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TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL

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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:28 pm

CAPITULO VIII: CUBA UN VIEJO AMOR QUE NI SE OLVIDA NI SE DEJA CONT...

El bloqueo norteamericano contra Cuba es un acto criminal que explica los desastres económicos del régimen y las penurias del pueblo cubano. Este es el Principal Postulado Focopapagayologico.

En primer lugar, no hay bloqueo alguno. Existe, sí, una prohibición que impide a las empresas de Estados Unidos comerciar con Cuba y a los ciudadanos norteamericanos gastar dólares en la Isla. A esa prohibición en el argot político se le llama embargo, y tuvo su origen cuando se produjeron las confiscaciones de las propiedades norteamericanas en Cuba a principios de la década de los sesenta. En aquel entonces las propiedades fueron confiscadas sin compensación y el gobierno norteamericano reaccionó decretando, primero, la renuncia a la compra del azúcar cubano, y luego prohibiendo a sus compañías comerciar con la isla caribeña. Más adelante se añadieron otras restricciones menos importantes, como la de prohibir tocar puerto norteamericano durante seis meses a cualquier barco que antes haya atracado en puerto cubano.

No obstante, el dichoso embargo —esa prohibición de venderle o comprarle al gobierno cubano— tiene un efecto muy limitado. Cualquiera que visite una diplotienda —establecimientos en los que se compra en dólares en Cuba— puede comprobar cómo no faltan los productos norteamericanos, desde Coca-Colas hasta IBMs, dado que es muy fácil para los exportadores situados en Canadá, Panamá o Venezuela comprar localmente esas mercancías y luego exportarlas a Cuba. Pero, además, no existe prácticamente ningún producto que Cuba necesite que no pueda comprar en Japón, Europa, Corea, China o América Latina. Y tampoco existe ningún producto cubano que tenga caíidad y buen precio —azúcar, níquel, camarones y otras minucias— que no encuentre mercado en el exterior. El problema, sencillamente, es que Cuba produce muy poco, porque el régimen es endiabladamente ineficaz, y el país carece, por lo tanto, de productos para vender, o de divisas para comprar.

Tampoco es cierto que la presión norteamericana haya impedido que la Isla tenga acceso a créditos para negociar con otras naciones. Si Cuba les debe a los países de Occidente diez mil millones de dólares, es porque en su momento se le dio crédito. Argentina y España, por ejemplo, le dieron crédito por más de mil millones de dólares que no han conseguido recuperar. Francia y Japón perdieron otras buenas sumas en el intento.

Cuba —en definitiva— no paga su deuda externa desde 1986 (tres años antes de la desaparición del bloque soviético y cuando todavía recibía un enorme subsidio de más de cinco mil millones de dólares al año). Obviamente, sí la Isla no tiene recursos, se empeña en un sistema de producción legendariamente torpe, no paga sus deudas, e incluso acusa a los prestamistas de extorsión, mientras trata de coordinar a los deudores para que ninguno cumpla sus obligaciones —empeño al que Castro le dedicó mucho tiempo y recursos en la década de los ochenta—, es natural que no le extiendan nuevos créditos o préstamos.

El embargo norteamericano es el responsable de que Castro no cambie su forma de gobernar. Si hay relaciones con Vietnam ¿qué sentido tiene mantener el embargo contra Castro?

Naturalmente, el embargo también tenía una dimensión política al margen de la respuesta a las confiscaciones de los sesenta. En medio de la guerra fría Cuba se había convertido en un portaaviones de los soviéticos anclado a noventa millas de Estados Unidos, apadrinaba a todas las organizaciones subversivas del planeta, lanzaba sus ejércitos a las guerras africanas, y resultaba predecible que Estados Unidos respondiera con alguna medida hostil o que intentara acrecentar el costo que significaba para los soviéticos mantener un peón tan útil y peligroso en el corazón de América.

Esa etapa, es cierto, ha pasado (circunstancia que Castro no deja de lamentar), pero el embargo se mantiene, ¿por qué? El embargo no se elimina porque la comunidad cubano-americana (dos millones de personas si sumamos exiliados y descendientes) no lo desea, y ninguno de los dos grandes partidos ■—ni demócratas ni republicanos— está dispuesto por ahora a sacrificar el voto cubano.

En estas casi cuatro décadas el problema cubano dejó de ser un conflicto de la política exterior norteamericana para adquirir una dimensión doméstica, algo parecido a lo que sucedió con Israel y la población judío-americana. Sencillamente, el embargo es la política que está, desde la época de Ei-senhower y Kennedy, y los dirigentes de la Casa Blanca o del Capitolio ven más riesgos en modificar esa estrategia que en mantenerla.

Sin embargo, aunque el idiota latinoamericano no quiera admitirlo, quien tiene en sus manos la posibilidad de hacer levantar el embargo es el propio Castro. La llamada Ley To-rricelli de 1992, que de alguna manera regula la vigencia de estas sanciones, deja abierta la puerta de un progresivo des-mantelamiento del embargo a cambio de medidas que tiendan a la liberalización económica y a la apertura política. Si Castro entrara por el aro de la democracia, como ocurrió con Sudáfrica, se acababa el embargo.

Si en Cuba hay hambre se debe, en esencia, a las presiones norteamericanas.
Antes de 1959 la ingestión de calorías en Cuba, de acuerdo con el citado libro de Ginsburg, sobrepasaba en un 10% los límites mínimos que marcaba la FAO; 2.500 calorías per cá-pita al día. Y es natural que así fuese: Cuba posee buenas tierras, el 80% del territorio es cultivable, el régimen de lluvias es abundante y la productividad del campo había aumentado tanto que, antes de la revolución, el porcentaje de cubanos dedicados a la industria, el comercio y los servicios, cuando se contrastaba con el del que trabajaba la tierra, era más alto que en Europa del Este.

Lo asombroso es que, con estas condiciones naturales, y con una población educada, en Cuba se produzcan hambrunas que afecten a miles de personas hasta el punto de provocar enfermedades carenciales que las dejan ciegas, inválidas o con permanentes dolores en las extremidades.

A la ineficiencia inherente al sistema comunista para producir bienes y servicios, en el caso cubano debe añadírsele el hecho de que el gobierno de Castro pudo permitirse el lujo de ser aún más ineficiente dado el monto asombroso del subsidio soviético: una cantidad tan grande que la historiadora Irina Zorina, de la Academia de Ciencias de Rusia, ha llegado a cuantificar en más de cien mil millones de dólares. Es decir, cuatro veces lo que fue el Plan Marshall para toda Europa, y más de tres veces la suma dedicada por Washington a la Alianza para el Progreso para toda América Latina. Y esa monstruosa cantidad fue volcada sobre una sociedad que en 1959 contaba con seis millones y medio de habitantes, y 33 años más tarde apenas alcanza los once.

Naturalmente, en 1992, cuando ese subsidio desapareció, se produjo una brutal contracción de la economía, la Isla perdió el 50% de su capacidad productiva, y tuvo que dejar sin funcionamiento el 80% de su industria. En la combinación entre la ineficiencia del sistema y el fin del subsidio es donde se encuentra la quiebra económica del castrismo. Culpar al embargo norteamericano de ese descalabro económico es faltar a la verdad y a las pruebas que aporta la más evidente realidad.
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Última edición por El Compañero el Jue Jul 31, 2008 10:42 am, editado 2 veces
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Mensaje por El Compañero Miér Jul 30, 2008 5:32 pm

CAPITULO VIII: CUBA UN VIEJO AMOR QUE NI SE OLVIDA NI SE DEJA CONT...

La revolución cubana podrá tildarse de ineficiente o de cruel, pero ha resuelto los dos más acuciantes problemas de América Latina: la educación y la salud pública, mientras ha convertido la Isla en una potencia deportiva.

Ese versículo, ese mantra es uno de los más recitados por el idiota latinoamericano. Analicémoslo.

No hay que negar que el gobierno cubano ha hecho un esfuerzo serio por expandir la educación, la sanidad y los deportes. Es decir, por brindarle a la sociedad tres servicios, de los cuales, por lo menos dos —educación y salud—, son importantes. Sólo que cualquier persona instruida sabe que los servicios hay que pagarlos con producción propia o ajena. Y como Cuba producía muy poco, los pagaba con la producción ajena que llegaba a la Isla en forma de subsidios. Claro, una vez que terminó el descomunal aporte del exterior, tanto las escuelas como los hospitales se hicieron absolutamente in-costeables para la empobrecida sociedad cubana.

Hoy tenemos en la Isla escuelas sin libros, sin lápices, sin papeles, a las que los estudiantes y los profesores muchas veces no pueden llegar por falta de transporte; tenemos edificios a punto, en muchos casos, de colapsar por falta de mantenimiento, y en los que, además, se imparte una enseñanza sectaria y dogmática, muy lejos de cualquier cosa que se parezca a una buena pedagogía.
De los hospitales puede decirse otro tanto: cascarones vacíos en los que no hay anestesia, ni hilo de sutura, a veces ni siquiera aspirinas, y a los que los enfermos tienen que llevar sus propias sábanas porque, o no las tiene la institución, o carece de detergente para lavar las que posee.

Es importante que el idiota latinoamericano, ese ser cabeciduro al que con cierta ternura va dirigido este libro, se dé cuenta de que lo que a él le parece una proeza de la revolución no es más que una disparatada y arbitraria asignación de recursos. Cuba, por ejemplo, tiene un médico por cada 220 personas. Dinamarca tiene un médico por cada 450. ¿Quiere esto decir que los daneses deben hacer una revolución para duplicar su número de médicos, o será que Cuba, irresponsablemente, ha gastado cientos de millones de dólares en educar médicos perfectamente prescindibles si se contara con una forma racional de organizar los servicios hospitalarios?

Cualquier gobierno que emplee alocadamente los recursos de la sociedad en una sola dirección puede lograr una aparente y limitadísima hazaña, pero esto siempre lo hará en detrimento de los otros sectores que necesariamente deja al margen de los esfuerzos desarrollistas.
Es obvio: toda sociedad sana debe emplear sus recursos armónicamente para no provocar terribles distorsiones. Si Paraguay, por ejemplo, dedicara todo su esfuerzo a conver-
tirse en una potencia espacial, es posible que al cabo de 15 años consiguiera colocar en órbita a un azorado señor de Asunción, mas en el camino, insensatamente, habría empobrecido al resto de la nación. A esas hazañas —típicas de la revolución cubana— algunos expertos les han puesto el nombre de «faraonismo».

Pero si absurdo resulta juzgar cuanto sucede en Cuba por la extensión del sistema educativo o de la salud pública, más loco aún es basar ese juicio en el tema de la «potencia deportiva». Es verdad que en las Olimpíadas Cuba gana más medallas de oro que Francia. Pero lo único que ese dato revela es que la pobre isla del Caribe emplea sus poquísimos recursos de la manera más estúpida que nadie pueda concebir. ¿Cuánto cuesta que el equipo de baloncesto cubano derrote al de Italia? ¿Cuánto dinero se emplea en darle a Castro la satisfacción de que sus atletas, como quien posee una cuadra de caballos, ganen muchas competiciones? Volvemos al mismo razonamiento: todas las expresiones económicas de una sociedad deben moverse dentro de la misma magnitud para que el resultado posea una mínima coherencia. Es comprensible el orgullo primario que sienten los pueblos cuando triunfan los atletas de la tribu, pero cuando artificialmente se potencia ese fenómeno no estamos presenciando una proeza, sino un disparate: una asignación de recursos absolutamente enloquecida.

Una última y quizás importante reflexión: la Alemania «democrática» ganaba más medallas que la «federal». ¿Quería eso decir que el modelo comunista superaba al occidental? Por supuesto que no. Es una perversidad juzgar un modelo político o un sistema por un aspecto parcial arbitrariamente seleccionado. Los racistas de Sudáfrica justificaban su dictadura alegando que los negros de ese país eran los mejor educados y alimentados del continente negro. Franco, en España, pedía que se juzgara a su régimen por ciertos datos estadísticos favorables. Algo parecido a lo que hace el idiota latinoamericano con relación a Cuba.

Dígase lo que se diga Cuba está mejor que Haití y que otros m blos del Tercer Mundo.
Por supuesto que Cuba «está mejor que Haití» o que Bangladesh, pero a Cuba hay que compararla con los países con los que tenía el mismo nivel de desarrollo y progreso en la década de los cincuenta; por ejemplo, Argentina, Uruguay, Chile, Puerto Rico, Costa Rica o España. Treinta y siete años después de iniciada la revolución, Cuba está infinitamente peor que cualquier de esos países, y lo razonable es juzgar a la Isla por el pelotón en el que se desplazaba antes de comenzar la revolución, y no por el país más atrasado del continente.
Una curiosa comparación es la que pudiera establecerse con Puerto Rico, dado que esta isla también recibía (y recibe) miles de millones de dólares en subsidios norteamericanos. Pero mientras el subsidio ruso contribuyó a crear una fatal dependencia en Cuba, atrasando en términos reales al país de una manera espectacular, en Puerto Rico sucedió lo contrario. Cuba, con once millones de habitantes, en 1995 exportó mil seiscientos millones de dólares mientras Puerto Rico, con sólo tres millones y medio de habitantes, exportó más de veinte mil millones de dólares. Y mientras Cuba padece las consecuencias de tener una economía azucarera que hoy produce lo mismo que producía hace 65 años, Puerto Rico dejó de ser un país agrícola exportador de azúcar, y se convirtió en una sociedad altamente industrializada, en la que se han instalado más de tres mil empresas norteamericanas poseedoras de un alto nivel de desarrollo tecnológico. En 1959, cuando comienza la revolución, los dos países tenían aproximadamente los mismos ingresos per cápita. Treinta y siete años más tarde los puertorriqueños tienen diez veces el per cápita de los cubanos.

Otro país comparable sería Costa Rica. Cuando comenzó la revolución Cuba poseía un nivel de desarrollo económico bastante más alto que el de Costa Rica, aunque los índices de bienestar social eran comparables. Casi cuatro décadas más tarde, los ticos, sin revoluciones, sin fusilamientos, sin exilados, han conseguido educar a toda la población, la salud ública cubre prácticamente todo el país, y con sólo tres millones de habitantes exporta un 20% más de lo que exporta Cuba.

Los norteamericanos no le dejan a Castro ninguna salida. Son ellos los responsables de la decisión tomada por el gobierno cubano de no modificar el modelo político.

No son los norteamericanos los que no le dejan una salida a Castro, sino es el propio Castro quien no quiere salir del palacio de gobierno. Es el viejo caudillo el que no está dispuesto a aceptar un cambio en el que la sociedad pueda elegir otros gobernantes u otro modelo de Estado. Y no se trata, naturalmente, de confusión o perplejidad. El camino de la transformación política es bastante sencillo: decretar una amnistía, permitir la creación de partidos políticos diferentes al comunista y comenzar a establecer las reglas de juego para una contienda electoral pluripartidista. En cierta manera eso mismo fue lo que sucedió en Portugal, España, Hungría, Checoslovaquia, Polonia y otra media docena de países que han abandonado la dictadura. Pero Castro tendría que admitir la posibilidad de perder el poder y pasar a la oposición. Mas si él no quiere adoptar este camino no es por culpa de los norteamericanos, sino de su propio apego al trono. Lo cierto es que, a lo largo de los años, la oposición más solvente dentro y fuera del país se ha mostrado dispuesta a participar en el cambio pacífico, y es Castro, y no Estados Unidos, quien se niega a ello.

Castro no ha caído, en último análisis, porque es un líder carismático querido por su pueblo.

Cuántas personas apoyan a Castro y cuántas lo rechazan dentro de Cuba es algo que sólo se podrá precisar cuando haya opciones múltiples y los cubanos puedan votar sin miedo.

Sin embargo, es razonable pensar que el nivel de apoyo a Castro debe ser mucho más bajo del que quisiera el idiota latinoamericano. ¿Por qué va a amar a Castro una sociedad con hambre, a la que se le paga con una moneda inservible, a la que se obligó durante quince años a pelear en guerras africanas, y hoy se le martiriza con todo género de privaciones? Pensar que los cubanos apoyan a un régimen que genera este miserable modo de vida es suponer que la conducta política de ese pueblo es diferente a la del resto del planeta.

Si en cualquier latitud del mundo bastan la aparición de la inflación, o un alto nivel de desempleo, o la carestía de ciertos productos básicos, para que el apoyo electoral bascule en dirección contraria, suponer que los cubanos apoyan a su gobierno pese a vivir en una especie de infierno cotidiano, es —insistimos— pretender que los seres humanos nacidos en esa isla tienen un comportamiento diferente al del resto del género al que ellos pertenecen.

Por otra parte, el espectáculo (1980) de diez mil personas hacinadas en una embajada para salir de Cuba, o el de los treinta mil balseros que se lanzaron al mar en agosto de 1994, son síntomas suficientemente elocuentes como para demostrarles a los idiotas latinoamericanos que ese pueblo rechaza visceralmente al gobierno que padece. No podía ser de otra forma después de casi cuatro décadas de locura, opresión y arbitrariedad.
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Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:44 am

CAPITULO IX: EL FUSIL Y LA SOTANA

La teología de la liberación subraya el aspecto conflictual del proceso económico, social y político que opone a pueblos oprimidos a clases opresoras. Cuando la Iglesia rechaza la lucha de clases se sitúa como pieza del sistema dominante.

Esta declaración cuasi bélica es tan abierta que desarma. La Iglesia como soldado en la lucha de clases. Los representantes del Dios universal en la tierra toman partido por unos en contra de otros. Los agentes del Dios de la paz ululan en favor de la guerra. ¿Quiénes son estos extraños pastores de Marx? Son los herederos de un movimiento surgido a partir de unas reuniones de obispos en Roma —el famoso Concilio Vaticano II— que tenían la muy decorosa misión de poner a la Iglesia al día y devolver al cristianismo una cierta unidad, quebrada desde hace como mil años. Si los pobres Juan XXIII y Pablo VI hubieran sabido lo que, con el tiempo y torciéndole un poco el pescuezo al asunto, saldría de esa Babel eclesiástica, seguro que se habrían vuelto devotos de Krisna. Algunos obispos y teólogos se entusiasmaron más de la cuenta con la estupenda idea de que la Iglesia debe estar dedicada al servicio y no al poder —eso que llaman una teología como «signo de los tiempos», una Iglesia comprometida— y creyeron que había llegado la hora de dedicarse al socialismo con sotana. Varias órdenes oyeron el llamado, pero entre ellas destacó inmediatamente la de los jesuítas, la orden fundada por el prudente militar de Guipúzcoa que en 1521, tras caer herido, decidió que el sacerdocio era un destino más sensato que el castrense. Los progresistas empezaron a dominar la orden desde los tiempos mismos del Concilio II, inspirados por un teólogo, Karl Rahner, que se había convertido en una suerte de estrella en esa reunión y que a través de su discípulo, Johannes Baptist Metz, se dedicaba a enseñar que la teología no podía dejar de ser política.

Hasta aquí, fantástico. Los emisarios de Cristo quieren bajar del cielo a la tierra, meter las narices en el fango del hombre, echar una mano en este mundo donde hay muchos infelices que se pueden morir de hambre esperando la salvación. Es tonto rebatir la teología de ía liberación con el argumento de que la religión no debe mezclarse con la política. La religión tiene todo el derecho del mundo de mezclarse con la política, como lo tiene cualquier individuo, organización o institución. A nadie se le puede negar el derecho a prestar una contribución al quebradero de cabeza de cómo organizar una sociedad decente. Aunque el solo hecho de mezclar la vida del espíritu con la política convoca la sombra del oscurantismo inquisitorial y del Estado confesional, no podríamos, sin un grado de idiotez más allá del conveniente, negarle a un cura el mismo derecho que tiene un creyente laico a pensar que una determinada manera de organizar la sociedad resulta más provechosa que tal otra y, por tanto, a trabajar en favor de ella a través de la prédica y la educación.

El problema es otro: e] signo de ese compromiso. En el caso de la teología de la liberación, término que acuñó el peruano Gustavo Gutiérrez en 1971 (Teología de la liberación, perspectivas) y cuyos fundamentos siguen siendo motores de acción de muchísimos religiosos en América Latina por más que el propio Gutiérrez haya revisado algunos de ellos con los años, lo grave está en dos cosas. Primero, en que ese compromiso en la tierra es por el socialismo y su instrumento, la revolución. Luego, en que apunta a una suerte de fundamenta-lismo en la medida en que hace una lectura marxista, y da a la muy pedestre lucha a favor del socialismo el cariz exclu-yente e iluminado de vía hacia la salvación. De esto último —el socialismo como trampolín al cielo— hablaremos luego. De lo otro —el socialismo como tobogán hacia la tierra— lo haremos ahora.

Se trata de bajar a la Iglesia del elitismo nefelíbata hacia la telúrica realidad. Y caer con un evangelio rojo bajo el brazo. La observación brillante que hace esta Iglesia con pretensiones de regresar a la tierra es que aquí abajo el asunto dominante es la lucha de clases: un grupo mayoritario de desposeídos es explotado por un grupo minoritario de privilegiados, microcosmos de otra injusticia más amplia, la de los países ricos contra los países pobres. El contexto en que esta observación se hace es la de los años setenta, cuando la revolución estaba en su apogeo. Pero también es la que hacen los curas que ayudan a la guerrilla en la Colombia de los noventa, los que meten el hombro en favor de Marcos en el México del Tratado de Libre Comercio, los que denuncian al satán que hunde a los muchachos en el hambre de las favelas en Brasil y los que denuncian el diálogo de paz entre la URNG y el Gobierno de Guatemala en Centroamérica. Todos ellos quieren bronca. Por las buenas o por las malas, hay que empujar la dialéctica de Hegel y la aplicación de Marx por el ojo de la aguja contemporánea en América Latina. Lo que la teología «progre» llama «conflictual» —palabreja que ataca los nervios— no es otra cosa que una lectura marxista de la realidad, es decir la división de la sociedad entre opresores y oprimidos, y, por supuesto, denunciar, automáticamente, el despojo de los primeros como condición para la liberación de los segundos. El término «liberación» es en sí mismo conflic-tivo: convoca ardorosamente la existencia de un enemigo al que hay que combatir para poner en libertad a los desdichados. Es más: la Iglesia no puede ni siquiera optar por la neutralidad suiza. Debe meterse a toda costa en el asunto. Si se abstiene, es parte de la casta dominante. Si opta por liberar a los infelices por una vía distinta de la socialista, también es agente del sistema dominante. La teología de la liberación, como los regímenes comunistas, quiere poner al individuo ante la disyuntiva de ser cortesano o disidente.

La Iglesia fue siempre, desde que hace muchos siglos pasó de la catacumba a convertirse en religión del Estado romano, un factor de poder. Incluso cuando el Estado se volvió laico, preservó poder y su función espiritual no estuvo nunca desconectada de su función social, cercana al Estado. En una América Latina en la que el poder, efectivamente, ha sido injusto y explotador, esto mancha la historia de la Iglesia católica. La teología de la liberación parte de un inobjetable principio: que la Iglesia debe reformarse, pues no sólo ha sido elitista sino que su pasividad ha quitado a las víctimas un instrumento que hubiera sido poderosísimo para conjurar la injusticia. Hasta allí, ¿quién no se hinca de hinojos ante los apóstoles de la liberación? Si con el mismo tono con el que Roma execra el condón, las iglesias latinoamericanas hubieran asediado a las dictaduras de nuestra historia republicana y los privilegios económicos otorgados por Estados corruptos a sus parásitos mercantilistas con la coraza de legislaciones excluyentes, a lo mejor los autores de este libro estaríamos dedicados a la astronomía. Si la Iglesia católica hubiera tenido más santuarios democráticos como el de la Vicaría de la Solidaridad en Chile durante la época de Pinochet o el que encarna Miguel Ovando y Bravo en Nicaragua, el crecimiento de la Iglesia protestante, por ejemplo, sería menor en América Latina. Lo asombroso es que la teología de la liberación propone, frente a todo eso, el más grande, el más sofisticado, el más cruel de los sistemas de privilegio: el socialismo (en cualquiera de sus vertientes, la revolucionaria o la pacífica). Los curas sandinistas presidieron una sociedad en la que el privilegio de la cúpula gobernante estaba en contraste celestial con la pobreza general del país. El per cápita de Nicaragua —poco menos de cuatrocientos dólares al año— implica que si un nicaragüense promedio quiere comprar una Biblia tiene que hacerlo a expensas de otros productos, por ejemplo alimenticios —y por ende ayunar bastantes más días de los que tendría que incurrir en semejante proeza si no comprara las Sagradas Escrituras—. Ninguna sociedad que ha reemplazado la explotación capitalista por el socialismo ha erradicado el privilegio: siempre lo ha extendido y agravado. Los Mercedes Benz que pone el gobierno de Fidel Castro cuando fray Betto lo visita en la isla se diferencian de los que usa la familia Cisneros en Venezuela sólo en una cosa: en que a los cubanos promedio el Mercedes les está negado por la esencia del sistema —en buena cuenta, les está prohibido— mientras que en Venezuela no hay impedimento para que un día, cuando los gobernantes metan menos la pata, un venezolano de a pie haga un buen negocio y se compre uno.

Los teólogos de la liberación son feligreses de la parroquia de Napoleón, el cerdo mayor de la granja de Orwell: para ellos, unos son más iguales que otros. La lucha de clases religiosa contradice esencialmente el carácter universal del corazón divino: ¿cómo puede el mismo Dios que quiere a los potentados Forbes y Rockefeller, Azcárraga y Marinho, soplar aliento en el oído de quienes quisieran despachar a estos caballeros al más quemante de los infiernos? ¿Quieren decirnos que el Dios de la fraternidad es, en verdad, un fratricida? ¿Es el Dios de la justicia también el Dios de la envidia? Para los apóstoles de la liberación, la lucha de clases ya existe en la historia y hay que asumirla, si no se quiere estar de espaldas a la realidad. Los curas no se han tomado el trabajo de leer un elemental par de estadísticas sociológicas. La primera cuenta que, en América Latina, la urbanización no es sinónimo de industrialización. Los campesinos que en los últimos treinta años han emigrado a la ciudad y han convertido las capitales latinoamericanas en un montón de urbes caóticas ceñidas por correas de pobreza no las han llenado de obreros sino de «informales», es decir, pequeños empresarios. Si todos los inmigrantes fueran obreros, seríamos el paraíso de la industria. Otro dato estadístico hubiera podido despejar las pupilas coloradas de nuestros célebres curitas: el grueso de los trabajadores latinoamericanos no están sindi-calizados. En un país como el Perú, fértil tierra de expositores de la lucha de clases, sólo uno de cada diez se tomaron el trabajo de sindicalizarse. La idea de que la lucha de clases está en la historia y de que ello obliga a la Iglesia a asumirla es, pues, impía. La realidad es inmisericorde con los curas.

La Iglesia debe señalar aquellos elementos que dentro de un pro. ceso revolucionario son realmente humanizantes.
Dentro de la revolución, los cuadros con tonsura tienen su función en el organigrama de la toma del poder por la vanguardia socialista encargada de encarnar el paraíso en los nuevos hombres. Deben dedicarse a escoger y resaltar los aspectos humanizantes de la gesta, no vaya a ser que los revolucionarios pierdan de perspectiva aquellas claves que justifican moralmente la acción revolucionaria. La idea es doble: distinguir la función de los clérigos de otras funciones revolucionarias y darle a la gesta un halo de santidad, pues sin el aporte visionario de ellos la revolución corre el peligro de deshumanizarse; también, fingir la moderación y el equilibrio, en la medida en que esos «elementos humanizantes» sugieren la admisión de que pudiera haber otros menos humanizantes que hasta ahora han opacado lo positivo. Con jesuítica maestría, los teólogos de la liberación le venden la revolución al no revolucionario asegurándole que de la mano del clérigo, intérprete definitivo de su contenido, él encontrará en ella humanidad.

Los curas revolucionarios miran el pasado de la Iglesia y lo condenan. Pero de algunas etapas en la historia de la iglesia sacan unos gramos de virtud que, combinados, producen la receta perfecta. Los primeros cristianos tenían una idea demasiado espiritual de la teología, un apego al más allá que los hacía desentenderse del más acá, una lectura demasiado literal de los clásicos griegos en quienes se inspiraban pues, aunque eran tan amantes del mundo trascendental como ellos, se diferenciaban en que no tenían en cuenta el contexto de aquí abajo. Pero tenían de bueno que la teología y la vida del espíritu eran para ellos una misma cosa, algo que la Iglesia del futuro socialista quiere rescatar. En el siglo XIV ocurre lo que los curas «progresistas» consideran la gran catástrofe: se separa la teología de lo espiritual y ambas funciones pasan a ser desempeñadas por personajes distintos. Mala cosa. La separación quitó espíritu crítico, histórico, al pensamiento religioso.

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Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:45 am

CAPITULO IX: EL FUSIL Y LA SOTANA CONT...

La escolástica lo estropeó todo. La Iglesia se volvió revelación y explicación, en vez de reflexión. Al darle la espalda a la reflexión, se la dio también al compromiso y a la acción. En este repaso histórico, sólo dos pensadores se salvan de las llamas retrospectivas: san Agustín, que hace «un verdadero análisis de los tiempos» en el que se mezclan teología y espiritualidad y en el que lo trascendental viene anclado a la tierra; y, sobre todo, santo Tomás, que en el siglo xii introduce la razón en la teología y la vuelve ciencia, sin perder un fondo trascendental. Así pues, la Iglesia de la liberación, al condenar el pasado de una Iglesia que por momentos fue demasiado espiritual y en otros escolástica, y que olvidó lo antropológico de la revelación cristiana, reclama una teología que sea ciencia y una espiritualidad que encarne en las cosas de este mundo, la fusión, antiguamente superada, de Iglesia y política. Con ese bagaje, a la carga. Los asuntos de Dios son para el teólogo de la liberación, una ciencia social. Esa ciencia social permite meter la sotana por los entresijos del misterio revolucionario y transmitir a la humanidad la revelación de la verdad profundamente humanizante de los rojos; la verdad que en los sesenta y setenta llenó los montes de exaltados y justificó la entronización de tantos simios con galones de poder, y cuyos valedores, aún hoy, en muchos de nuestros países, siguen revoloteando nuestros Gólgotas serranos.

Cuando el cura quiere abandonar la sacristía y saltar al charco para acariciar el barro humano, no quiere salir de la sacristía para aprender. Más bien, para enseñar. En palabras de Paulo Freiré, icono brasileño de los teólogos de la liberación, para «concienciar». Atrás queda la machacada preocupación por una Iglesia tradicional que metía la escolástica verdad en la garganta de los infieles como la madre embute la sopa en la inapetente criatura. Hay que meterles la cuchara revolucionaria a los infieles para su propio bien aunque se atoren. Hay que revelarles la revolución, explicarles la verdad que ignoran. No ayudarlos a reflexionar o escuchar lo Q,ue piensan y quieren. Hay que «concienciarlos». La revolución es humanidad y es imperdonable que ellos, humanos que son, la ignoren.

Siguiendo con el interesado rastreo de los raros chispazos de virtud en la Iglesia oficial, los curas progresistas encuentran que Juan XXIII y Pablo VI ya hablaron en su momento de «liberación de la pobreza». No importa que estos hombres fueran demasiado tímidos en su puesta al día de la Iglesia: ellos dieron las pautas y hay que seguir el camino hasta el final. El teólogo de la liberación necesita encontrar, en ese condenable pasado eclesiástico, alguna legitimidad institucional. Después de meter el hocico en los santos archivos, encuentra la bendición papal. La misión, hoy, es rescatar el espíritu del Concilio II pero liberarlo de complejos y timidez: los modernos Juan y Pablo habrían terminado, si las circunstancias hubieran sido otras, desbrozando la maleza «salvífi-ca» en la Sierra Maestra y acampado en espera del asalto definitivo en los picos helados de los Andes.

No importa que la jerarquía eclesiástica haya denunciado en todos los idiomas la teología de la revolución y que el Papa haya emitido dos instrucciones severas —una en 1984, la otra en 1986— contra esta extraña alquimia ideológica a la que tienen por ciencia teológica. No importa que Juan Pablo reprendiera públicamente al ex ministro de Cultura sandinista Ernesto Cardenal durante su visita a Managua. Perdonemos a estos papas que no saben lo que hacen.

El cura que revela la escolástica revolucionaria también tiene la misión de «liberar» al pobre de un enemigo satánico. En este punto, hay que sacar del refrigerador teológico un cóctel de frutas. Una onza de Hegel —la idea de la conciencia como factor de libertad—, otra onza de Freud —el comportamiento humano condicionado por el inconsciente que reprime nuestra psiquis— y la onza final de Marcuse —la represión social de la colectividad inconsciente a la que hay que rescatar devolviéndole conciencia social—. Este cóctel de frutas —o minestrone, según se prefiera— dialéctico-psíquico-social deriva en el compromiso liberacionista. Hay que liberar al pueblo de la represión que le impide darse cuenta de que es explotado. La revolución es la revelación que los liberará, la humanizante tarea salvadora.

Revolución y no reformismo es la opción de nuestros idiotas ensotanados. Los experimentos de los partidos confesionales del siglo pasado y de este siglo terminaron mal. En América Latina, en tiempos modernos, la cosa fue muy grave. Primero la Democracia Cristiana chilena gobernó contra los pobres y después se cargó al gobierno del nunca mejor llamado «Salvador» Allende y la Unidad Popular. Luego, el salvadoreño Napoleón Duarte se entregó a los gringos y, a cambio de cuatro mil millones de dólares de ayuda económica y militar a lo largo de los ochenta, gobernó contra el pueblo y su vanguardia, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional. Basta de partidos confesionales y democracias cristianas. Al cielo se llega por el atajo de la revolución.

Los sacerdotes de la Universidad Centroamericana asesinados no eran simpatizantes de los guerrilleros marxistas. Lo único que hacían era hablar con los diferentes sectores.

Centroamérica atrae a los curas de la revolución como la mermelada a las moscas. Ningún lugar los fascina tanto, ningún rincón del mundo les abre tanto el apetito como El Salvador, Nicaragua y Guatemala, escenarios de grandes conflagraciones ideológicas y militares mientras las guerrillas comunistas intentaban barrer a gobiernos amparados en la fuerza de las armas y en castas militares no precisamente cuidadosas del qué dirán. La labor fue paciente, de hormiga, desde los años sesenta, y estuvo alentada por un buen número de curas extranjeros, entre ellos españoles, que emigraron a esos parajes de renovación cristiana para difundir, frente a esos escenarios de innegable miseria, violencia y desesperanza, sus apocalípticas prédicas sobre la llegada de la liberación. En El Salvador la tarea empezó a fines de los sesenta, en la Universidad Centroamericana, donde los curas progresistas pusieron los pelos de punta al arzobispo e intentaron llevar a cabo la idea de Paulo Freiré de que hay que educar y evangelizar concienciando. Numerosos testimonios prueban que esta tarea estaba tan bien dirigida y organizada que parecía que una mano invisible —¿la del Señor?— movía los hilos. Las iniciativas eclesiásticas coincidían con los designios políticos del comunismo latinoamericano y hasta el archima-terialista régimen cubano, enemigo de toda espiritualidad disolvente, aceptó desde el primer congreso del partido comunista en el poder usar a la Iglesia como vehículo de propagación revolucionaria. No sólo en Centroamérica —también en otras partes, desde México hasta el Perú— los curas se fueron instalando en los villorrios abandonados por las capitales, horadando la piedra hasta hacerle el forado que sólo a fines de los ochenta llamaría la atención general y sembraría la alarma en las conferencias episcopales del continente.

La táctica fue siempre la misma: denuncia de la falsa democracia y del aparato militar —lo que en escenarios donde la brutalidad castrense ha sido el pan de cada día tenía un evidente atractivo popular— y condena del hambre —otra característica recurrente de la América Latina— sin mencionar nunca los estragos de las guerrillas y los despojos y las miserias de que eran víctimas los campesinos y trabajadores de los territorios «liberados». La prédica ideológica iba acompañada de la evangélica, en abrumadora mixtura, y estaba bien dirigida a un sector con poca educación y mucha sed de consolación y de fe, al que los galimatías ideológicos y los sofismas evangélico-políticos dejaban boquiabiertos. La modorra y el conformismo de la jerarquía católica, que dejó hacer a los curas de la liberación durante muchos años sin oponerles resistencia efectiva, fueron los mejores aliados de los rojos en sotana, agrupados bajo el nombre estruendoso—epíteto homérico incluido— de la «Iglesia popular».

En el caso específico de El Salvador, monseñor Freddy Delgado, que fue secretario de la conferencia episcopal, es una de las pocas excepciones en la jerarquía católica: vio el peligro desde el primer momento y lo denunció. Su testimonio, recogido en un escrito terrible en 1988, lo dice todo acerca de la Universidad Centroamericana, cuyo rector, el célebre padre Ellacuría, dirigió la captura revolucionaria del centro educativo y promovió la impugnación del status quo desde la comprensión, tolerancia y afinidad con los enemigos armados de lo establecido, la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional. En algún caso, como el que relató en su momento el guerrillero salvadoreño Juan Ignacio Oterao, los jesuítas hacían de intermediarios de la guerrilla comprando armas en el extranjero a través de sus cuentas bancarias, evidencia crematística aplastante de que algunos habían mandado el voto de pobreza al diablo. Exactamente igual que en Nicaragua, donde el sandinismo, el comunismo y el cristianismo llegaron a confundir sus reinos hasta que monseñor Obando y Bravo metió el capelo en la teología política de su país y desbarató esa versión menos sofisticada y espiritual. Sólo a fines de la década, cuando el comunismo se había desplomado como un castillo de naipes, los curas, curas al fin y al cabo en tanto que herederos de la única institución humana capaz de sobrevivir dos mil años, hicieron un acomodo táctico y empezaron a hablar de «diálogo». Su posición, claro, no era una forma de pedir que la guerrilla se integrara a la vida civil, como acabó ocurriendo gracias a los esfuerzos del presidente Alfredo Cristiani, sino de conseguir que el gobierno y la subversión acabaran en pie de igualdad, en un empate que pusiera a los comunistas en situación de poder compartido. El "diálogo» que finalmente dejó sin armas a la guerrilla y al gobierno constitucional firmemente en pie —el diálogo de Cristiani— no era lo que tenían en mente Ellacuría y los suyos. Sus tardíos esfuerzos negociadores eran el último eslabón de la cadena táctica, de un paciente trabajo de soca-vamiento democrático que tenía loco al arzobispo Luis Chávez. Que esos llamados al diálogo no tenían mucha seriedad queda demostrado, pocos años después, por la actitud de la conferencia episcopal guatemalteca frente a las negociaciones entre el gobierno de Ramiro de León Carpió y la URNG en Guatemala. En agosto de 1995, bajo el piadoso título de Urge la verdadera paz, el episcopado guatemalteco explicó que la verdadera paz no llegaría con el cese al fuego entre la guerrilla y los militares, pues ésta haría su aparición cuando hubiera justicia para todos. Nadie puede discutir —sin merecerse un nicho en el infierno— que la paz no resolverá el hambre y ni siquiera la explotación. Pero hablar en tales términos en el mismo momento en que un país agotado por tres décadas y media de guerra civil celebra una paz negociada que por primera vez parece posible, sólo puede confundir, quitándole a la idea de paz su verdadero e inmediato sentido, y disolviendo en una tupida piscina sociológica sin una gota de cloro el asunto grave de un conflicto que ha costado cien mil muertos. Los mismos esfuerzos de equidistancia ha hecho en Chiapas el famoso Samuel Ruiz, el obispo de San Cristóbal al que le late el corazón por los revolucionarios zapatistas, no porque supongan una respuesta al PRI corrupto y socializante, sino porque predican la revolución marxista (con algún aderezo posmoderno como el fax y el Internet).

El asesinato monstruoso de Ellacuría y los suyos en la Universidad Centroamericana, acción de un escuadrón de la muerte contra uno de los símbolos más poderosos del frente popular de fado, contribuyó a dar a estos curas un prestigio de mártires que hace muy difícil criticar sus correrías revolucionarias sin parecer que se está condenando la repugnante metodología homicida de sus verdugos. La prensa internacional, las organizaciones de derechos humanos y los gobiernos «progresistas», para no hablar de los gobiernos democráticos conservadores paralizados por el exorcismo de los socialistas, han sido muy veloces a la hora de condenar las muertes provocadas por el poder en Centroamérica. No lo han sido, en cambio, para condenar las innumerables otras, incluyendo, la de Francisco Peccorini, profesor de filosofía de la Universidad de California y látigo implacable de los curas revolucionarios, a quien el FMLN abatió en 1989 cuando entraba a una estación de radio en San Salvador para debatir contra uno de sus blancos favoritos el tema, precisamente, de la «Iglesia popular».
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Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:48 am

CAPITULO IX: EL FUSIL Y LA SOTANA CONT...

El padre Ellacuría es el pensador que logró la síntesis superior ¿le marxismo y cristianismo.
El 16 de noviembre de 1989 un comando paramilitar entró en una de las residencias de la Universidad Centroamericana y ametralló hasta la muerte a seis jesuitas y dos muchachas de la limpieza, inaugurando alrededor del mundo una letanía política que poco tenía que ver con la trágica muerte de Ellacuría, Montes y los otros, y mucho con la propaganda. Al mismo tiempo que los masacraban, un grupo de orangutanes armados había enviado al cielo de la santidad política por la vía más rápida a los curas vascos nacionalizados salvadoreños que llevaban largo tiempo introduciendo, entre las brumas del incienso y las hojas del misal, la tesis revolucionaria. La historia venía de atrás. Mientras que Jon Sobrino, principal colaborador de Ellacuría, se dedicaba a la tarea más bien teológica, el rector, con el Manifiesto Comunista bien guardado bajo el solideo, se encargaba de la prédica ideológica apenas disimulada por el velo de la espiritualidad. La batalla política en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, claramente ganada por los teólogos de la liberación, había sido tan ardua que los bandos enfrentados dormían en residencias separadas. Nadie en El Salvador ignoraba que ese centro de adoctrinamiento proveía la batería ideológica y la cobertura de la dignidad eclesiástica al movimiento contra la «artificial» y «burguesa» democracia salvadoreña del cual el FMLN era una versión guerrillera pero no la única manifestación. La batalla ya había sido ganada para la causa revolucionaria en la Iglesia, lo que había quedado claro desde la muerte del arzobispo Osear Arnulfo Romero, el hombre que inspiró las jeremiadas más lacrimosas alrededor del mundo y hasta mereció una rítmica y contagiosa necrológica salsera de Rubén Blades, cuando en 1977 sucumbió a las balas paramilitares en su país. Hijo de la fantástica maquinaria propagandística de la izquierda —que en los años setenta, no lo olvidemos, parecía un juggernaut capaz de acabar desde dentro con el Occidente libre—, el mito del cura Romero entronizó la primacía de la «iglesia popular» en El Salvador. Se trataba de una mentira impía: Romero no fue nunca un revolucionario ni un partidario de la teología de la liberación. Más bien, un hombre atemorizado acorralado por las monjas y los curas revolucionarios que se le metían histéricamente con cama y todo en la oficina cada vez que había una disputa administrativa, y que con sus acrobáticos asaltos a la curia habían conseguido aislar las posibles fuentes de apoyo que el arzobispo hubiera querido encontrar en el sector más tradicional. El Papa se lo había llevado a Roma a darle un buen tirón de orejas por su debilidad frente a los sotana-roja, y él había regresado dispuesto a dar batalla, atreviéndose incluso a atacar la penetración marxista en la Iglesia. Su muerte, una de las más contraproducentes barbaridades cometidas por los anticomunistas, permitió a la iglesia revolucionaria rendirle culto en el altar del martirio. Desde entonces, los padres Ernesto Cardenal, Miguel d'Es-coto y las otras reliquias del santuario sandinista convirtieron su vacilación y timidez en arrojo sacrificado en favor de la iglesia socialista.

Como otros mitos —el del cura guerrillero Manuel Pérez en Colombia, por ejemplo—, los de Romero y Ellacuría expresaron, más que la situación de la Iglesia de América Latina, la gruesa trama de complejos, mala conciencia, racismo a la inversa, sed de aventura y turismo revolucionario de la inte-lligentsia europea y norteamericana. Los jesuítas hispano-salvadoreños eran frecuentes estrellas de la televisión española, en la que encontraban la hospitalidad arrobada de esos feligreses de revoluciones ajenas, los periodistas «progresistas». La savia internacional alimentó bien los esfuerzos internos de los curas revolucionarios hasta que a comienzos de los noventa, aplastados por el peso de los escombros del Muro de Berlín, ellos fueron encogiendo la dimensión de su impacto dentro de los confines marcados por el éxito de la democracia y la revisión ideológica de muchas de las figuras de la izquierda. El propio Ellacuría había empezado a emigrar desde el activismo revolucionario hacia la aparente equidistancia del llamado al «diálogo» entre la guerrilla y el gobierno, táctica inequívocamente leninista en momentos de retroceso objetivo, pero que, de todas formas, tuvo el efecto de detener algo la marea liberacionista. Que los curas guatemaltecos estén hablando ahora con reserva y casi menosprecio de las negociaciones entre el gobierno guatemalteco y la URNG no debe extrañar: el diálogo supuso en El Salvador la derrota definitiva del FMLN, lo que los electores se encargaron de confirmar en las urnas poco después del fin de la guerra, y no hay por qué pensar que las cosas serían distintas en Guatemala.

La perfecta síntesis de marxismo y cristianismo encarnada por el padre Ellacuría, el poeta Cardenal, el obispo Ruiz y tantos otros en América Latina pretendía —y pretende— re-vitalizar y modernizar a la Iglesia, restregándole un poco los ojos y quitándole las légañas. Lo que ha conseguido, después de los acontecimientos de la Europa central y oriental, es llevar a la Iglesia de la mano hacia esa zona de descrédito que hoy comparten tantas instituciones oficiales en nuestros países. En el caso de la Iglesia, la pérdida de popularidad y respeto institucional ha permitido el avance de otras confesiones, suerte de desafío «informal», desde abajo, a la catedral de la institución católica, espejo de lo ocurrido en el terreno económico en el que tantos latinoamericanos trabajan al margen del Estado y sus leyes. Las sectas evangélicas y el protestantismo se han expandido en países como Guatemala y el Perú a medida que la Iglesia oficial iba perdiendo fuerza. Síntoma de ello es que los recientes llamados del régimen peruano en favor de la vasectomía no han provocado su caída (algunos creyeron que el golpe genital lograría lo que no pudieron lograr los esfuerzos de la resistencia democrática en todos estos años). Cuánto han contribuido a esto los supuestos salvadores de la Iglesia católica, los teólogos de la liberación es algo que está por estudiarse. Pero la contribución del Ella-curía autor de un libro cargado de humildes intenciones y vicarias misiones, Conversión de la Iglesia al Reino de Dios, así como la de sus pares, no debe haber sido desdeñable.

Allí donde se encuentran inicuas desigualdades sociales hay un rechazo del Señor.
Si el socialista común hace de la culpabilidad un eje de su visión del mundo —siempre hay un responsable de los males sociales—, el teólogo de la liberación lleva esta costumbre a niveles celestiales. Así, detrás de cada gamín descalzo en las alcantarillas sociales del Río de las favelas, detrás de cada indio con ojotas que carga sobre los hombros un saco de papas peruanas, detrás de cada vientre haitiano hinchado de desnutrición en el barro humano de Cité Soleil, hay un diablo. Satán se ha convertido, gracias a la sociología teológica de los liberacionistas, en un sistema económico. El mal ha encarnado, por supuesto, en el capitalismo. Cada capitalista latinoamericano esconde en ta espalda un trinche diabólico. La manía de asignar al capitalismo, que no es otra cosa que una manera de organizarse espontáneamente la sociedad, cualidades morales —mejor dicho, inmorales—, encuentra, en la teología de la liberación, la conclusión perfectamente lógica: el capitalismo es Belcebú.

Olvidemos por un rato esta curiosa metáfora bíblica que los teólogos progresistas aplican a la realidad (por más que su espíritu no es metafórico sino literal). Esto ya de por sí es grave, porque cuando se invoca a Dios y al diablo para juzgar la política el paso lógico es la hoguera. Dejemos que el fuego eterno arda por algún rincón y vayamos a lo otro: la culpabilidad del capitalista. Se cree que la pobreza de alguien es la riqueza de otro, exactamente igual que cuando el amo mantenía al esclavo en estado semianimal para vivir a expensas suyas. El incipiente e imperfecto capitalismo latinoamericano debe, precisamente, buena parte de su poco ímpetu al fin de la esclavitud. Se ha estudiado mucho la limitación económica que significó la esclavitud para el capitalismo y cómo el nacimiento de éste, con su ritmo, su movilidad y su apetito de tecnología, firmó el acta de defunción de aquélla. Ello no importa a los curas sociales: la pobreza es hija del mal, de la maquinación de un grupo de explotadores, de un mundo en el que la riqueza es una ecuación de suma cero a un extremo de la cual están las víctimas, mientras al otro están los actuales señores de horca y cuchilla. Este pensamiento —la palabra es hiperbólica— es atractivo. El escándalo de la miseria necesita que haya culpables. Sólo es posible aplacar la conmoción que produce la pobreza si hay alguien contra el cual dirigir el odio provocado por la injusticia.

Pero lo cierto es que ni el capitalismo es una maquinación, ni la riqueza de los capitalistas se vertebra con los huesos de los pobres, ni la pobreza tiene en quienes no son pobres a los culpables. Primero, porque el capitalismo es una palabra que simplemente describe un clima de libertad en el que todos los miembros de una comunidad se dedican a perseguir voluntariamente sus propios objetivos económicos. Segundo, porque ese proceso conlleva necesariamente diferencias entre unos y otros: cada individuo tiene objetivos particulares y el medio para llegar a ellos varía según la persona. Tercero, porque no existe alternativa, es decir un sistema que asigne a cada cual una cantidad equivalente de riqueza (si algún sistema no logra ese objetivo igualitario es el socialismo, verdadera junta de satanes que allí por donde ha pasado ha acumulado formidables cantidades de bienes y ha dejado a sus víctimas más desnudas y esbeltas que un Cristo de El Greco).

Claro, si hubiera que dotar de moralidad a la discusión sobre sistemas económicos, los malos no serían los capitalistas sino los socialistas, en todos sus derivados latinoamericanos, que son muchos: el estatismo, el mercantilismo, el nacionalismo. Lo que los curas «progresistas» llaman capitalismo ha sido, de verdad, su caricatura. Subliman a los poderosos al achacarles virtudes capitalistas cuando las suyas han sido en verdad facultades anticapitalistas y parasitarias, capaces de comprar leyes y legisladores, tener éxito sin competir y cobijarse bajo la mano dadivosa del Estado. Al oír que se condena al capitalismo al averno, Dios, que no suele decretar el infierno para quienes todavía no han nacido, debe fruncir el ceño.

Uno se pregunta: ¿cómo puede la Iglesia dividir en buenos y malos a los hombres si la gracia de Dios es universal, si todos, ricos y pobres, tienen derecho a la salvación? Los teólogos de la liberación aman. Aman tanto a los ricos que para evitarles el destino quemante del infierno les quieren expropiar sus bienes en vida de tal modo que tengan tiempo de expiar aquí en la tierra todos sus pecados sociales. Más te pego, más te quiero, dicen del amor serrano en el Perú. Los apóstoles de la liberación practican un versión teológica del amor serrano: más te quito, más te adoro. Es la envidia social convertida en factor de la salvación eterna. En vez de pagar una indemnización económica, los curas ofrecen a los expropiados el más preciado de todos los bonos: el paraíso celeste. ¿Quién no entregaría su fábrica, su mansión, su chacra y hasta sus calzoncillos al Estado libera-cionista a cambio del cielo? La teología de la liberación sitúa así la noción de justicia exactamente donde la sitúa el comunismo: en el despojo de lo ajeno, la abolición de la propiedad privada. Y busca un pretexto delicioso para justificar la negación de la premisa cristiana del amor universal de Dios que representa el despojo contra los que tienen: «amor universal es liberar a los opresores de su propio poder, de su egoísmo».

La contrapartida del despojo es la caridad. A la sociedad de las clases sociales creadas por el exclusivismo capitalista ajeno a Dios, se opone el reino de la fraternidad, un mundo donde la caridad sea el elemento aglutinante de los seres humanos, la única moneda aceptable para la interacción de los bípedos. No entremos a perder el tiempo explicando otra vez que no se puede repartir lo que no existe y que querer partir lo que existe acaba reduciendo a porciones liliputienses la ración de cada cual. Vayamos a otra cosa: la solidaridad como instrumento social. En verdad, a los curas de la liberación se jes escapa que el capitalismo resulta ser el sistema más solidario de todos, un mundo donde la caridad —entendida no como dádiva sino como actitud, como mística de las relaciones humanas— es infinitamente mayor que en cualquier otro sistema. Ésta es, por ejemplo, la tesis del último libro de Fran-cis Fukuyama, Trust, the Social Virtues and the Creation of Prosperity (lástima que la frase «final de la historia» haya condenado su libro anterior —que ofrecía argumentos muy sensatos sobre la superioridad de la democracia liberal frente a sistemas alternativos—, a tantas diatribas que se ha perdido de vista la tesis central). La idea es indagar acerca de las claves de la prosperidad. Obviamente, el porcentaje mayori-tario de ese secreto está en que es un modelo que permite la persecución racional de intereses privados, la búsqueda de objetivos particulares dentro de la libertad. Pero hay también un componente fundamental que es la cultura, el conjunto de costumbres y hábitos de la sociedad. Dentro de esa cultura el elemento clave es la confianza. ¿Imaginan lo que sería el mundo capitalista sin confianza? Sería incalculable el dinero que costaría y el tiempo que se perdería si las personas que participan de un mundo capitalista no se tuvieran confianza alguna. No es necesario seguir a Fukuyama en su argumento de que sociedades como la norteamericana y la inglesa, donde la confianza es mayor que en la francesa y la italiana, hay un capitalismo más robusto y próspero, hecho de grandes corporaciones impersonales en vez de empresas familiares, y de Estados menos intervencionistas. Basta con ver que el capitalismo es el único sistema que para su funcionamiento necesita que unos crean en la palabra de otros y estén dispuestos a emprender actividades económicas con la seguridad de que encontrarán la concurrencia de gentes sin cara y sin nombre que proveerán desde los insumos necesarios y los créditos adecuados hasta la demanda indispensable para la supervivencia de la actividad. En el capitalismo, todos colaboran con todos. El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario qUe parece el que predica la Biblia. Lo que es insolidario —una manera angelical de insultar al Señor—- es creer que el capitalismo ha llenado el mundo de Oliver Twists,

La caridad cristiana de la teología de la liberación no puede ser más enternecedora: expropiar al rico, castigar al exitoso, arruinar al pudiente para salvarlo del egoísmo que podría condenarlo a las llamas eternas en el juicio final... Ricos del mundo, dad gracias porque hay almas caritativas dispuestas a sacrificarse embolsándose las cuentas bancarias de ustedes y arrebatándoles sus propiedades con el propósito noble, intachable, místico, de evitar que Jesucristo los agarre con las manos en la masa cuando se le ocurra volver por estos parajes. Gracias a los decretos justicieros de los curas revolucionarios, ustedes estarán bien preparados —bien arruinados— cuando llegue la hora de repartir los pasajes al cielo.
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Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:49 am

CAPITULO IX: LA SOTANA Y EL FUSIL CONT..

Es derecho y deber denunciar como señales del mal y del pecado las privaciones del pan cotidiano.
La Iglesia «progresista» parece haber aprendido más de George Soros, el archimillonario cuyo fondo de inversiones vale dieciséis mil millones de dólares, o del franco-británico Jimmy Goldsmith, tan acaudalado que ha financiado un partido político en el Reino Unido, que del evangelio cristiano. Resulta que abominan de la pobreza. Detestan la penuria, odian las privaciones materiales, hacen ascos a la indigencia. Quisieran beber hasta la última gota de la cornucopia, hincharse de abundancia y prosperidad. ¿Cómo?¿No era la Iglesia una exaltación institucional de la pobreza y no eran sus fundamentos éticos una defensa de la desnudez material? ¿No nos habían enseñado que los pobres heredarán el Reino y no nos habían hablado, con espectaculares metáforas de rumiantes jorobados y varillas de metal, de la casi imposible perspectiva de que los ricos metan el pie en el paraíso? ¿No nos habían explicado que el bolsillo es el enemigo del espíritu?

No, los «progresistas» se cansaron de predicar la pobreza. Ahora —y en esto aprenden del mejor capitalismo— odian la pobreza a tal extremo que le atribuyen un contenido diabólico, es decir toda una dimensión metafísica de horror y maldad que haría las delicias del avaro y acaudalado tío del Pato Donald. La «Iglesia popular» está harta de dignificar a la pobreza. Ahora ve en ella la mano de los enemigos de Dios. Esta lectura teológica de realidades provocadas por la incompetencia política y las mediocres instituciones sociales encierra un peligroso germen fundamentalista, no demasiado alejado de los musulmanes que invocan a Dios cada vez que quieren eliminar cualquier disidencia humana contra las normas establecidas por los ulemas y la Sharia. Si abordamos la sociedad con los ojos del pecado y la salvación, resultamos convertidos en Dios, atribuyéndonos la divina prerrogativa de dictar sentencia final. Por tanto, exageran un poco los curas de liberación cuando ven en la justicia social un factor de la lucha teológica entre el bien y el mal, entre el pecado y la virtud cristiana, entre los querubines de Dios y los cachos del Diablo. Pero algún progreso han hecho: están de acuerdo en que hay que eliminar la pobreza, en que es absurdo establecer entre la miseria económica y la salvación cristiana una relación de causa y efecto, una ecuación de igualdad. Ni la economía es un factor teológico, ni la pobreza un pasaporte al cielo. Ni Suiza está condenada al infierno de antemano, ni Haití tiene asegurada la eternidad.

Pero si fuéramos a establecer una relación entre la salvación y las instituciones políticas o las políticas económicas, los curas revolucionarios, que hacen bien en predicar la prosperidad, se irían de frente al hipogeo, pues sus propuestas económicas son viejas recetas del fracaso. Es perceptible en toda la teoría económica de los teólogos de la liberación la influencia de la teoría de la dependencia que dominó el panorama político latinoamericano a fines de los sesenta y durante buena parte de los setenta. Hasta la literatura del Concilio II, involuntaria madre de los curas liberacionistas, tiene una cierta huella de la teoría de la dependencia con la idea central dp unas naciones pobres que se van distanciando de las naciones ricas, no en razón de su propio fracaso, sino en razón de las ventajas de que gozan (injustamente, se entiende) los ricos Por eso, pide que el esfuerzo lo hagan los ricos, no los pobres Queriendo romper en materia económica con el pasado inmediato y su símbolo latinoamericano —el desarrollismo—, la teología de la liberación en verdad prolonga las falacias básicas que están detrás del famoso «desarrollo hacia adentro» de los años cincuenta, tan caro a América Latina y a personajes como Perón. Los disparos de estos teólogos no dan en el blanco: creen que el problema con la tesis del desarrollo hacia adentro era su excesivo economicismo, su falta de perspectiva política, su excesiva confianza en la posibilidad de saltar etapas y modernizarse de la noche a la mañana, y el hecho de que se trataba de una visión proveniente del exterior, especialmente de los organismos internacionales dispuestos a dar una mano para desarrollar un poco más las economías de la periferia. Ninguna de estas objeciones es oportuna viniendo de donde viene: el excesivo economicismo de la teoría del desarrollismo está aun más presente en la visión pesimista de quienes creen que el desarrollo no permite saltar etapas, pues ella olvida con qué velocidad la psicología y la voluntad se adaptan a un medio ambiente de libertad y pueden por tanto impulsar economías cuyo crecimiento no es milimétricamente previsible en un pronóstico de economista; la crítica de la falta de elementos políticos en el desarrollo hacia dentro es hipócrita: la teoría de la dependencia tiene aún menos en cuenta la política, pues cree que ningún país puede tomar la decisión de progresar por estar sujeto a la fatalidad imperialista; la idea de que no es posible saltar etapas, si de lo que se habla es de la escalera que lleva a San Pedro, es inválida en política, pues si algo muestra la experiencia contemporánea, por ejemplo en la cuenca del Pacífico, desde Chile hasta Corea, es que saltar etapas es una característica del capitalismo; finalmente, la preocupación con el carácter «importado»
¿e la teoría desarrollista y su vinculación con los organismos internacionales parece olvidar que la teoría de la dependencia, reiterada por Prebisch y Cardoso, se desarrolló en buena cuenta durante la edad de oro de la malhadada Comisión Económica para América Latina (CEPAL), organismo apéndice de las Naciones Unidas del que Prebisch fue secretario ejecutivo; olvida también que el nacimiento de la Asociación Latinoamericana para el Desarrollo Industrial (ALADI) en 1961, criatura de las tesis de Prebisch acerca de la necesidad de integrar a Latinoamérica para defenderla del acoso imperialista exterior, resultó de la inspiración en el Mercado Común Europeo de la posguerra mundial.
La teoría de la dependencia era, al igual que la idea desarrollista que los teólogos de la liberación han querido superar, deudora de la visión paternalista de la relación entre el Estado y la sociedad, y ponía en la autoridad y el nacionalismo la clave del éxito de los países latinoamericanos. Por lo demás, con su vago tufillo a lucha de clases a escala internacional, era hija también de la idea marxista, y de las tesis de Hobson y Lenin sobre el imperialismo. Toda esta visión es hoy légaña y herrumbre, cuando se ve que el país latinoamericano más exitoso —Chile— es el que menos se «latinoame-ricanizó» en las décadas recientes (hasta abandonó el Pacto Andino) y el que más internacionalizó su economía. Al mismo tiempo, los países que, como el Perú, intentaron cortar amarras con el mundo —mientras reforzaban el papel preponderante del Estado internamente— chapotearon en la miseria.

El objeto de los odios liberacionistas —el capitalismo— es el único sistema (la palabra, con su connotación de orden deliberado, es poco apropiada) que ha podido expandir la oportunidad y democratizar el beneficio, curioso microcosmos telúrico de la promesa celestial en todo lo que hay en él de movilidad social y acceso ecuménico. Pero tampoco el capitalismo responde a virtudes teológicas: su gesta, lenta y dolorosa, va de los finales de la Edad Media, con sus pujas políticas entre comerciantes y señores y entre nobles y monarcas, hasta el espacio cibernético del Internet, pasando por la re volución industrial y el mercado de los servicios que es la marca distintiva de la economía de nuestro siglo. Nadie inventó, diseño o decidió ese proceso. El resultó del tiempo y de multitud de propósitos particulares convergiendo y divergiendo furiosamente en el marco, a veces asfixiante, a veces permisivo, de los Estados y sus leyes y sus relaciones cambiantes, llenas de amor y odio, con las sociedades. Pedir el cielo para el capitalismo sería, por tanto, como pedir, con algunos siglos de atraso, el Premio Nobel para el autor de Las Mil y Una Noches: es imposible porque todos lo escribieron. Curiosamente, el capitalismo, paraíso de lo individual, es la más grande obra colectiva de la humanidad.

Los meandros teológicos por los que nos lleva la «iglesia popular» para explicar su adiós a la exaltación evangélica de la pobreza y su grito en favor de la prosperidad de los indigentes son fascinantes. La teología de la liberación quiere ser coherente con la idea de que los pobres heredarán el Reino de Dios en la medida en que la venida de Jesucristo es ya el comienzo del ingreso al paraíso —como se ve, hay más antesalas que para llegar a la oficina de Luis XIV—. La Iglesia, por lo tanto, debe apresurarse en salvar a los pobres e infligir a los ricos (incluida la clase media) la penitencia anterior a la salvación. En la medida en que la «iglesia popular» trae la salvación a la tierra se parece a esos puritanos emigrantes de Max Weber para los que la salvación estaba en hacerse ricos en la tierra. La pobreza que quiere la «iglesia popular» es la espiritual, no la del pan. La salvación ya está en marcha, hecha realidad por los decretos revolucionarios. Frente al colapso del Muro de Berlín y de buena parte de las fuerzas revolucionarias latinoamericanas, uno se pregunta: ¿Será que el Diablo está a punto de ganarle la partida a Dios y que el primero le ha quemado al segundo el pan en las puertas del horno?
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Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:49 am

CAPITULO IX: LA SOTANA Y EL FUSIL CONT...

La finalidad de la Iglesia no es salvar en el sentido de asegurar el cielo. La obra de salvación es una realidad actuante en la historia.
Si el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, esta frase lleva directamente a las aguas de la Estigia. La teología de la liberación critica —con razón— que la Iglesia haya concentrado tradicionalraente sus esfuerzos en lograr unas condiciones que le permiten desarrollar su papel de institución social oficial, de bastión del establishment político. Al hacer esto, la familia cristiana ha dividido sus funciones entre las clericales —la Iglesia— y las políticas —los partidos confesionales—. Esta situación ha alejado a la Iglesia del pueblo. El fenómeno se vio impulsado en su momento por el divorcio entre el Estado y la Iglesia, que secularizó el ejercicio del poder político y que dividió aún más las funciones entre lo espiritual y eclesiástico, por una parte, y por otra lo político, contribuyendo, a partir del siglo xvín y la Revolución francesa, a que la Iglesia se apoltronara. En América Latina, creen los teólogos de la liberación, este divorcio es malo y bueno: malo porque al dejar la función política la Iglesia simplemente flota sobre un orden ya determinado, que es de injusticia y explotación; bueno porque la secularización permite ver que el mundo es de los humanos, del aquí y el ahora, base de la cual partirá la teología de la liberación hasta llegar a la conclusión de que para la salvación no hay que esperar a Godot sino emprender la revolución de una vez.

Como evidencia esta laberíntica reflexión, la teología de la liberación tiene una vergonzante aunque no tan secreta nostalgia por los tiempos anteriores al Estado secular. Quiere un mundo en el que la Iglesia no tenga un papel esencialmente espiritual sino político. Es decir: poder político. Cree que la responsabilidad abrumadora de otorgar la salvación en la tierra sale de la punta de la pluma con la que firman los ministros y presidentes sus decretos. La teología de la liberación es, pues, en estos aspectos, un espejo cristiano del fundamentalismo musulmán, por más que la metodología pueda diferir. La consecuencia lógica de la tesis sería, una vez en el poder, la teocracia, es decir una dictadura política construida sobre la base de la palabra divina interpretada exclusivamente por una platónica élite de curas sabelotodos y escogidos. La excelente idea de meter a la Iglesia en el barro humano —.a esa excelente idea debemos la heroica conducta a la Iglesia en países como Polonia durante los años terribles del comunismo— es distorsionada para volver a una concepción teocrática de la función eclesiástica varios siglos después de haberse desmoronado, en el Occidente, el Estado-Iglesia.

La idea de la salvación hecha historia, del cielo encarnado en la conducta de los hombres, es atractiva. También justa: ¿por qué condenar a los pobres a la miseria con la promesa de redención postuma si es posible hoy en día acceder a la riqueza? El problema es la tentación fundamentalista. Los curas revolucionarios rechazan la existencia de dos historias, una profana, la otra sagrada. Piensan que hechos históricos como el éxodo de los judíos de Egipto expresan a Dios en la medida en que constituyen una forma de justicia en la tierra. Es una «liberación», hecha por humanos, contra el pecado de la explotación de los judíos por los egipcios. El Éxodo de la Biblia sería, pues, el anticipo de la teología de la liberación y los judíos de Israel, los antepasados teológicos de Ellacuría y compañía. La liberación y la salvación se mezclan; Cristo viene a la tierra a salvarnos, en lugar de salvarnos desde otro mundo, cómodo e invulnerable. Cristo también es un mártir político (lo condena el Estado romano como «rey de los judíos»), antepasado liberacionista por tanto del guerrillero Manuel Pérez o el encapuchado subcomandante Marcos. Como Cristo, los guerrilleros con tonsura hacen la pascua: es decir arrancan vida de la muerte. En la medida en que quitan la vida de los explotadores y expropian a los ricos, liberan a los malos de su propio pecado y les ponen la alfombra roja en las puertas del cielo.

Empinándose sobre una base inobjetable —la mediocridad política de la Iglesia tradicional— la teología de la liberación conduce, a través de una serpentina teológica interminable, a la conclusión de que el socialismo es la salvación de la humanidad y de que los revolucionarios, en tanto que agentes de esa salvación, son la segunda venida de Cristo. ¡Líbranos Señor de todo Cristo, amén!

En América Latina, el mundo en el que la comunidad cristiana , Lg vivir y celebrar su esperanza escatológica es la revolución social.
Esta frase sería impecable si la escatología a la que se refieren los teólogos de la liberación fuera la fisiológica. Lamentablemente, no es la fisiológica sino la teológica. América Latina y la revolución se siguen atrayendo como macho y hembra. Desde la II Conferencia General Episcopal Latinoamericana de Mede-llín en 1968, en la que se usaron las conclusiones del Concilio II para hacer una interpretación revolucionaria y latinoamerica-nista del papel de la Iglesia, para los teólogos de la liberación América Latina es una idea tercermundista. El concepto que domina la visión latinoamericana de los padres revolucionarios es el de la periferia enfrentada con el centro, eco estruendoso —otra vez— de la teoría económica de la dependencia. Quieren crear una Iglesia del Tercer Mundo, es decir de los antiimperialistas. La mitología tercermundista se viste aquí con las ropas teológicas para explicarnos que la Iglesia tiene una misión salvadora en la periferia de Occidente. En esto, la teología de la liberación, por muy latinoamericanista que se proclame, es nacionalista: nacionalismo a escala continental. Toda la discusión de Medellín, piedra de toque de la propuesta revolucionaria desde entonces hasta hoy entre los miembros de la «Iglesia popular», es la reivindicación de una nación —la de los pobres latinoamericanos— en la que encarna la virtud contra un enemigo exterior —el país de los ricos en el que encarna el mal—.

El elemento añadido en esta reproducción de las tesis de la dependencia es, por supuesto, la escatología. En la liberación —en la revolución— está la salvación. Los teólogos de la liberación rechazan por superado lo que llaman el antiguo concepto «cuantitativo» de la salvación, en el que nos salvábamos casi todos, quienes debíamos pasar la prueba de la vida para alcanzar la gloria ultramundana. A los revolucionarios les irrita esto de la salvación abstracta, situada en el otro mundo. Quieren llegar como Fitipaldi. Prefieren la salvación «cualitativa»: lo que importa es que la experiencia humana sea el teatro donde se resuelve esto de la vida eterna Es la escatología del aquí y el ahora, abierta a todos, incluso si no son conscientes de Jesús. Por esta vía llena de jesuíticas curvas, se llega a la muy simple conclusión de que Dios está en el exaltado de Chiapas o el barbado Abimael Guzmán.

El elemento aglutinante entre Dios y la tierra es, por supuesto, el cura revolucionario, que ha abandonado la vieja visión de la Iglesia como puente con el más allá para convertirse en puente con el más acá. Para darle a todo esto bendición papal vuelve al Concilio y a su definición de la Iglesia como «sacramento», lo que interpreta, con un sentido extraordinariamente elástico de las cosas, como un grito de guerra. Al llamar a la Iglesia «sacramento», se ha abandonado su rol como fin en si mismo, y se la ha convertido en «vehículo», en «signo», es decir, en correa de transmisión de las verdades revolucionarias de las masas guerreras y ululantes. El galimatías teológico apunta, nuevamente, a santificar la revolución. La Iglesia como «sacramento» reparte hostias rojas. La revolución es la nueva epifanía. En la punta del fusil revolucionario, en el decreto expro-piador y el estatismo nacionalista está la salvación eterna.

La «Iglesia popular» tiene brazos abiertos. Quiere meter en el saco a los demás, aunque sean de otras confesiones. Sus llamados a la libertad religiosa, claro, no son como los de los primeros cristianos, antes de que en el siglo iv el cristianismo se casara con el Estado, sino una convocatoria de «progresistas». El nuevo «ecumenismo» no es una reconciliación entre las distintas iglesias enfrentadas desde la separación de los «orientales», sino un llamado a la alianza revolucionaria, siempre enfrentada al enemigo de clase. Ecumenismo sin burgueses.

Cuando los padres de la teoría de la dependencia hace rato que abandonaron su mentalidad insular {Cardoso, por ejemplo, hoy presidente de Brasil) y cuando algunos de los padres de la teología de la liberación rechazan el marxismo como análisis central de la realidad latinoamericana (el propio Gustavo Gutiérrez entre ellos), los soldados de Dios siguen haciendo estragos en las almas de América Latina.
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Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:54 am

CAPITULO X: «YANQUI, GO HOME»

Entre todos los síntomas externos del idiota latinoamericano, probablemente ninguno sea tan definitorio como el del an-tiyanquismo. Es difícil llegar a ser un idiota perfecto, redondo, sin fisuras, a menos de que en la ideología del sujeto en cuestión exista un sustantivo componente antinorteamericano. Incluso, hasta puede formularse una regla de oro en el terreno de la idiotología política latinoamericana que establezca el siguiente axioma: «Todo idiota latinoamericano tiene que ser antiyanqui, o —de lo contrario— será clasificado como un falso idiota o un idiota imperfecto».

Pero el asunto no es tan sencillo. Tampoco basta con ser antiyanqui para ser calificado como un idiota latinoamericano convencional. Odiar o despreciar a Estados Unidos ni siquiera es un rasgo privativo de los cabezacalientes latinoamericanos. Cierta derecha, aunque por otras razones, suele compartir el lenguaje antiyanqui de la izquierda termocefáli-ca. ¿Cómo es posible esa confusión? Elemental. El antiyan-quismo latinoamericano fluye de cuatro orígenes distintos: el cultural, anclado en la vieja tradición hispanocatólica; el económico, consecuencia de una visión nacionalista o marxista de las relaciones comerciales y financieras entre «el imperio» y las «colonias»; el histórico, derivado de los conflictos armados entre Washington y sus vecinos del sur, y el sicológico, producto de una malsana mezcla de admiración y rencor que hunde sus raíces en uno de los peores componentes de la naturaleza humana: la envidia.

A este tipo de idiota latinoamericano —el más atrasado en la escala zoológica de la especie— le molestan las ciudades limpias y cuidadas de Estados Unidos, su espléndido nivel de vida, sus triunfos tecnológicos, y para todo eso tiene una explicación casi siempre rotunda y absurda: no es una sociedad ordenada, sino neurótica, no son prósperos sino explotadores, no son creativos, sino ladrones de cerebros ajenos En la prensa panameña —por ejemplo— se ha llegado a pu! blicar que los jardines cuidados de la zona del Canal y las casas pintadas —y luego entregadas a los panameños— no formaban parte de la cultura nacional, lo que justificaba su transformación en otro modo de vida gloriosamente cochambroso y caótico, pero nuestro.

Los yanquis, para el idiota latinoamericano, desempeñan además, un rol ceremonial extraído de un guión nítidamente freudiano: son el padre al que hay que matar para lograr la felicidad. Son el chivo expiatorio al que se le transfieren todas las culpas: por ellos no somos ricos, sabios y prósperos. Por ellos no logramos el maravilloso lugar que merecemos en el concierto de las naciones. Por ellos no conseguimos volvernos una potencia definitiva.

¿Cómo no odiar a quien tanto daño nos hace? «No odiamos al pueblo gringo —dicen los idiotas— sino al gobierno.» Falso: los gobiernos cambian y el odio permanece. Odiaban a los gringos en época de Roosevelt, de Truman, de Eisenho-wer, de Kennedy, de Johnson, de Nixon, de Cárter, de Clinton, de todos. Es un odio que no cede ni se transforma cuando cambian los gobiernos.
¿Es un odio, acaso, al sistema? Falso también. Si el idiota latinoamericano odiara el sistema, también sería anticanadiense, antisuizo o antijaponés, coherencia totalmente ausente de su repertorio de fobias. Más aún: es posible encontrar antiyanquis que son filobritanicos o filogermánicos, con lo cual se desmiente el mito de la aversión al sistema. Lo que odian es al gringo, como los nazis odiaban a los judíos o los franceses de Le Pen detestan a los argelinos. Es puro racismo, pero con una singularidad que lo distingue: ese odio no surge del desprecio al ser que equivocadamente suponen inferior, sino al que —también equivocadamente— suponen superior. No se trata, pues, de un drama ideológico, sino de una patología significativa: una dolencia de diagnóstico reservado y cura difícil.

En todo caso, a lo largo de este libro hay diversos análisis v numerosas referencias al antiyanquismo originado en in-. erpretaciones torcidas de las cuestiones económicas y culturales —véanse, por ejemplo, el capítulo dedicado al «árbol genealógico» del idiota o las constantes advertencias sobre el papel real de las transnacionales—, de manera que centraremos las reflexiones que siguen en los conflictos «imperiales» entre Estados Unidos y sus vecinos del sur, para lo cual acaso resulte apropiado comenzar por la amarga frase latinoamericana tantas veces escuchada:

Estados Unidos más que un país es un cáncer que ha hecho metástasis.
Cualquiera que se asome a un mapa estadounidense del verano de 1776 —tras la proclamación de la independencia— y lo contraste con otro trazado en el invierno de 1898 —una vez terminada la guerra Hispano-Norteamericana—, puede muy bien llegar a la conclusión de que Washington es la capital de uno de los imperios más voraces del mundo contemporáneo. En ese siglo largo Estados Unidos dejó de ser un país relativamente pequeño —algo más de la mitad de lo que es hoy Argentina—, formado por trece colonias avecindadas en la franja costera media del Atlántico americano, y pasó a convertirse en un coloso planetario «de costa a costa», con territorios en el Pacífico, en el Caribe y en la proximidad del Polo Norte.

Según la lectura progresista de los hechos que explican este «crecimiento», a la que es tan adicto nuestro entrañable idiota latinoamericano, lectura basada en una interpretación ideológica totalmente descontextualizada, Estados Unidos, mediante la fuerza o la intimidación, despojó a Francia de la inmensa Louisiana, decretó la Doctrina Monroe para enseñorearse en el Nuevo Mundo, le arrancó a México la mitad de su territorio, obligó al Zar ruso a venderle Alaska, y atacó a España en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, sin otro objeto que anexarse los restos de un decadente imperio español totalmente incapaz de defenderse. Una vez cometidas estas fechorías, a punta de pistola, o a punta de intervenciones y de conspiraciones encaminadas a sostener sus intereses económicos han hecho y deshecho a su antojo en el Tercer Mundo, y especialmente en América Latina. Desde esta perspectiva, George Washington, Jefferson, Madison, Adams y el resto de los padres de la patria, abrigaban designios imperialistas desde el momento mismo en que se fundó la república.

¿Cuánto hay de ficción y cuánto hay de verdad en esta muy extendida percepción de Estados Unidos? Naturalmente, a los autores de este libro no les interesa exculpar a Estados Unidos de los atropellos que hayan podido cometer —y algunos, ciertamente, han cometido, como se verá—, pero sí están convencidos de que una interpretación victimista de la historia —en la que nosotros somos las víctimas y los norteamericanos son los verdugos— no contribuye a enmendar la causa profunda de los males que aquejan a nuestras sociedades. Por el contrario: contribuye a perpetuarla. Acerquémonos, pues, a los hitos fundamentales del «imperialismo americano», no con la mirada extemporánea de hoy, sino con la visión que entonces prevalecía y en la que se fundaron los hechos que estremecen la conciencia moral de nuestros iracundos idiotas contemporáneos.

Los imperialistas norteamericanos comenzaron su despojo del Tercer Mundo con el exterminio, saqueo y explotación de los aborígenes.
Es cierto —¿quién puede dudarlo?— que los indios de lo que hoy llamamos Estados Unidos fueron aniquilados o desplazados por los europeos, pero hay matices dentro de esa inmensa tragedia (todavía inconclusa tanto al sur como al norte del Río Grande) que vale la pena examinar. Y el primero es la fundamentación de la supuesta legitimidad europea para apoderarse del continente descubierto por Cristóbal Colón.
España y Portugal —por ejemplo— basaron la legitimidad de su soberanía americana en las concesiones adjudicadas por la autoridad papal a unas naciones católicas que se comprometían en la labor de evangelización. Inglaterra —cuya monarquía se desembarazó de Roma en el XVI— y Francia, en cambio, la buscaron en los derechos derivados de «descubrimientos» de aventureros y comerciantes colocados bajo sus banderas. Holanda, siempre tan capitalista, la dedujo de la metódica compra de territorio a los indios, como nos recuerda la transacción que situó a la isla de Manhattan bajo la soberanía holandesa por el equivalente de unos pocos miles de dólares. Rusia, autodesignada heredera de Bizancio, que a nada ni nadie se encomendaba, la obtuvo de su condición de imperio incesante e inclemente que en apenas doscientos años, mediante el simple expediente de enviar expediciones militares/comerciales a las fronteras limítrofes, sin prisa ni tregua fue convirtiendo el originalmente diminuto principado de Moscovia en el mayor Estado del planeta, fenómeno que persiste hasta nuestros días, pese a la poda efectuada en el poscomunismo.

Ese dato —la legitimidad— es importante para entender los conflictos con México en la primera mitad del siglo XIX, pero vaya por delante la más obvia de las conclusiones: tanto o tan poco derecho tenían los estadounidenses a instalar una república en Norteamérica como los descendientes de los españoles a hacer lo mismo en el sur. Y si hubo (y hay) alguna diferencia en el trato dado a los indios, es probable que los «anglos», que no los esclavizaron, ni los convirtieron en mano de obra forzada, ni intentaron catequizarlos por medio de la violencia o la intimidación —aunque no dudaron, a veces, en masacrarlos o en confinarlos en «reservas»—hayan sido algo menos crueles que los españoles o que nosotros, sus descendientes criollos.

¿Que las coronas inglesa y francesa, primero, y luego los estadounidenses, barrieron con las «naciones» indias? Por supuesto, pero no parece que los mayas, los incas, los mapuches, los patagones, los guaraníes o los siboneyes tuvieran mejor destino bajo España o bajo las repúblicas hispanoamericanas. Al fin y al cabo, por cada frontier man que perseguía y desplazaba a los indios en el norte, en el sur existía un equivalente que hacía más o menos las mismas cosas y por la misma época, aunque ningún presidente norteamericano llegó a vender a sus propios indios como esclavos, vileza que cometió el general Santa Anna con varios miles de mayas yucatecos que acabaron sus vidas en los cañaverales cubanos —Cuba era entonces una colonia de España en la que persistía la esclavitud— en castigo por el carácter rebelde de esa etnia.

El primer zarpazo imperial contra el Tercer Mundo lo dio Jefferson.
Aunque George Washington se despidió de su segundo mandato presidencial con un discurso en el que proclamaba la voluntad estadounidense de no participar en las habituales carnicerías europeas, dando muestras de una tendencia aislacionista que intermitentemente persiste hasta hoy día en la política norteamericana, ya en 1804 y 1805 se produjo lo que un notable idiota latinoamericano ha llamado «el primer zarpazo imperial del águila americana en el Tercer Mundo». Al margen de que las águilas no suelen tener zarpas sino garras, es útil recordar cómo y por qué un presidente tan pacífico y pacifista como Jefferson, dato que, como triunfal-mente acreditan los himnos patrióticos estadounidenses, envió a su incipiente marina a bombardear Trípoli casi doscientos años antes de que Reagan hiciera lo mismo contra Gadaffi, y prácticamente por las mismas razones.

Desde el siglo XVI, y hasta mediados del XIX, la costa norte de África, en lo que hoy se denomina el Magreb —Marruecos, Argelia, Túnez— fue un nido de piratas alimentado por las satrapías locales. Estos piratas obtenían buena parte de sus ingresos de extorsionar a los navegantes que se aventuraban a pasar por el Mediterráneo occidental y, naturalmente, dividían sus ganancias con las autoridades respectivas. Los norteamericanos, sometidos a este chantaje, desde 1796 pagaban religiosamente su tributo para evitar el abordaje y saqueo de sus naves, pero el Pacha de Trípoli, Yusuf Kara-manli, decidió aumentarlo, a lo que el gobierno norteamericano respondió con una total negativa. Poco después, en octubre de 1803, la fragata Phüadelphia fue abordada por los piratas y, tras remolcarla triunfalmente hasta la bahía de Trípoli, exigieron un cuantioso rescate.

En lugar de pagar, el gobierno norteamericano envió una expedición comando a rescatar el buque al mando del teniente Stephen Decatur —un Rambo de la época a quien se atribuye la frase "mi patria con razón o sin ella»—, quien, junto a 83 voluntarios, se embarcó en el velero Intrepid (como Dios manda), entró de noche en la bahía de Trípoli, rescató a sus compañeros y, en vista de que la fragata Phüadelphia no podía navegar, la incendió para que no pudieran utilizarla sus enemigos. Decatur no perdió un solo hombre en la aventura y vivió una larga vida de espectaculares hazañas militares.

El segundo episodio de esta «saga» tuvo lugar un año más tarde, en lo que sin duda fue la primera intervención norteamericana encaminada a desalojar a un gobierno —el de Yusuf— que perjudicaba deliberadamente los intereses nacionales de Estados Unidos. En efecto, la diplomacia americana consiguió convencer al hermano mayor de Yusuf—a la sazón exiliado en Egipto— de que encabezara una fuerza militar re-clutada por Estados Unidos para eliminar a Yusuf del poder.

Y así fue: cuatrocientos hombres —una mezcla de mercenarios árabes y los primeros «marines» de la historia— partiendo de Alejandría, en Egipto, atravesaron sigilosamente el desierto en una marcha de casi dos meses, hasta llegar a la fortaleza de Derma, instalación militar situada en el desierto libio que fue tomada en apenas 24 horas, y en la cual resistieron ataques constantes durante 45 días. Mientras tanto, varias fragatas norteamericanas bombardearon Trípoli hasta obligar al Pacha Yusuf a firmar un tratado de paz.


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Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:55 am

CAPITULO X: YANQUI GO HOME CONT...

Estados Unidos es el mayor depredador del mundo.
La frase, rotunda y definitiva, se le atribuye al argentino Manuel Ugarte. ¿Qué hay de cierto en ella? La primera «metástasis» de Estados Unidos —la adquisición de la Louisiana en 1803— fue un acto que casi tomó por sorpresa al propio gobierno norteamericano, y estuvo a punto de destruir la delicada alianza entre los trece estados que originalmente formaron la «Unión». Las tensiones que produjo esta súbita expansión de la nación —Estados Unidos duplicó su superficie tras la firma del tratado con Francia— tenían un doble origen. Por una parte, no existía en la Constitución americana la menor previsión imperial. El texto se había redactado bajo el criterio de que las trece colonias originales conformarían para siempre el suelo de la república; y —por otra— este enorme territorio incorporado a la joven nación podía romper el balance de fuerzas entre los estados, entonces y hasta la Guerra Civil (1861-1865) muy celosos de su poder regional.

El porqué Francia cedió por unos cuantos dólares a Estados Unidos la soberanía de la Louisiana —un territorio gigantesco de límites imprecisos, dato muy importante en el futuro—, dice mucho sobre el criterio que entonces imperaba en el mundo sobre las tierras coloniales y, en especial, sobre el carácter de «botín» o «propiedad del soberano» que caracterizaba a las zonas conquistadas por las armas o por las alianzas políticas. Napoleón, que en 1800 les había arrancado a los españoles el control de la Louisiana, sólo tres años más tarde «traspasaba» este territorio (seis veces mayor que la propia Francia) a Estados Unidos con el propósito fundamental de fortalecer a un adversario de Inglaterra, su gran enemiga.

En aquella época, Florida, Cuba, Louisiana o cualquier colonia, de la noche a la mañana podían pasar de las manos de una metrópoli a las de otra sin que nadie se escandalizara, porque, sencillamente, todavía no había cuajado del todo en el mundo occidental la idea estado-nación que se afianza- n'a en la segunda mitad de la centuria, y mucho menos tratándose de las colonias americanas, territorios considerados como apéndices prescindibles de las naciones europeas. De ahí que Jefferson —más interesado en Cuba que en la Loui-siana— intentara sin éxito comprar la isla a los españoles, más o menos como unos años más tarde, en 1819, tras las guerras de «persecución» emprendidas por Jackson contra los seminóles, Madrid, sin demasiado entusiasmo y después de varias escaramuzas militares, decidiera «venderle» a Estados Unidos por cinco millones de dólares la totalidad de la Florida, pues para eso existían las colonias: para ser explotadas mientras era posible, o para intercambiarlas como fichas en el tablero internacional de las pugnas geopolíticas cuando no se les encontraba un mejor destino.

En 1803 nadie sabía exactamente los límites de la Loui-siana porque ese territorio, al sur de Estados Unidos —como ocurría en el noroeste con relación a Inglaterra, en la frontera con Canadá, vagamente denominada Oregón— era el confín más remoto del imperio español en América, y los mapas í> erraban por miles de kilómetros, lo que explica que muchos norteamericanos —Jefferson entre ellos— creyeran que la casi despoblada Texas formaba parte de la tierra comprada a los franceses, supuestamente un semidesierto que se extendía hasta el Pacífico, confusión que no se dilucidó hasta 1819, es decir, precisamente hasta la víspera de que España perdiera la soberanía sobre ese territorio casi deshabitado y vagamente delimitado, al proclamarse en 1821 la independencia de México.

¿Por qué Jefferson «forzó» los límites de la constitución y adquirió la Louisiana? En esencia, por razones de estrategia militar y no por nada que se le pareciera a la codicia económica imperial que suponen nuestros desinformados idiotas. Al contrario: como suele suceder, la adquisición de la Louisiana provocó una sustancial caída de los precios de la propiedad rural (entonces casi todo era rural) y el per cápita norteamericano disminuyó un veinte por ciento. Las motivaciones eran de otra índole: mientras Napoleón quería unos Estados Unidos fuertes, capaces de hacerle frente a Inglaterra, los norteamericanos de entonces temían a los franceses y a los indios, pues estos últimos hacía muchas décadas que habían abandonado los arcos y flechas, dominaban los enfrentamientos con pólvora y balas, y aunque carecían de estructuras sociales y políticas complejas, eran capaces de establecer pactos militares con las potencias europeas, como se había visto en la propia guerra de independencia americana cuando los franceses consiguieron alistarlos en su bando para hacer frente a los británicos.

La Doctrina Monroe es el acta oficial de nacimiento del imperialismo americano.
En 1823 el presidente James Monroe, entonces al final de su segundo mandato, coloca la piedra de fuste de lo que algún renombrado idiota latinoamericano ha llamado «el acta oficial de nacimiento del imperialismo americano». Craso error de análisis. Un examen más serio de esa «doctrina» y de las causas que sugirieron su proclamación más bien apuntaría en la dirección contraria: es la doctrina del antiimperialismo.
En ese frío diciembre, en el que Monroe declaraba oficialmente que los europeos no eran bienvenidos en tierras americanas —en las del sur y en las del norte—, Francia, el Imperio austrohúngaro y —sobre todo— Rusia, habían constituido una Santa Alianza para fortalecer las monarquías absolutistas acosadas en Europa por las ideas liberales y en América por el establecimiento de repúblicas independientes. Esa Santa Alianza, encabezada por los «Cien mil hijos de San Luis» aportados por los franceses, había entrado a sangre y fuego en España para restaurar los poderes dictatoriales de Fernando VII y eliminar del gobierno a los liberales que tres años antes habían obligado al monarca a aceptar una Constitución que recortaba notablemente su autoridad.

Monroe y su gabinete, pues, tenían muy buenas razones para tratar de alejar a los europeos del continente. Una década antes, durante la peligrosísima Guerra de 1812, los ingleses habían regresado a Washington, ya capital de Estados Unidos, para incendiarla, y no era tan descabellado suponer que las potencias reaccionarias intentaran destruir el foco republicano que había inspirado la mayor parte de las revueltas en el Nuevo Mundo. Al fin y al cabo, los rusos, aprovechando las confusas fronteras de la zona norte de América, habían descendido por la costa del Pacífico hasta lo que es hoy San Francisco, mientras los ejércitos españoles derrotados en el continente se reagrupaban en Cuba, colonia ibérica regida bajo estatutos de plaza militar en estado de sitio. De manera que la constitución de un gran ejército formado por el bloque de las monarquías absolutistas que intentara reconstruir el imperio español en América era bastante más que una quimera: se trataba de un peligro real para Estados Unidos. Obviamente, esa Doctrina Monroe —América para los americanos— que tanto irrita a nuestros idiotas latinoamericanos contemporáneos, no fue percibida de igual manera por los libertadores de nuestras repúblicas. Por el contrario, fue saludada jubilosamente por quienes encontraban en Washington una clara coincidencia de intereses e ideales. Y un aliado natural para defenderlos.

Con el decurso del tiempo esa «doctrina», como lo veremos, fue utilizada en sentido parcialmente diferente a su formulación original, pero en la mayor parte de los casos es probable que el resultado final haya sido conveniente para Hispanoamérica, diga lo que diga el inefable idiota a quien con toda devoción va dedicado este libro.

Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos.
La melancólica frase, adjudicada a Porfirio Díaz (entre otros), refleja la comprensible actitud de los mexicanos. Y es natural que así sea: entre 1835 y 1848 la mitad norte del territorio mexicano pasó a formar parte de Estados Unidos. Sin embargo, cuanto allí sucedió tiene una explicación muchn más compleja que el consabido espasmo imperial al que Se atribuye el traspaso de territorio.

Para comenzar, las fronteras de los países latinoamericanos surgidos en el primer cuarto del siglo xix no se delimitaron hasta bastante tiempo después de haber sido expulsada España del continente sudamericano. El perímetro por el que hoy conocemos a Argentina, Perú, Ecuador, Colombia Venezuela o Brasil es bastante diferente al que tenían al alcanzar la independencia. Centroamérica, que hoy está formada por cinco repúblicas independientes, entonces estaba políticamente integrada a la Capitanía General de Guatemala, entidad que —a su vez— se sujetaba a la autoridad del virreinato de México, lo que no impidió que en 1821, poco después de haberse constituido el nuevo estado mexicano, se declarara independiente.

Pero si esto ocurría en el sur de México —poblado y evangelizado desde el siglo xvi—, en el norte el cuadro era de un absoluto descontrol, acelerado por el caos y por las enormes pérdidas provocadas por la guerra de Independencia entre 1810 y 1816, período en el que medio millón de mexicanos murieron de forma violenta de una población que apenas alcanzaba los cuatro millones.

En 1819, tras la «compra» de la Florida —más para acabar de cerrar el trato con España que por verdadera convicción—, Estados Unidos había aceptado la soberanía de Madrid sobre el territorio casi vacío de Tejas —entonces escrito con x—, como la frontera oeste de Louisiana, pero inmediatamente comenzó (más bien siguió) la invasión de inmigrantes norteamericanos a la región, fenómeno que, lejos de detenerse, se aceleró con el establecimiento de la convulsa república mexicana dos años más tarde. En 1836, cuando, tras una breve guerra, se declara la República de Texas, de los treinta y cinco mil pobladores de la enorme región, treinta mil son norteamericanos, y de los cinco mil mexicanos restantes, una buena parte prefería vivir bajo la bandera de la Unión que bajo el desorden permanente, las rebeliones, y los atropellos del general Santa Anna, empeñado en centralizar n la distante capital los asuntos de aquella región, remota y abandonada.

Apenas diez anos más tarde se repite el fenómeno, aunque en esta oportunidad es más evidente el surgimiento de un supersticioso sentimiento de superioridad racial y cultural en Estados Unidos, que pronto cobraría el nombre de «Destino Manifiesto» —ser los amos y señores de todo el continente, desde Alaska a la Patagonia, en virtud de un borroso designio divino—, precisamente alimentado, entre otras razones, por la facilidad con que México fue derrotado por los téjanos, pese a tener más o menos las mismas dimensiones que Estados Unidos, aproximadamente la misma población y un ejército seis veces mayor. Ese mismo año, 1846, Gran Bretaña se ve obligada a firmar el Pacto de Oregón y a delimitar la frontera noroeste de Estados Unidos en su actual posición, lo que confina a Rusia en el rincón norteño de Alaska, en aquel entonces poco más que un semihelado coto de caza y pesca, dato que aclara por qué dos décadas más tarde (1867) el Zar decide vender este territorio a Estados Unidos por un precio módico, operación, no obstante, que les pareció onerosa a unos norteamericanos que acababan de salir de una espantosa guerra civil. La llamaron, para burlarse, «la compra del hielo».


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TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL - Página 2 Empty Re: TRATADO DE FOCAPAPAGAYOLOGIA VOL I : EL MANUAL DEL PERFECTO IDIOTA LATIOAMERICANO Y ESPAÑOL

Mensaje por El Compañero Jue Jul 31, 2008 10:56 am

CAPITULO X: YANQUI GO HOME CONT...

Sólo faltaba, pues, delimitar el suroeste. En el momento en el que el presidente Polk —el único gobernante americano realmente imbuido de una percepción imperial de la política exterior— admitió a Texas dentro de la Unión (1846), el general Santa Anna le declaró la guerra a Estados Unidos, oportunidad que aprovecharon los norteamericanos (probablemente la esperaban con ansiedad) para infligirle a México otra severa derrota e imponerle en el tratado de paz la pérdida de Nuevo México y California, esta última, una zona del país en la que la mínima vigencia mexicana se limitaba a la Presencia de unas avanzadillas culturales de carácter religioso, heroicas y solitarias, conocidas como «misiones». México, en efecto, tras perder por el sur la vital región centroamericana, había perdido, por el norte, la mitad de su territorio pero ésa era la mitad que España nunca tuvo del todo, porque no le alcanzaron las fuerzas o el tiempo para una verdadera colonización.
La guerra entre España y Estados Unidos fue el enfrentamiento entre la espiritualidad de Ariel y el materialismo de Calibán.

Tras la Guerra de México (1846-1848) —la primera vez que Estados Unidos salía a pelear en serio fuera de sus fronteras—, y durante medio siglo, el «intervencionismo» norteamericano cesó casi totalmente, pero a mediados de 1898 esa situación cambió de manera radical. En esas fechas, la marina de Estados Unidos destruyó las flotas españolas atracadas en Manila —Filipinas— y en Santiago de Cuba, poniendo fin a cuatrocientos años de dominio europeo sobre Cuba, Puerto Rico y varios millares de islas, islotes y cayos desperdigados por el Pacífico.
Para entender las razones que explican estos hechos —generalmente ignoradas o tergiversadas por nuestros idiotas de siempre— hay que tener en cuenta, en primer lugar, la atmósfera internacional en que se inscribieron, y —en segundo término— ciertas evoluciones de naturaleza tecnológica que generaron un modo distinto de percibir el «equilibrio de poderes», norte de todas las estrategias geopolíticas desde el siglo xviii.

Los años 1885 y 1886 marcan el momento estelar del imperialismo europeo en el planeta. Inglaterra, Francia y Alemania se reparten lo que hoy llamaríamos el Tercer Mundo. En Berlín se reúnen oficialmente las potencias para precisar las «zonas de influencia» en las que África quedará dividida. Inglaterra vive la gloria de su período Victoriano, y el escritor Rudyard Kipling proclama «la responsabilidad del hombre blanco», esto es, llevar a los pueblos oscuros y atrasados el fulgor de la civilización y las ventajas del desarrollo. Y prácticamente nadie, a derecha o a izquierda, cuestiona esta visión racista de los imperios. Marx, por ejemplo, la apoyaba, pues cómo creer en la victoria final del proletariado allí donde ni siquiera existía. Primero era necesario crearlo, y eso sólo resultaba posible por la enérgica labor de las metrópolis blancas, especialmente las de origen anglogermánico.

Estados Unidos, que siempre se autopercibió como una prolongación mejorada de Europa, y no como una cosa diferente (fenómeno que sí les ocurría a los hispanoamericanos), por un lado, participaba de esta atmósfera, pero por el otro temía el desborde imperial de las potencias europeas sobre América Latina, peligro que podía materializarse por el sencillo expediente de ocupar los países morosos para cobrar cuentas pendientes.

También por aquellos años apareció publicado un libro de estrategia militar que leyeron todos los políticos de la época, escrito por el oficial norteamericano Alfred Thayer Mahan, y en el que se defendía la necesidad de contar con una gran marina —como Inglaterra— para poder defender las rutas comerciales y «proyectar» el poder militar en todos los rincones del globo. Pero como ya la navegación a vela comenzaba a ser cosa del pasado, y los grandes acorazados de hierro necesitaban enormes cantidades de carbón para navegar, era indispensable contar con un rosario de bases de aprovisionamiento —las «carboneras»— capaces de suministrar el combustible.

Grosso modo, son estos factores de fondo, unidos a la impopularidad que despertaba España en Estados Unidos como consecuencia de los horrores cometidos en la guerra que sus tropas sostenían contra los insurrectos cubanos (1895-1898), a lo que se suma la explosión del acorazado norteamericano Mai-ne en la bahía de La Habana —suceso de origen desconocido, pero atribuido a los españoles—, lo que precipita la confrontación entre Washington y Madrid. Todo encajaba: la causa —expulsar a España de Cuba y detener la matanza— era sumamente popular; los nacionalistas/imperialistas, con Teddy Roosevelt a la cabeza, veían una oportunidad única de heredar un imperio planetario a un bajísimo costo y —de paso— llevar el progreso, la democracia y la justicia a pueblos que habían vivido infelizmente sojuzgados por el decadente imperio hispa-nocatólico. Por último, ese gesto convertía a Estados Unidos en la potencia indiscutible del Nuevo Mundo... pero colocaba sobre Washington la responsabilidad de mantener la ley y el orden en su «traspatio», tarea ingrata, probablemente imposible de llevar a cabo, pero perfectamente seductora para una joven y optimista potencia que se creía capaz de cualquier hazaña tras una historia en la que no había conocido las derrotas.

Estados Unidos ha respaldado a todas las tiranías latinoamericanas.
La ilusión no duró demasiado. En efecto, tras la Guerra Hispano-Americana, Estados Unidos conoció la sangrienta revuelta en Filipinas —que le costará 6.000 bajas—, archipiélago al que concedió la independencia en 1946, y durante el primer tercio de siglo, exactamente hasta la presidencia de Franklin D. Roosevelt, intervino militarmente varias veces en Cuba, República Dominicana, Haití o Nicaragua, generalmente por la misma razón: «invitado» por una de las dos facciones —o por las dos, como ocurrió en Cuba en 1906— a poner orden en medio de una trifulca local originada por un fraude electoral, o para evitar que una potencia extranjera se cobrara a cañonazos una deuda pendiente, situación que a fines del xix estuvo a punto de provocar una guerra entre Washington y Londres por «culpa» de una Caracas morosa.
Naturalmente, no todas las intervenciones tenían el mismo origen: la de Panamá, en 1903, sin duda, fue un acto imperial motivado por la necesidad que tenía Estados Unidos de comunicar por mar las dos costas americanas —proyecto que era más fácil de llevar a cabo con una débil república controlada desde su inicio que mediante una laboriosa negociación con Colombia, país del que se segregó el territorio del Istmo valiéndose de un viejo sentimiento independentista local—- mientras la de México (1916) fue una mera (e inútil) operación de castigo contra Pancho Villa fundamentada en el «derecho de persecución». Pero el espíritu general que animaba a los gobiernos norteamericanos de aquellos años, de ]VlacKinley a F. D. Roosevelt, fue siempre el mismo: disciplinar a esos pueblos díscolos y oscuros del sur, aparentemente incapaces de autogobernarse eficientemente. Kipling también mandaba en el State Department.

El patrón intervencionista era siempre el mismo, y partía del criterio simplista de que el problema consistía en la falta de una legislación adecuada que diera origen a instituciones sólidas. De acuerdo con este diagnóstico —basado en la experiencia americana—, los interventores echaban las bases de un sistema sanitario moderno, creaban unos rudimentarios mecanismos de recaudación fiscal, reorganizaban el poder judicial, adiestraban un cuerpo de policía militar y organizaban unas precarias elecciones. Precisamente, de esos cuerpos de policía militar surgieron jóvenes y avispados oficiales como Anastasio Somoza y Rafael L. Trujillo, luego convertidos en dos dictadores sanguinarios de triste recuerdo.

Tras el crash norteamericano del 29, pero especialmente tras la elección del segundo Roosevelt, todo eso cambió. La «política de buena vecindad» inaugurada por el popular presidente demócrata era una franca retractación de lo que habían hecho durante más de treinta años, pero no por un ejercicio de reflexión moral, sino por fatiga y frustración. Habían comprobado que el orden, el respeto por la ley y la eficiencia no podían ser impuestos por los marines. Por el contrario, lo que con frecuencia se lograba era beneficiar a unos políticos inescrupulosos a expensas de otros más o menos parecidos. De ahí que el corolario de la doctrina diplomática de Roosevelt fuera la cínica frase sobre Somoza atribuida a su Canciller: «Sí, es un hijo de ****, pero es nuestro hijo de puta». Y esa complaciente indiferencia fue lo que prevaleció en Washington hasta que la Guerra Fría volvió a provocar otra ola intervencionista.

El imperialismo intervenía en Centroamérica en defensa de la United Fruit.
En efecto, probablemente la «política de buena vecindad» (una especie de «benevolente negligencia», como se le ha llamado) se hubiera convertido en la norma diplomática norteamericana con relación a América Latina de no haber comenzado la Guerra Fría tras la derrota del eje nazifascis-ta en 1945. Hasta esa fecha, los comunistas de América, que se habían vuelto «pronorteamericanos» cuando Stalin en 1941 les dio la orden, volvieron a la tradición antiyanqui de siempre, y es en ese contexto, hecho de suspicacias, paranoias y —también hay que admitirlo— de instinto de conservación, donde arraiga el intervencionismo norteamericano en el período que abarca desde el derrocamiento del guatemalteco Jacobo Arbenz en 1954, hasta (en cierta medida) la invasión de Panamá en 1989, pasando por Bahía de Cochinos en 1961, la financiación de la oposición armada nicaragüense (1982-1990), y la invasión de Granada (1983). El caso de Haití, como se verá al final, forma parte de otra etapa diferente: la actual.

La más extendida interpretación del golpe militar fraguado contra el coronel Jacobo Arbenz —y a la que le gusta afiliarse con entusiasmo al idiota latinoamericano— nos dice que la conspiración que lo derrocara se debió a las reformas económicas radicales introducidas por Arbenz, pero la verdad histórica es otra: al margen de que la United Fruit —«mamita Yunai»— pudiera sentirse perjudicada por la reforma agraria, lo que movió a la CÍA a armar una expedición militar contra ese gobierno legítimamente electo fue la compra de armamento checo y los fuertes vínculos de Arbenz con el comunismo, dato —por cierto— que en aquel entonces denunció con energía toda la «izquierda democrática» latinoamericana —Rómulo Betancourt, Pepe Figueres, Raúl Roa, posteriormente canciller del castrismo por más de una década—, entonces embarcada en la cruzada anticomunista.

Curiosamente, el «éxito» de la CÍA en Guatemala y la incapacidad de ese organismo para distinguir matices —todo era rojo y todo era igual— fue lo que precipitó el fracaso, siete años más tarde, de los planes anticastristas forjados durante la administración de Eisenhower, cuando los mismos funcionarios que habían ideado la campaña contra Arbenz desempolvaron el mismo modo de actuación contra un gobierno y un líder totalmente diferentes, conduciendo al presidente Kennedy a su primer gran fiasco en la —desde entonces— famosa Bahía de Cochinos o Playa Girón.

Que no hubiera «otra Cuba» —episodio de la Guerra Fría que incluía bases de submarinos soviéticos en Cienfuegos, en el sur de la Isla, y hasta una estación de espionaje cercana a La Habana que todavía se mantiene— fue luego el leitmotiv de la política intervencionista de todas las administraciones norteamericanas en la zona. Política que no se basaba en juicios ideológicos, como prueba el caso de Guyana, país que vivió sin sobresaltos un largo período de radicalismo económico que no le impidió tener relaciones normales con Estados Unidos.

No obstante, es conveniente advertir que, desde la desaparición de la URSS, el intervencionismo político norteamericano ha disminuido al extremo de haberse hecho pública una no tan secreta «orden ejecutiva» del presidente Clinton prohibiendo las acciones encubiertas de la CÍA en América Latina desde principios de 1995. Lo que no supone que Estados Unidos se cruzará de brazos cuando crea que peligra la «seguridad nacional», motivo que explica la intervención en Haití en 1994. ¿Acaso porque la dictadura haitiana podía ser un «peligro» para los poderosos Estados Unidos? Por supuesto que no. La intervención se produjo por dos razones: para impedir el éxodo salvaje de boat people rumbo a las costas de la Florida y por los evidentes vínculos entre los militares haitianos y el narcotráfico internacional.

Ese ejemplo —el haitiano— señala cuál va a ser la política de Estados Unidos en el futuro inmediato con relación a América Latina: sólo actuarán para «defenderse» de estos dos tipos de «peligros» definidos por sus estrategas: las mi-graciones incontroladas o las bandas de narcotraficantes como lo demuestra la decisión del presidente Clinton de «descertificar» a Colombia el 1 de marzo de 1996, privándola de ventajas arancelarias, por las vinculaciones de la clase política con el cartel de Cali, y las contribuciones de esta organización mañosa a la campaña electoral del presidente Samper.

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