacción es obligatoria, la felicidad un decreto. Expresar reservas frente a las políticas revolucionarias —o, si se trata del período previo a la toma del poder, las acciones revolucionarias— es cometer un delito de lesa revolución el más grave de los crímenes. El maxi-malismo de la lucha armada prefigura lo que vendrá una vez tomado el poder: la obliteración de toda forma de descontento con la propia revolución. La revolución es partidaria de una sociedad de hombres aquiescentes. El idiota infla los pulmones y su garganta lanza la más filosófica de las sentencias revolucionarias: ¡Vivan los zombies! Esto, claro, tiene su lado sombrío: la violencia. El Perú, por ejemplo, ha visto cómo la lucha armada declarada por los revolucionarios de Sendero Luminoso en 1980, con el beneplácito de los idiotas europeos y norteamericanos (la especie, como se ve, es transatlántica), totaliza ya treinta mil muertos. No todos son obra de Sendero. Muchos son obra de la contrainsurgencia, esa plaga que acompaña como su sombra a toda insurrección. Hay, además, el daño material, esa otra forma de muerte para la sociedad. En el Perú, por ejemplo, este daño contabiliza unos treinta mil millones de dólares a lo largo de quince años, cifra considerablemente superior a toda la deuda externa del país y a todas las inversiones extranjeras hechas en el perú desde 1980. La reducción del país entero a cenizas sería la gloria del revolucionario. Eso le permitiría empezar de nuevo, jugar el papel adánico que tanto le exige su ideología. El idiota expresa de esta forma hondos resentimientos sociales, frustraciones genealógicas y familiares, rencores raciales y otras formas de frustración que le dictan la conducta a la hora de pontificar en política. La revolución es, para un buen número de idiotas latinoamericanos, la expresión de una revancha (no siempre está claro contra qué ni contra quién), la vía perfecta para canalizar todas esas fuerzas psicológicas que vienen de su condición y su situación enfrentada al medio ambiente inmediato. Su condición y su medio ambiente pueden ser los de una clase media venida a menos, una clase intelectual con pocas posibilidades de éxito, un grupo de parásitos de alguna subvención, una zona gris a caballo entre el campesino y la urbe de provincias, una casta proletaria con aspiraciones de acceder a la siguiente, una universidad. Destruir, matar, hacer daño, son formas de revivir, de realizarse. Claro, hay veces que el idiota se ilusiona y hasta se emociona. Hay algunos de buenos sentimientos. Pero es probable que la mayoría sean seres aquejados por profundas envidias a las que dan rienda suelta defendiendo la tabla rasa.

Crear dos, tres... cien Vietnam.

El pobre Che Guevara no sospechó lo irónica que sonaría su frase en la década de los noventa. Convertir América Latina en un Vietnam sería llevarla velozmente hacia el capitalismo, tales son los méritos que ha hecho Hanoi para conseguir lo que por fin logró en 1994: el levantamiento del embargo norteamericano. Bajo una dictadura que cada vez va siendo menos comunista y más militar, el régimen ha abierto las compuertas del país al capitalismo occidental y los estragos que ha hecho la Coca-Cola son bastante más significativos que los que hizo en su momento la insurrección de los comunistas del vietcong apoyados por el ejército del Norte. Nadie ha obligado a Vietnam a semejante política. Desde que en 1973 Estados Unidos aceptó el cese el fuego y empezó la caída de Saigón, que se materializaría sólo un par de años después, Vietnam es libre de hacer lo que quiera, sin ninguna presión foránea que no haya sido la de un vecino comunista, la China. Es más: es el propio Vietnam el que se ha dedicado a hostigar a otros países, como lo demuestra su captura de Camboya, invasión que tuvo la virtud de acabar con el régimen de Pol Pot pero que ciertamente no fue perpetrada en nombre de la paz, la civilización y la democracia. Sólito, llevado a ello por la fuerza de la actualidad y de su propio fracaso, Vietnam navega hacia el capitalismo (siguiendo la moda, hacia un capitalismo autoritario estilo Lee Kuang Yew). No lo lleva por ese rumbo nadie distinto de quien gobernaba cuando los idiotas de América Latina coreaban sin cesar la voz de «crear dos, tres, cien Vietnam»: el Partido Comunista. Lo que significa una de dos cosas: o el subconsciente del idiota encerraba una inconfesa vocación capitalista o el idiota era de una supina incapacidad de anticipación del futuro, convencido de que el éxito del socialismo haría de esta opción una realidad universal, incluyendo a América Latina.

La consigna vietnamizante ha sido, en realidad, una forma más de antiyanquismo. Pero Vietnam, algunas décadas después, ha dado la razón a Washington y se la ha quitado a los herederos de Ho Chi Min. Pocas frases como la que preside este capítulo expresan tan bien el gran fracaso latinoamericano. Muchos idiotas no podían situar el sudeste asiático en un mapa, pero la obsesión antinorteamericana convertía a Hanoi en la meca de nuestras aspiraciones latinoamericanas. Había que infligir, como fuera, un severo castigo, una humillación histórica, al vecino del norte para vengar... ¿sus intervenciones militares, a lo largo de mucho tiempo, en Nicaragua, República Dominicana, Guatemala, México, Haití, Honduras, Cuba e, indirectamente, El Salvador? No. Más bien, su éxito y su condición de primera potencia mundial.
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:24 pm

CAPITULO VIII: CUBA: UN VIEJO AMOR NI SE OLVIDA NI SE DEJA

«Sólo se salvarán los que sepan nadar.» Frase memorable de Cataneo, cantante del Trío Taicuba, la mañana del 8 de enero de 1959, cuando Fidel Castro entraba en La Habana. Desde entonces se le conoce como El Profeta.

La relación sentimental más íntima y duradera del idiota latinoamericano es con la revolución cubana. Es un viejo amor que ni se olvida ni se deja. Un amor antiguo y profundo que viene desde el fondo de los tiempos. Concretamente, desde 1959, cuando un torrente de barbudos, en cuya cresta flotaba Fidel Castro, descendió desde las montañas cubanas sobre La Habana.

Aquel espectáculo tenía una gran fuerza plástica. Eran las primeras barbas y melenas que se veían en el siglo XX. Luego vinieron los Beatles y los hippies. Y era la primera vez que una revolución derrocaba a un régimen dictatorial sin contar con el respaldo del ejército. Hasta ese momento primaba la convicción de que las revoluciones siempre eran posibles con el ejército, algunas veces sin el ejército, pero nunca contra el ejército. Fidel Castro demostró que esa aseveración era falsa.

No obstante, hay que empezar por señalar que el 99% de los latinoamericanos, incluidos los propios cubanos, fueron un poco idiotas al enjuiciar el proceso histórico que se cernía sobre la Isla a partir de aquel primero de año de hace pronto cuatro décadas. ¿Quién, en los primeros tiempos, no fue fide-lista? ¿Cómo no simpatizar con aquel grupo de jubilosos combatientes que iban a implantar la justicia y el progreso en la tierra de Martí? ¿Cómo no vibrar de entusiasmo ante unos muchachos que habían conseguido la proeza de derrocar a un dictador militar respaldado por su ejército y por Washington?

Sólo que de aquel planteamiento simplón, teñido, a partes iguales, de buena voluntad y de imprudencia, comenzaron en seguida a desprenderse innumerables falsedades que luego acabaron por convertirse en lugares comunes mecánicamente propalados por el idiota latinoamericano sin otro objeto que buscar coartadas para pedir o justificar la adhesión a una dictadura a todas luces inaceptable. Vale la pena examinar una a una las falacias más frecuentemente repetidas a lo largo de todos estos fatigosos años de «oprobio y bobería», como dijera Borges del primer peronismo, otra locura latinoamericana que bien baila. Comencemos, pues, a desmontar ese penoso andamiaje retórico.
Antes de la revolución, Cuba era un país atrasado y corrupto al que el castrismo salvó de la miseria. Fueron la pobreza y la inconformidad social de los cubanos lo que provocó la revolución.

No hay duda de que en el orden político, los cubanos padecían una dictadura corrupta repudiada por la mayor parte de la población. Tras casi 12 años de gobiernos democráticos basados en la Constitución de 1940, el 10 de marzo de 1952 el general Fulgencio Batista dio un golpe militar y derrocó al presidente legítimo, Carlos Prío Socarras, limpiamente electo en las urnas.

El gobierno surgido de ese acto criminal, abrumadoramen-te rechazado por los cubanos, duró, como se sabe, siete años, hasta la madrugada del 1 de enero de 1959. Sin embargo, la revolución que lo derrocó no se hizo para implantar un régimen comunista, sino para devolverle al país las libertades conculcadas siete años antes por Batista. Eso está en todos los papeles y manifiestos de las organizaciones —incluida la de Castro— que contribuyeron al fin de la dictadura. Salvo el casi insignificante Partido Comunista —llamado en Cuba Partido Socialista Popular—, ningún grupo político proponía nada que no fuera la restauración de la democracia en los términos convencionales de Occidente.
Lo cierto es que en la década de los cincuenta en el orden económico la situación de Cuba era mucho más halagüeña que la de la mayor parte de los países de América Latina. Entre 1902 y 1928, y luego entre 1940 y 1958, el país había vivido largos períodos de expansión económica y se situaba junto a Argentina, Chile, Uruguay y Puerto Rico entre los más desarrollados de América Latina. El Atlas de Economía Mundial de Ginsburg, publicado a fines de la década de los cincuenta, colocaba a Cuba en el lugar 22 entre las 122 naciones escrutadas. Y según el economista, H. T. Oshima, de la Universidad de Stanford, en 1953 el per cápita de los cubanos era semejante al de Italia, aunque las oportunidades personales parecían ser más generosas en la isla del Caribe que en la península europea. ¿Cómo demostrarlo? Prueba al canto: en 1959, cuando despunta la revolución, en la embajada cubana en Roma había doce mil solicitudes de otros tantos italianos deseosos de instalarse en Cuba. No se sabe, sin embargo, de cubanos que quisieran hacer el viaje en sentido inverso. Y este dato es muy de tomar en cuenta, pues no hay información que revele con mayor exactitud el índice de esperanza y de probabilidades de éxito en una sociedad que el sentido de las migraciones. Si doce mil obreros y campesinos italianos querían ir a Cuba a arraigar en la isla —como otros millares de asturianos, gallegos y canarios que deseaban hacer lo mismo— es porque en el país escogido como destino las posibilidades de desarrollo eran muy altas. Hoy, en cambio, son millones los cubanos que desearían trasladarse a Italia de forma permanente.

Por otra parte, en el orden social el cuadro tampoco era negativo. Un 80% —altísimo en la época— de la población estaba alfabetizada y los índices sanitarios eran de nación desarrollada. En 1953 —de acuerdo con el Atlas de Ginsburg— países como Holanda, Francia, Reino Unido y Finlandia contaban proporcionalmente con menos médicos y dentistas que Cuba, circunstancia que en gran medida explica la alta longevidad de los cubanos de entonces y el bajísimo promedio de niños muertos durante el parto o los primeros treinta días.

Un último y estremecedor dato, capaz de explicar por sí solo muchas cosas: a precios y valores de 1994, la capacidad de importación per cápita de los cubanos en 1958 era un 66% más elevada que la de hoy. Eso, en un país de economía abierta que importa el 50% de los alimentos que consume, demuestra la torpeza infinita del régimen de Castro para producir bienes y servicios o —por la otra punta— el gran dinamismo de la sociedad cubana precastrista.

Cuba era el burdel del Caribe, y en especial de los norteamericanos. La Isla estaba en manos de los gángsters de Chicago y Las Vegas.
En realidad Cuba no era un garito. Eso es falso. En La Habana había una docena de casinos, en los que ciertamente no faltaba la incómoda presencia de la mafia americana, pero ése era un fenómeno de mínimo alcance sobre la sociedad cubana, perfectamente erradicable, como logró hacerlo, en su momento, por ejemplo, la vecina isla de Puerto Rico. En torno a los casinos —tampoco es falso— había gángsters, entre otras cosas, porque no es un negocio que suele animar a los padres dominicos, pero hubiera bastado la acción judicial de un gobierno decente para ponerlos en fuga.

La prostitución era otro mito. El país tenía un bajísimo índice de enfermedades venéreas, estadística que demuestra que no era un lupanar de nadie. Sin embargo, La Habana, como gran capital, y como viejo y activo puerto de mar, tenía una zona de tolerancia parecida a la que puede verse en Barcelona o en Ñapóles.

El turismo americano, además, solía ser familiar, mientras la prostitución, en cambio, se ejercía esencialmente, por y para los cubanos, algo no muy diferente de lo que sucede en cualquier ciudad iberoamericana de mediano o gran tamaño.

Curiosamente, como reiteran corresponsales y viajeros, es hoy cuando Cuba se ha convertido en un gran prostíbulo para extranjeros que participan —-como ocurre en Tailandia— del turismo sexual, aprovechándose de las infinitas penurias económicas del país. Y es fácil de enmendar: antes de la revolución el peso y el dólar tenían un valor equivalente, y eran libremente intercambiables, lo que permitía que las prostitutas no tuvieran que preferir al cliente extranjero, extremo que debe tranquilizar a todo aquel que manifieste alguna expresión de nacionalismo genital. Si alguna vez en su trágica historia Cuba ha sido un burdel para los extranjeros, esa fatídica circunstancia hay que apuntársela al castrismo. Antes, sencillamente, no era ése el panorama.

No obstante todos los inconvenientes, la revolución les ha concedido a los cubanos un especial sentido de la dignidad personal.
Es duro de creer que los cubanos disfrutan hoy de una elevada cuota de dignidad personal. Es difícil pensar que quienes, en su propia tierra, no pueden entrar a los hoteles o a los cabarets a menos de que dispongan de dólares, puedan sentirse dignos y orgullosos de su gobierno. Y es también extraña la cuota de dignidad que le corresponde a una persona a la que no se le permite leer los libros que quiere, defender las ideas que desee o simplemente decir en voz alta las cosas en las que piensa. Si dignidad se define como ese sentimiento de gratificante paz interior que se disfruta porque se vive de acuerdo con los ideales propios, es probable que no haya en América seres más indignos que los pobres cubanos, obligados por su gobierno a repetir consignas en las que no creen, a aplaudir a líderes que detestan, a cobrar sus salarios en moneda que nada vale y a vivir día tras día lo que en la Isla llaman la doble moral, o la moral de la yagruma, planta que se caracteriza por parir hojas que tienen dos caras totalmente distintas.

La revolución ha sido imprescindible porque Estados Unidos controlaba la economía del país.
En rigor, ése es otro mito muy arraigado en la conciencia del idiota latinoamericano. La presencia del capital norteamericano en la Isla se concentraba en azúcar, minas, comunicaciones y finanzas, y en todos esos campos la tendencia de las últimas décadas era al creciente dominio de los empresarios nacionales. En 1935, de 161 centrales azucareras sólo 50 eran de propiedad cubana. En 1958, 121 ya estaban en poder de los criollos. En ese mismo año apenas el 14% del capital (y con síntomas de reducirse paulatinamente) estaba en manos norteamericanas. En 1939 los bancos cubanos sólo manejaban el 23% de los depósitos privados. En 1958 ese porcentaje había aumentado al 61.

Lo que caracterizaba a la economía cubana, al contrario de lo que difunde el incansable idiota latinoamericano, es que el empresariado cubano era muy hábil y enérgico, algo que pudo comprobarse muy fácilmente cuando salió al exilio. Curiosamente, las cuarenta mil empresas creadas por los cubanos en Estados Unidos tienen hoy un valor unas cuantas veces mayor que la suma de todas las inversiones norteamericanas realizadas en Cuba antes de 1959. Y una sola compañía, la Bacardí, en 1994 pagó en impuestos al Estado de Puerto Rico más que todo el valor de la producción de níquel cubano a precios internacionales en ese mismo año (ciento cincuenta millones de dólares).
La culpa de que la revolución tomara el camino del comunismo y el apoyo a Moscú, la tuvo Estados Unidos con su oposición a Castro desde el inicio mismo del proceso.

En este caso el idiota latinoamericano es minuciosamente inexacto. Lo cierto es que Estados Unidos se despegó de Batista bastantes meses antes de su caída, decretó un embargo a la venta de armas, y le pidió al dictador que buscara una solución política a la guerra civil que desgarraba al país.

Incluso, es probable que la decisión de Batista de huir precipitadamente hacia la República Dominicana la noche del 31 de diciembre de 1958 se haya debido a que percibía «que los norteamericanos habían cambiado de bando». En todo caso, lo cierto es que en 1959 Estados Unidos mandó a La Habana al embajador Philip Bonsal con el propósito de establecer las mejores relaciones posibles con el nuevo gobierno revolucionario.

No se pudo. Y no se pudo por algo que, muchos años después, Fidel Castro explicó con toda claridad ante las cámaras de la televisión española: porque desde su época de estudiante él era un marxista-leninista convencido, y si no lo había dicho durante el período de la lucha armada, fue para no asustar a los cubanos. Castro, en suma, buscó la alianza con Moscú de una manera deliberada, y desde el primer momento (y lo cuenta muy bien Tad Szulc en su libro Fidel Castro: A Critical Portrait) se propuso instaurar el comunismo en Cuba. Los gringos reaccionaron frente al comunismo de Castro, no lo indujeron. Ésa es la verdad histórica.

Pero si no se quiere tomar en cuenta el testimonio del propio Castro, al menos no es posible ignorar lo que sucede en nuestros días: ya no existe el bloque comunista en Europa; no hay, realmente, una amenaza militar por parte de Estados Unidos hacia Cuba, y Castro, tercamente, continúa repitiendo una y otra vez la expresión de «socialismo o muerte», negándose a cambiar los fundamentos del sistema. Evidentemente, si alguna vez ha habido un comunista convencido hasta el suicidio, ese caballero es Fidel Castro. ¿Cómo seguir diciendo que en 1959 Estados Unidos lo empujó al comunismo, si hoy el mundo entero, cuando el marxismo ni siquiera es una opción viable, no consigue empujarlo fuera del comunismo?


Última edición por El Compañero el Miér Jul 30, 2008 5:30 pm, editado 2 veces
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