LA MODERNIDAD EN CUBA
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LA MODERNIDAD EN CUBA
¡Dale, que ya montó!
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Así paga el hombre moderno su delirio de velocidad, su afán de ir contra las propias leyes de la naturaleza, su ansia loca de robar al tiempo unos minutos, creyendo que vive de manera más intensa y fecunda.
ImageEsfumada ya, en el correr de los días, la honda preocupación que en todos los espíritus ingenuos, y timoratos produjeron últimamente en nuestro país las elecciones para cargos de padres de la patria, la conspiración que ha pasado a la historia con el nombre de "conspiración de la cueva de los Camarones", y la espantosa epidemia de fiebre tifoidea desaparecida inmediatamente que se celebraron las elecciones, nos queda como calamidad permanente en la República el trágico balance de muertos y heridos a consecuencia de accidentes automovilísticos, en La Habana y en la carretera central, especialmente.
Así paga el hombre moderno su delirio de velocidad, su afán de ir contra las propias leyes de la naturaleza, su ansia loca de robar al tiempo unos minutos, creyendo que vive de manera más intensa y fecunda.
Los accidentes automovilísticos han llegado a constituir en nuestra República problema de tanta gravedad, que se ha creado una comisión especial a fin de buscar el modo de evitarlos o disminuirlos, se han celebrado "semanas" tendientes a divulgar entre el pueblo los medios necesarios para prever los accidentes de esa naturaleza, y el señor fiscal de la Audiencia de La Habana ha creído necesario dirigirse a los jueces de instrucción y correccionales y a los jefes de la Policía Nacional, Secreta y Judicial, recomendándoles la adopción de medidas severas para reprimir de modo efectivo los delitos por imprudencia temeraria que cometen los conductores de vehículos.
Los últimos casos de accidentes han batido todos los récords anteriores de muertos y heridos: en uno de ellos fallecieron ocho pasajeros de un ómnibus y más de veinte resultaron heridos de gravedad; en un solo día se registraron once muertos y cincuenta y cuatro heridos.
Mucho se ha escrito y discutido sobre el asunto y quién más y quién menos se considera capacitado para emitir su opinión y ofrecer soluciones.
Hasta ahora el criterio general de los opinantes se inclina a echar la culpa toda de los accidentes a los choferes de los vehículos, juzgándose también que el remedio al mal se halla en el castigo durísimo a los causantes de las desgracias personales.
Pero aunque, desde luego, el responsable directo y ultimo de los accidentes puede ser el chofer, y éste en muchos casos merece que el peso de la ley le haga ver y sufrir las consecuencias de su imprudencia, hay otros muchos responsables y otros múltiples medios de evitar o disminuir los accidentes automovilísticos.
El problema es, por encima de todo, un problema de costumbres públicas y privadas de la sociedad criolla de nuestros días, que se ha visto envuelta en el vértigo de velocidad mundial, agravado en nuestro caso por los defectos y los vicias inherentes al criollo de todos los tiempos. Por creerlo así, este Curioso Parlanchín se permite meter mano en el asunto y echar su cuarto a espadas sobre el problema, a título de costumbrista profesional.
Por lo pronto, es la civilización de nuestros días la máxima culpable de los accidentes automovilísticos. Desde que el hombre inventó el vehículo de motor como sustituto de la tracción animal, la velocidad se impuso como una de las características esenciales de la vida contemporánea. Todo hoy se encuentra mecanizado a base de lograr la máxima velocidad o rapidez posible, lo mismo en las industrias, en el comercio, que en los simples actos del traslado diario de un lugar a otro, de la casa al trabajo, que en los no menos vulgares paseos o esparcimientos del cuerpo y del espíritu. Las industrias sólo piensan en producir el máximum de objetos en el mínimum de tiempo. El comercio aspira a poner las mercancías en los más apartados rincones de la tierra antes que sus competidores. La oficinista y el obrero demoran hasta el último momento el abandono del lecho en las horas de la mañana, confiados en que las guaguas y los ómnibus los conducirán a la oficina o al taller al pestañear de un mosquito o a tiro rápido. La niña bien y el chiquito de sociedad que poseen su cuña o su maquinón, consideran elegante y muy propio de su distinguida posición social, dar rueda a matarse por la carretera central y aun por las calles y avenidas de nuestros repartos, no porque los impulse ninguna urgente cita, sino por el placer, muy moderno, de correr vertiginosamente. Y no digamos del señor hacendado o industrial que considera viste bien su papel de seudomillonario el ordenar al chófer: "Aprisa, Fulano, que ya se ha hecho tarde y me esperan en la oficina. el banco o el ingenio".
Este delirio de velocidad ha llegado a formar una segunda naturaleza del hombre moderno, sobre todo del hombre de las grandes capitales y ciudades importantes, del hombre urbano. Ya el automóvil va resultando poco veloz, y lo mismo ocurre con los trenes y los vapores, y se acude al aeroplano. La correspondencia postal ordinaria y hasta la telegráfica son desplazadas, respectivamente, por la correspondencia especial aérea y por el radio y el teléfono. Los negocias se planean, discuten y resuelven, para llevarlos a cabo más rápidamente, por teléfono de larga distancia, y se firman trasladándose una de las partes al país de la otra parte, en aeroplano, en un viaje rapidísimo, de ida y vuelta, en breves horas.
Si examináramos todos y cada uno de los casos que en un día o en una semana ocurren en nuestra capital de delirio de velocidad, no solo traslativa, sino comercial, industrial, etc., nos encontraríamos con que esa rapidez que se ha querido emplear es totalmente inútil y sólo se ha utilizado por contagio, por hábito, por costumbre. Se explica que en casos excepcionales, tales como un enfermo grave, un incendio, un naufragio y otros análogos que requieran el rápido traslado de un lugar a otro, se fuercen automóviles, aeroplanos, vapores, trenes, para ir en auxilio de los seres humanos que se encuentran en peligro; pero no tiene justificación de ninguna clase que una guagua o un ómnibus, con itinerario precisado de antemano, se lance a correr desaforadamente por calles, avenidas y carreteras, o que cometan igual barbaridad la niña bien o el chiquito de sociedad en su viaje al club o en el paseo campestre. Y la mejor prueba de lo innecesarias que son esas velocidades máximas automovilísticas la tendremos observando qué hacen las personas que las emplean al llegar al punto de destino. Pues no hacen absolutamente nada de particular. Se sientan reposadamente en la oficina o en el club, o se entretienen conversando con amigos y conocidos o se dirigen al café inmediato a tomar una copa o un refresco. . . Los minutos que han sido ganados en la rapidez del viaje se pierden después, centuplicados, en naderías. Contagiados por esta fiebre de velocidad, los propios vehículos de los guardadores del orden —motocicletas y perseguidoras— van siempre disparados, como si en todos los casos fueran a prestar un servicio urgente, y no se encontrasen realizando el ordinario recorrido por las zonas que les corresponden. Tal ocurrió en forma grave durante los primeros meses de ser implantado en La Habana el servicio de perseguidoras, rectificándose después esas innecesarias velocidades al comprobarse que además de su inutilidad, habían llegado a ocasionar numerosas víctimas.
Como se ve, el que maneja un automóvil de cualquier clase que este sea, ya de servicio particular o público, sólo es culpable en un cincuenta por ciento del exceso de-velocidad, pues en él influyen, como ya he dicho, los hábitos y costumbres modernos y la segunda naturaleza que en todo hombre contemporáneo ha creado ese vértigo de rapidez que hoy domina a la humanidad.
El otro cincuenta por ciento de responsabilidad les toca, y deben repartírselo, los demás sujetos que tienen alguna relación con el automóvil y con el chofer: 1. Las autoridades, que son las primeras en infringir, a título de tales autoridades, las reglas y disposiciones de tránsito, y para las que no rezan ni unas ni otras, teniendo generalmente vía libre para correr cuanto deseen, ya que llevan como patente de corso para atropellar impunemente a sus semejantes, la chapa oficial, y después encuentran en los jueces y tribunales la benignidad natural que suelen guardar los funcionarios judiciales con aquellos personajes influyentes que pueden perjudicarlos en su carrera; 2. Los dueños de automóviles, que con una inconsciencia rayana en lo criminal, incitan a sus choferes a correr como locos, sin pensar siquiera en el peligro que amenaza a sus propios familiares que van en el vehículo; 3. Los pasajeros de las guaguas y los ómnibus, que, lejos de requerir a los choferes cuando corren, permanecen indiferentes o hasta participan como regocijados espectadores de la carrera hacia la muerte o del regateo que mantiene con otras guaguas u ómnibus de líneas en competencia; 4. Los funcionarios municipales —en el caso de La Habana y nacionales —en lo que a la carretera central se refiere—, que no se han preocupado de dotar a nuestra capital y a la República de reglamentos y disposiciones prácticos que regulen las líneas, determinen las horas invertibles en los itinerarios, los cambios forzosos de choferes cada determinado tiempo y otras varias circunstancias que harían imposibles los excesos de velocidad o determinarían la culpa exclusiva de los choferes en los casos de accidentes; 5. La ausencia de energía justa en los jueces y tribunales, dejándose influenciar por las recomendaciones de los políticos, los gobernantes y los poderosos, en perjuicio fatal del "ciudadano desconocido"; 6. El desmedido afán de lucro de las empresas de ómnibus y guaguas y los sistemas primitivos que en su organización y desenvolvimiento emplean todavía, así como lo totalmente inapropiados que son la mayoría de los vehículos de servicio público, para nuestras calles y carreteras; 7. El procedimiento defectuoso y arbitrario en que han solido concederse los permisos de circulación y los títulos de choferes, y la falta de supervisión adecuada para impedir que guíen automóviles individuos reconocidos como ebrios habituales. . .
Me atrevo a apostar el sobresueldo de cualquier senador o representante o las buscas de algún funcionario o autoridad, contra un número de la Bolita Nacional, que si los pasajeros de los ómnibus y guaguas se propusieran impedir que los choferes corrieran, quedarían disminuidos en más de la mitad los accidentes que ocurren hoy en día. Cuando todos o la mayoría de los pasajeros obligasen al chofer a llevar una velocidad prudencial, se harían imposibles los choques contra otros vehículos o contra árboles, postes, etc., y las caídas en cunetas, alcantarillas, ríos. . . Y si las autoridades cumplieran estrictamente con su deber y desapareciesen los privilegios personales o de clase, sería muy fácil contrarrestar la fiebre de velocidad que hoy domina a los criollos —tal vez más, aunque ello parezca raro, que a los ciudadanos de cualquier otro país de Europa o América— dejándose inutilizados por la presión decisiva del público y de las autoridades, a los choferes para que se lanzasen a diario, como hoy ocurre, a una loca e ininterrumpida carrera de la muerte por calles, paseos y carreteras de esa gran pista que es la República de Cuba.
Un matemático francés da la siguiente regla para calcular la edad a que puede llegar una persona. No tiene aplicación para los niños menores de doce años ni para los adultos que pasen de los ochenta.
La regla es: réstese de 86 la cifra, de la edad, divídase el resto por dos, y se obtendrá casi el mismo numero de años que calculan las tablas de mortalidad usadas por las compañías de seguros de vida
* Para las lectoras aficionadas a descubrir el carácter de las personas por signos damos las siguientes indicaciones con respecto a la nariz de nuestro prójimo:
Nariz pálida : cinismo.
Nariz hendida: benevolencia.
Nariz recta: perspicacia, finura, seriedad y exactitud.
Nariz larga: mérito. Nariz ancha: sensualidad.
Nariz pequeña: espíritu brillante y primaveral, dulzura y suavidad.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Así paga el hombre moderno su delirio de velocidad, su afán de ir contra las propias leyes de la naturaleza, su ansia loca de robar al tiempo unos minutos, creyendo que vive de manera más intensa y fecunda.
ImageEsfumada ya, en el correr de los días, la honda preocupación que en todos los espíritus ingenuos, y timoratos produjeron últimamente en nuestro país las elecciones para cargos de padres de la patria, la conspiración que ha pasado a la historia con el nombre de "conspiración de la cueva de los Camarones", y la espantosa epidemia de fiebre tifoidea desaparecida inmediatamente que se celebraron las elecciones, nos queda como calamidad permanente en la República el trágico balance de muertos y heridos a consecuencia de accidentes automovilísticos, en La Habana y en la carretera central, especialmente.
Así paga el hombre moderno su delirio de velocidad, su afán de ir contra las propias leyes de la naturaleza, su ansia loca de robar al tiempo unos minutos, creyendo que vive de manera más intensa y fecunda.
Los accidentes automovilísticos han llegado a constituir en nuestra República problema de tanta gravedad, que se ha creado una comisión especial a fin de buscar el modo de evitarlos o disminuirlos, se han celebrado "semanas" tendientes a divulgar entre el pueblo los medios necesarios para prever los accidentes de esa naturaleza, y el señor fiscal de la Audiencia de La Habana ha creído necesario dirigirse a los jueces de instrucción y correccionales y a los jefes de la Policía Nacional, Secreta y Judicial, recomendándoles la adopción de medidas severas para reprimir de modo efectivo los delitos por imprudencia temeraria que cometen los conductores de vehículos.
Los últimos casos de accidentes han batido todos los récords anteriores de muertos y heridos: en uno de ellos fallecieron ocho pasajeros de un ómnibus y más de veinte resultaron heridos de gravedad; en un solo día se registraron once muertos y cincuenta y cuatro heridos.
Mucho se ha escrito y discutido sobre el asunto y quién más y quién menos se considera capacitado para emitir su opinión y ofrecer soluciones.
Hasta ahora el criterio general de los opinantes se inclina a echar la culpa toda de los accidentes a los choferes de los vehículos, juzgándose también que el remedio al mal se halla en el castigo durísimo a los causantes de las desgracias personales.
Pero aunque, desde luego, el responsable directo y ultimo de los accidentes puede ser el chofer, y éste en muchos casos merece que el peso de la ley le haga ver y sufrir las consecuencias de su imprudencia, hay otros muchos responsables y otros múltiples medios de evitar o disminuir los accidentes automovilísticos.
El problema es, por encima de todo, un problema de costumbres públicas y privadas de la sociedad criolla de nuestros días, que se ha visto envuelta en el vértigo de velocidad mundial, agravado en nuestro caso por los defectos y los vicias inherentes al criollo de todos los tiempos. Por creerlo así, este Curioso Parlanchín se permite meter mano en el asunto y echar su cuarto a espadas sobre el problema, a título de costumbrista profesional.
Por lo pronto, es la civilización de nuestros días la máxima culpable de los accidentes automovilísticos. Desde que el hombre inventó el vehículo de motor como sustituto de la tracción animal, la velocidad se impuso como una de las características esenciales de la vida contemporánea. Todo hoy se encuentra mecanizado a base de lograr la máxima velocidad o rapidez posible, lo mismo en las industrias, en el comercio, que en los simples actos del traslado diario de un lugar a otro, de la casa al trabajo, que en los no menos vulgares paseos o esparcimientos del cuerpo y del espíritu. Las industrias sólo piensan en producir el máximum de objetos en el mínimum de tiempo. El comercio aspira a poner las mercancías en los más apartados rincones de la tierra antes que sus competidores. La oficinista y el obrero demoran hasta el último momento el abandono del lecho en las horas de la mañana, confiados en que las guaguas y los ómnibus los conducirán a la oficina o al taller al pestañear de un mosquito o a tiro rápido. La niña bien y el chiquito de sociedad que poseen su cuña o su maquinón, consideran elegante y muy propio de su distinguida posición social, dar rueda a matarse por la carretera central y aun por las calles y avenidas de nuestros repartos, no porque los impulse ninguna urgente cita, sino por el placer, muy moderno, de correr vertiginosamente. Y no digamos del señor hacendado o industrial que considera viste bien su papel de seudomillonario el ordenar al chófer: "Aprisa, Fulano, que ya se ha hecho tarde y me esperan en la oficina. el banco o el ingenio".
Este delirio de velocidad ha llegado a formar una segunda naturaleza del hombre moderno, sobre todo del hombre de las grandes capitales y ciudades importantes, del hombre urbano. Ya el automóvil va resultando poco veloz, y lo mismo ocurre con los trenes y los vapores, y se acude al aeroplano. La correspondencia postal ordinaria y hasta la telegráfica son desplazadas, respectivamente, por la correspondencia especial aérea y por el radio y el teléfono. Los negocias se planean, discuten y resuelven, para llevarlos a cabo más rápidamente, por teléfono de larga distancia, y se firman trasladándose una de las partes al país de la otra parte, en aeroplano, en un viaje rapidísimo, de ida y vuelta, en breves horas.
Si examináramos todos y cada uno de los casos que en un día o en una semana ocurren en nuestra capital de delirio de velocidad, no solo traslativa, sino comercial, industrial, etc., nos encontraríamos con que esa rapidez que se ha querido emplear es totalmente inútil y sólo se ha utilizado por contagio, por hábito, por costumbre. Se explica que en casos excepcionales, tales como un enfermo grave, un incendio, un naufragio y otros análogos que requieran el rápido traslado de un lugar a otro, se fuercen automóviles, aeroplanos, vapores, trenes, para ir en auxilio de los seres humanos que se encuentran en peligro; pero no tiene justificación de ninguna clase que una guagua o un ómnibus, con itinerario precisado de antemano, se lance a correr desaforadamente por calles, avenidas y carreteras, o que cometan igual barbaridad la niña bien o el chiquito de sociedad en su viaje al club o en el paseo campestre. Y la mejor prueba de lo innecesarias que son esas velocidades máximas automovilísticas la tendremos observando qué hacen las personas que las emplean al llegar al punto de destino. Pues no hacen absolutamente nada de particular. Se sientan reposadamente en la oficina o en el club, o se entretienen conversando con amigos y conocidos o se dirigen al café inmediato a tomar una copa o un refresco. . . Los minutos que han sido ganados en la rapidez del viaje se pierden después, centuplicados, en naderías. Contagiados por esta fiebre de velocidad, los propios vehículos de los guardadores del orden —motocicletas y perseguidoras— van siempre disparados, como si en todos los casos fueran a prestar un servicio urgente, y no se encontrasen realizando el ordinario recorrido por las zonas que les corresponden. Tal ocurrió en forma grave durante los primeros meses de ser implantado en La Habana el servicio de perseguidoras, rectificándose después esas innecesarias velocidades al comprobarse que además de su inutilidad, habían llegado a ocasionar numerosas víctimas.
Como se ve, el que maneja un automóvil de cualquier clase que este sea, ya de servicio particular o público, sólo es culpable en un cincuenta por ciento del exceso de-velocidad, pues en él influyen, como ya he dicho, los hábitos y costumbres modernos y la segunda naturaleza que en todo hombre contemporáneo ha creado ese vértigo de rapidez que hoy domina a la humanidad.
El otro cincuenta por ciento de responsabilidad les toca, y deben repartírselo, los demás sujetos que tienen alguna relación con el automóvil y con el chofer: 1. Las autoridades, que son las primeras en infringir, a título de tales autoridades, las reglas y disposiciones de tránsito, y para las que no rezan ni unas ni otras, teniendo generalmente vía libre para correr cuanto deseen, ya que llevan como patente de corso para atropellar impunemente a sus semejantes, la chapa oficial, y después encuentran en los jueces y tribunales la benignidad natural que suelen guardar los funcionarios judiciales con aquellos personajes influyentes que pueden perjudicarlos en su carrera; 2. Los dueños de automóviles, que con una inconsciencia rayana en lo criminal, incitan a sus choferes a correr como locos, sin pensar siquiera en el peligro que amenaza a sus propios familiares que van en el vehículo; 3. Los pasajeros de las guaguas y los ómnibus, que, lejos de requerir a los choferes cuando corren, permanecen indiferentes o hasta participan como regocijados espectadores de la carrera hacia la muerte o del regateo que mantiene con otras guaguas u ómnibus de líneas en competencia; 4. Los funcionarios municipales —en el caso de La Habana y nacionales —en lo que a la carretera central se refiere—, que no se han preocupado de dotar a nuestra capital y a la República de reglamentos y disposiciones prácticos que regulen las líneas, determinen las horas invertibles en los itinerarios, los cambios forzosos de choferes cada determinado tiempo y otras varias circunstancias que harían imposibles los excesos de velocidad o determinarían la culpa exclusiva de los choferes en los casos de accidentes; 5. La ausencia de energía justa en los jueces y tribunales, dejándose influenciar por las recomendaciones de los políticos, los gobernantes y los poderosos, en perjuicio fatal del "ciudadano desconocido"; 6. El desmedido afán de lucro de las empresas de ómnibus y guaguas y los sistemas primitivos que en su organización y desenvolvimiento emplean todavía, así como lo totalmente inapropiados que son la mayoría de los vehículos de servicio público, para nuestras calles y carreteras; 7. El procedimiento defectuoso y arbitrario en que han solido concederse los permisos de circulación y los títulos de choferes, y la falta de supervisión adecuada para impedir que guíen automóviles individuos reconocidos como ebrios habituales. . .
Me atrevo a apostar el sobresueldo de cualquier senador o representante o las buscas de algún funcionario o autoridad, contra un número de la Bolita Nacional, que si los pasajeros de los ómnibus y guaguas se propusieran impedir que los choferes corrieran, quedarían disminuidos en más de la mitad los accidentes que ocurren hoy en día. Cuando todos o la mayoría de los pasajeros obligasen al chofer a llevar una velocidad prudencial, se harían imposibles los choques contra otros vehículos o contra árboles, postes, etc., y las caídas en cunetas, alcantarillas, ríos. . . Y si las autoridades cumplieran estrictamente con su deber y desapareciesen los privilegios personales o de clase, sería muy fácil contrarrestar la fiebre de velocidad que hoy domina a los criollos —tal vez más, aunque ello parezca raro, que a los ciudadanos de cualquier otro país de Europa o América— dejándose inutilizados por la presión decisiva del público y de las autoridades, a los choferes para que se lanzasen a diario, como hoy ocurre, a una loca e ininterrumpida carrera de la muerte por calles, paseos y carreteras de esa gran pista que es la República de Cuba.
Un matemático francés da la siguiente regla para calcular la edad a que puede llegar una persona. No tiene aplicación para los niños menores de doce años ni para los adultos que pasen de los ochenta.
La regla es: réstese de 86 la cifra, de la edad, divídase el resto por dos, y se obtendrá casi el mismo numero de años que calculan las tablas de mortalidad usadas por las compañías de seguros de vida
* Para las lectoras aficionadas a descubrir el carácter de las personas por signos damos las siguientes indicaciones con respecto a la nariz de nuestro prójimo:
Nariz pálida : cinismo.
Nariz hendida: benevolencia.
Nariz recta: perspicacia, finura, seriedad y exactitud.
Nariz larga: mérito. Nariz ancha: sensualidad.
Nariz pequeña: espíritu brillante y primaveral, dulzura y suavidad.
Última edición por El Compañero el Lun Nov 10, 2008 8:43 am, editado 4 veces
El Compañero- Admin/Fundador de Cuba Debate
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LAS CASAS DE DEPARTAMENTOS Y SU INFLUENCIA EN LA VIDA CUBANA
Inventos domésticos contemporáneos: Las casas de departamentos
Por: Emilio Roig de LeuchsenringHistoriador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Un articulo probablemente de la decada de los 1930s o 1940s
El departamento impide que se lleve hoy la antigua vida de hogar de nuestros abuelos, y ha de producir, a la larga, la desaparición completa de lo que fue el hogar criollo de siglos pasados.
Al tratar en las Habladurías anteriores de ese prodigioso descubrimiento contemporáneo que es el baño intercalado, me referí, de pasada, a las casas de departamentos, otro no menos sensacional invento de nuestro siglo.
De la antigua y amplísima casona colonial habanera hemos dado en estos últimos tiempos un salto fantástico para venir a caer en las casas de departamentos.
Si quisiéramos dejar gráficamente plasmada la diferencia que existe entre nuestras casas antiguas, o coloniales, y los departamentos modernos, o republicanos, diríamos, casi sin exageración, que por la puerta principal de aquéllas podría entrar cómodamente todo un departamento, o que cualquiera de éstos cabría, sin estrecheces, en un cuarto, o los mayores, en la sala de aquellas casonas.
En efecto, distinguíanse las viejas casonas de San Cristóbal de La Habana por su altísimo puntal, sus grandes puertas y ventanas, la capacidad superabundante del zaguán de entrada, de la sala, del comedor, de los cuartos, del patio, del traspatio y de la cocina y hasta de los cuartos de la servidumbre. Y por si esto fuera poco, cuando la casa era de dos pisos, no faltaba entre ellos el entresuelo, dedicado generalmente a las oficinas del dueño de la vivienda. Respecto a la puerta de entrada, debo agregar que por ella cabía la volanta o el quitrín, que solían guardarse en el zaguán, sin que estorbaran en lo más mínimo el tránsito de los ocupantes y visitantes de la casa, no obstante e1 ancho descomunal que de rueda a rueda tenían volantas y quitrines y la enorme longitud de sus barras.
La influencia norteamericana, el afán de imitación de lo extranjero que siempre ha dominado al criollo, y el deseo de sacarle el máximum de rendimiento al terreno en que se piensa fabricar, nos han trasplantado a esta Habana del trópico, esas caricaturas de rascacielos que hoy afean muchas de nuestras plazas, avenidas y calles.
Y conste que no me pronuncio contra el rascacielo en sí, que es éste susceptible de ser transformado, tanto en los Estados Unidos como en Cuba, en una obra arquitectónica de belleza artística excepcional.
Lo que recojo y critico es la inadaptabilidad a nuestro clima de las casas de departamentos, tentativas de rascacielos. Y es lástima que dada la abundancia de tierra sin fabricar que existe en los suburbios de La Habana, la dificultad de comunicaciones rápidas no permita construir en esos terrenos yermos casas, lo más posible acomodadas a la vida del trópico, de una o dos plantas, en vez de los rascacielos que se están construyendo en el centro de la ciudad, en la misma Habana antigua y en calles estrechísimas, con grave incomodidad para los moradores, a pesar de los altos precios que suelen cobrarse por los departamentos–pañuelitos.
Pero la novelería criolla, así como impuso el baño intercalado y el baño de colores, ha impuesto, igualmente, los departamentos, al extremo de que hoy se considera más distinguido, chic y elegante, vivir en un «precioso departamento», aunque apenas puedan en él moverse sus ocupantes, que en una casa fabricada, según diría cualquiera de nuestras abuelas, chapada todavía a la antigua, «como Dios manda».
El departamento puede ser considerado como símbolo de la transformación aguda experimentada por la familia cubana, y por el hogar, en estos últimos tiempos.
La casona antigua permitía la convivencia en ella de toda una familia, por numerosa que ésta fuese, incluyendo, desde luego, a los yernos y nueras, con sus hijos, y hasta a los sirvientes de estas jóvenes familias. Todos almorzaban, comían y hacían la tertulia en la casona, y en ella celebraban también sus fiestas y sus duelos. Allí se nacía y se moría.
En cambio, en la mayor parte de los departamentos de estas modernísimas casas de departamentos habaneras, apenas se puede dormir con comodidad; se come, en el comedorcito, a apretujones, y es de todo punto imposible invitar a la mesa a familiares y amigos. Y tan es esto así que ya se ha introducido otra nueva moda: la de no ofrecer comidas en que los invitados puedan sentarse, como antaño, alrededor de la mesa, sino que, obligados por la fuerza mayor de la limitadísima capacidad del departamento, las comidas y fiestas se celebran en los clubs, en los restaurantes o en los cabarets, o cuando más se hacen esas cenas informales, en que cada invitado carga con su platico, se sirve personalmente los comestibles que se hallan agrupados en una mesa, y comen de pie, en un rincón, recostados a la pared, o en alguna silla, si hay capacidad para éstas.
El departamento impide que se lleve hoy la antigua vida de hogar de nuestros abuelos, y ha de producir, a la larga, la desaparición completa de lo que fue el hogar criollo de siglos pasados.
Dije antes que en la casona antigua se nacía y se moría. No puedo decir lo mismo de los departamentos modernos. Y ahí está para probarlo el hecho innegable de que hoy, generalmente, se nace en las clínicas o en los hospitales. Se me argüirá, tal vez, que ello tiende a procurar mayor comodidad a la futura madre y sus asistentes y mejor atención facultativa de aquélla y del «tierno infante»; pero yo me inclino a creer que el auge que ha adquirido entre nosotros esta moda de nacer en clínicas y hospitales, se debe principalmente a que en los departamentos modernos no caben todas esas personas –médicos, enfermeras, familiares y amigos– que generalmente se agrupan en una casa cuando en ésta ocurre tan señalado y regocijado acontecimiento.
Si la moda de ir a morir fuera del departamento no se ha generalizado tanto como la del nacimiento en clínicas y hospitales, hay que encontrar su causa en que muchos fallecen sin dar tiempo a que se les traslade a la quinta o sociedad de que ya son socios el 90% de los habaneros, o a la imprevisión de aquellos que no han querido inscribirse en alguna de esas instituciones benéficas.
Pero, ¡desgraciado del muerto que lo tienden en un departamento de esas casas modernas de departarnentos! Desgraciado, he dicho, porque las incomodidades que padece –aunque esté muerto y digan que los muertos ni sienten ni padecen– a la hora del entierro, son inenarrables, por la imposibilidad de sacar la caja con el cadáver en la forma normal hasta ahora acostumbrada, o sea cargándola cuatro familiares o cuatro zacatecas. Por lo pronto, por ninguna de las puertas de los departamentos actuales cabe una caja mortuoria con sus cuatro acompañantes: es necesario levantarla entre dos, uno a cada extremo, y, después… ¡lo espeluznante viene después!, a la hora de sacar la caja a la calle, ocurriendo escenas horrorosas que acrecientan el dolor –cuando lo sienten– de los parientes y amigos del difunto. Este, dentro de la caja, se ve en el duro trance de perder su posición de reposo eterno, forzosamente obligado por la estrechez de la escalera o del elevador, a sufrir toda clase de vaivenes, empujones, tropezones, y a ponerse de pie, y a lo mejor de cabeza. No faltan casos en que, siendo de todo punto imposible bajar la caja del departamento a la calle por la escalera o por el elevador, es necesario descender ésta con una grúa, cual se hace en las mudanzas con los escaparates o baúles. Y no han dejado de ocurrir descendimientos rápidos y estrepitosos de el departamento al duro suelo de la calle.
¡Es así, que por obra y desgracia de los departamentos, de las casas modernas de departamentos, ya ni siquiera lo dejan tranquilo a uno después de muerto!
Otra de las transformaciones que en las costumbres habaneras están realizando las viviendas–departamentos, es la del cambio en el régimen alimenticio. En muchas casas de departamentos, no se puede y hasta se prohíbe cocinar, por la sencilla razón de que la cocina está suprimida, por no haber encontrado el arquitecto proyectista espacio para incluir en cada departamento una cocina. Existe, para remediar ese mal, la cocina general de la casa de departamentos, donde, como en el comedor de un restaurante o de una fonda, se reúnen todos los huéspedes a comer el menú –o el rancho– que da la patrona.
Conozco casos de estómagos estropeados por la excelencia de estos menús o ranchos de las casas de departamentos. Y como paradoja que destruye por completo uno de los argumentos que suelen esgrimirse en favor de la vida en casas de departamentos –la economía– resulta que, además del económico gasto del departamento con comida, es necesario gastar unos cuantos pesos en sobrealimentarse, para no perecer de hambre o de indigestión.
Y cuando el departamento tiene su cocinita, la pequeñez de ésta y del rincón donde está instalada, fuerza a la familia a alimentarse casi con píldoras: el huevito frito, el bistecito, las papitas salcochadas o fritas y el jarro de leche o de chocolate, sin que puedan extralimitarse con los buenos y confortantes potajes, con el criollísimo ajiaco, con el arroz con pollo, con la carne con papas, que tanto gusta a don Pancho –y a mi también, y me perdone doña Ramona por esta muestra que doy de falta de finura y distinción– y ni siquiera hay que pensar en un gran pargo o un lechón asados, porque en estas cocinitas de los departamentos de las casas modernas de ídem, no caben las grandes cacerolas, cazuelas y tártaras que se utilizan para cocinar estos sabrosísimos platos de grueso calibre.
Por: Emilio Roig de LeuchsenringHistoriador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Un articulo probablemente de la decada de los 1930s o 1940s
El departamento impide que se lleve hoy la antigua vida de hogar de nuestros abuelos, y ha de producir, a la larga, la desaparición completa de lo que fue el hogar criollo de siglos pasados.
Al tratar en las Habladurías anteriores de ese prodigioso descubrimiento contemporáneo que es el baño intercalado, me referí, de pasada, a las casas de departamentos, otro no menos sensacional invento de nuestro siglo.
De la antigua y amplísima casona colonial habanera hemos dado en estos últimos tiempos un salto fantástico para venir a caer en las casas de departamentos.
Si quisiéramos dejar gráficamente plasmada la diferencia que existe entre nuestras casas antiguas, o coloniales, y los departamentos modernos, o republicanos, diríamos, casi sin exageración, que por la puerta principal de aquéllas podría entrar cómodamente todo un departamento, o que cualquiera de éstos cabría, sin estrecheces, en un cuarto, o los mayores, en la sala de aquellas casonas.
En efecto, distinguíanse las viejas casonas de San Cristóbal de La Habana por su altísimo puntal, sus grandes puertas y ventanas, la capacidad superabundante del zaguán de entrada, de la sala, del comedor, de los cuartos, del patio, del traspatio y de la cocina y hasta de los cuartos de la servidumbre. Y por si esto fuera poco, cuando la casa era de dos pisos, no faltaba entre ellos el entresuelo, dedicado generalmente a las oficinas del dueño de la vivienda. Respecto a la puerta de entrada, debo agregar que por ella cabía la volanta o el quitrín, que solían guardarse en el zaguán, sin que estorbaran en lo más mínimo el tránsito de los ocupantes y visitantes de la casa, no obstante e1 ancho descomunal que de rueda a rueda tenían volantas y quitrines y la enorme longitud de sus barras.
La influencia norteamericana, el afán de imitación de lo extranjero que siempre ha dominado al criollo, y el deseo de sacarle el máximum de rendimiento al terreno en que se piensa fabricar, nos han trasplantado a esta Habana del trópico, esas caricaturas de rascacielos que hoy afean muchas de nuestras plazas, avenidas y calles.
Y conste que no me pronuncio contra el rascacielo en sí, que es éste susceptible de ser transformado, tanto en los Estados Unidos como en Cuba, en una obra arquitectónica de belleza artística excepcional.
Lo que recojo y critico es la inadaptabilidad a nuestro clima de las casas de departamentos, tentativas de rascacielos. Y es lástima que dada la abundancia de tierra sin fabricar que existe en los suburbios de La Habana, la dificultad de comunicaciones rápidas no permita construir en esos terrenos yermos casas, lo más posible acomodadas a la vida del trópico, de una o dos plantas, en vez de los rascacielos que se están construyendo en el centro de la ciudad, en la misma Habana antigua y en calles estrechísimas, con grave incomodidad para los moradores, a pesar de los altos precios que suelen cobrarse por los departamentos–pañuelitos.
Pero la novelería criolla, así como impuso el baño intercalado y el baño de colores, ha impuesto, igualmente, los departamentos, al extremo de que hoy se considera más distinguido, chic y elegante, vivir en un «precioso departamento», aunque apenas puedan en él moverse sus ocupantes, que en una casa fabricada, según diría cualquiera de nuestras abuelas, chapada todavía a la antigua, «como Dios manda».
El departamento puede ser considerado como símbolo de la transformación aguda experimentada por la familia cubana, y por el hogar, en estos últimos tiempos.
La casona antigua permitía la convivencia en ella de toda una familia, por numerosa que ésta fuese, incluyendo, desde luego, a los yernos y nueras, con sus hijos, y hasta a los sirvientes de estas jóvenes familias. Todos almorzaban, comían y hacían la tertulia en la casona, y en ella celebraban también sus fiestas y sus duelos. Allí se nacía y se moría.
En cambio, en la mayor parte de los departamentos de estas modernísimas casas de departamentos habaneras, apenas se puede dormir con comodidad; se come, en el comedorcito, a apretujones, y es de todo punto imposible invitar a la mesa a familiares y amigos. Y tan es esto así que ya se ha introducido otra nueva moda: la de no ofrecer comidas en que los invitados puedan sentarse, como antaño, alrededor de la mesa, sino que, obligados por la fuerza mayor de la limitadísima capacidad del departamento, las comidas y fiestas se celebran en los clubs, en los restaurantes o en los cabarets, o cuando más se hacen esas cenas informales, en que cada invitado carga con su platico, se sirve personalmente los comestibles que se hallan agrupados en una mesa, y comen de pie, en un rincón, recostados a la pared, o en alguna silla, si hay capacidad para éstas.
El departamento impide que se lleve hoy la antigua vida de hogar de nuestros abuelos, y ha de producir, a la larga, la desaparición completa de lo que fue el hogar criollo de siglos pasados.
Dije antes que en la casona antigua se nacía y se moría. No puedo decir lo mismo de los departamentos modernos. Y ahí está para probarlo el hecho innegable de que hoy, generalmente, se nace en las clínicas o en los hospitales. Se me argüirá, tal vez, que ello tiende a procurar mayor comodidad a la futura madre y sus asistentes y mejor atención facultativa de aquélla y del «tierno infante»; pero yo me inclino a creer que el auge que ha adquirido entre nosotros esta moda de nacer en clínicas y hospitales, se debe principalmente a que en los departamentos modernos no caben todas esas personas –médicos, enfermeras, familiares y amigos– que generalmente se agrupan en una casa cuando en ésta ocurre tan señalado y regocijado acontecimiento.
Si la moda de ir a morir fuera del departamento no se ha generalizado tanto como la del nacimiento en clínicas y hospitales, hay que encontrar su causa en que muchos fallecen sin dar tiempo a que se les traslade a la quinta o sociedad de que ya son socios el 90% de los habaneros, o a la imprevisión de aquellos que no han querido inscribirse en alguna de esas instituciones benéficas.
Pero, ¡desgraciado del muerto que lo tienden en un departamento de esas casas modernas de departarnentos! Desgraciado, he dicho, porque las incomodidades que padece –aunque esté muerto y digan que los muertos ni sienten ni padecen– a la hora del entierro, son inenarrables, por la imposibilidad de sacar la caja con el cadáver en la forma normal hasta ahora acostumbrada, o sea cargándola cuatro familiares o cuatro zacatecas. Por lo pronto, por ninguna de las puertas de los departamentos actuales cabe una caja mortuoria con sus cuatro acompañantes: es necesario levantarla entre dos, uno a cada extremo, y, después… ¡lo espeluznante viene después!, a la hora de sacar la caja a la calle, ocurriendo escenas horrorosas que acrecientan el dolor –cuando lo sienten– de los parientes y amigos del difunto. Este, dentro de la caja, se ve en el duro trance de perder su posición de reposo eterno, forzosamente obligado por la estrechez de la escalera o del elevador, a sufrir toda clase de vaivenes, empujones, tropezones, y a ponerse de pie, y a lo mejor de cabeza. No faltan casos en que, siendo de todo punto imposible bajar la caja del departamento a la calle por la escalera o por el elevador, es necesario descender ésta con una grúa, cual se hace en las mudanzas con los escaparates o baúles. Y no han dejado de ocurrir descendimientos rápidos y estrepitosos de el departamento al duro suelo de la calle.
¡Es así, que por obra y desgracia de los departamentos, de las casas modernas de departamentos, ya ni siquiera lo dejan tranquilo a uno después de muerto!
Otra de las transformaciones que en las costumbres habaneras están realizando las viviendas–departamentos, es la del cambio en el régimen alimenticio. En muchas casas de departamentos, no se puede y hasta se prohíbe cocinar, por la sencilla razón de que la cocina está suprimida, por no haber encontrado el arquitecto proyectista espacio para incluir en cada departamento una cocina. Existe, para remediar ese mal, la cocina general de la casa de departamentos, donde, como en el comedor de un restaurante o de una fonda, se reúnen todos los huéspedes a comer el menú –o el rancho– que da la patrona.
Conozco casos de estómagos estropeados por la excelencia de estos menús o ranchos de las casas de departamentos. Y como paradoja que destruye por completo uno de los argumentos que suelen esgrimirse en favor de la vida en casas de departamentos –la economía– resulta que, además del económico gasto del departamento con comida, es necesario gastar unos cuantos pesos en sobrealimentarse, para no perecer de hambre o de indigestión.
Y cuando el departamento tiene su cocinita, la pequeñez de ésta y del rincón donde está instalada, fuerza a la familia a alimentarse casi con píldoras: el huevito frito, el bistecito, las papitas salcochadas o fritas y el jarro de leche o de chocolate, sin que puedan extralimitarse con los buenos y confortantes potajes, con el criollísimo ajiaco, con el arroz con pollo, con la carne con papas, que tanto gusta a don Pancho –y a mi también, y me perdone doña Ramona por esta muestra que doy de falta de finura y distinción– y ni siquiera hay que pensar en un gran pargo o un lechón asados, porque en estas cocinitas de los departamentos de las casas modernas de ídem, no caben las grandes cacerolas, cazuelas y tártaras que se utilizan para cocinar estos sabrosísimos platos de grueso calibre.
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LOS SOLTERONES PAGABAN IMPUESTOS
Los pobres solterones
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
No conforme la sociedad con maltratar en leyes, usos y costumbres a los solterones, ahora trata de obligarlos a que paguen un impuesto: el impuesto de soltería.
Así como el padre de familia es considerado Rey del Mundo y Señor de la Creación, Eje y Centro de la Tierra según detalladamente expusimos en reciente Habladuría, por el contrario, al solterón se le juzga como individuo nocivo a la sociedad, y al que ésta relega al último puesto, y aún así mirándolo con repugnancia y temor, y siempre sobre aviso, cual presunto criminal.
Como las leyes las han hecho los padres de familia, están confeccionadas a su gusto y medida, y en contra, como es natural, de los solterones, que por encontrarse en franca minoría no les queda más remedio que callar, cumplir y pagar.
Los adelantos políticos, científicos y sociales, no rezan para nada con los solterones, al contrario, suelen perjudicarles; cualquier progreso en el Derecho y las leyes, que beneficia a todas las clases sociales les resulta a la postre dañino para los solterones.
Tal ha ocurrido, por ejemplo, con el divorcio. Hoy el divorcio, que es una liberación para los maridos y que debía ser un refuerzo más en defensa y justificación del celibato de los solterones, de su enemiga al matrimonio, ha redundado en grave perjuicio de estos, porque le ha abierto a los casados puertas que antes solían estarles cerradas.
Hoy, cualquier padre, por riguroso que sea con sus hijas casaderas, no tiene inconveniente en aceptar en su casa a un casado como pretendiente a la mano de alguna de ellas. Le basta para ello a éste dar a la chica, junto con la promesa de matrimonio, promesa de divorcio de su actual esposa. En virtud de ambos solemnes ofrecimientos, los padres le darán entrada en la casa al presunto divorciado y presunto marido en segundas nupcias, satisfechos y confiados de que cumplirá su palabra. ¿Qué mayor garantía, para ello, que el haber sido ya marido? La reincidencia en estos casos no se presume, sino se da por absolutamente segura.
En cambio, el solterón que presenta en una casa de familia honesta y de buenas costumbres donde hay muchachas solteras y todavía señoritas, es recibido con el mismo cariño por el anuncio de un ciclón próximo: cerrando puertas y ventanas para que no pueda entrar, y apuntalando la casa para mayor seguridad.
¿Qué es lo que puede buscar un solterón en una casa honesta y de buenas costumbres con niñas en edad de merecer? Nada bueno. Fines matrimoniales no lo pueden llevar allí. Lo menos malo: ver lo que puede sacar de las muchachas y hasta de la mamá, si no está muy pasada. A las niñas les hará perder el tiempo. Les contará aventuras galantes, cuentos sicalípticos, chistes de doble sentido, anécdotas picantes; les dará a leer libros nocivos, les revelará la existencia de diversiones y lugares de esparcimiento, nocturno para esas muchachas desconocidos hasta entonces; les abrirá los ojos sobre cosas que ellas sólo presentían o ignoraban aún. Y como los solterones, por su edad y experiencia de la vida, por lo corridos, resultan simpáticos y entretenidos, de mucha labia y mucho don de gentes, las niñas de la casa estarán encantadas con él, y la mamá procurará atraérselo, con el pretexto de que no converse demasiado con las hijas.
En fin, el peligro en una casa honesta y de buenas costumbres, el verdadero peligro, que puede convertirse en catástrofe, es que en ella se introduzca un solterón. Todo buen padre, trata de que no entre, y si ha entrado ya, de que se vaya cuanto antes, y siempre con el temor de que sea un poco tarde y haya ocasionado algunos estragos. ¡Por lo menos que se vaya!
Y así, en todas partes, es recibido el solterón. Los maridos le temen y evitan su amistad. Es un peligro y una amenaza para la tranquilidad matrimonial. Sobre todo que no cabe revancha posible con él, como puede tenerla cualquier marido con otro amigo casado. El marido acepta fácilmente la amistad íntima de otro hombre, siempre que éste sea casado. Los parties de matrimonios están hoy de moda. El marido va confiado de que sus amigos no le han de fajar a su mujer y con la esperanza siempre y la presunción de fajarle él a la de sus amigos. Y en el caso de que vieran que le fajaban a la suya le queda el consuelo y la venganza de fajarle a la esposa del marido que quiere coronarlo. Estas competencias están también muy de moda hoy en sociedad y se convierten en muchas ocasiones en cambios recíprocos hechos de común acuerdo con una identificación y armonía tan intensas que hacen pensar que lejos de desaparecer el matrimonio lleva camino de robustecerse doblándose y trasformándose en uniones cuádruples.
Con un solterón no hay estas posibilidades y revanchas para los maridos. Digo mal, hay una: que el solterón pague los gastos de la casa; pero en honor sea dicho de los solterones, no es tan frecuente esta prodigalidad permanente; lo acostumbrado son las picadas alternas.
No conforme la sociedad con maltratar en leyes, usos y costumbres a los solterones, ahora trata de obligarlos a que paguen un impuesto: el impuesto de soltería.
Este impuesto, además de una fuente de ingreso, en beneficio de los padres de familia, resulta un castigo para los que han cometido el crimen nefando de no haberse casado.
Con este impuesto tal vez se logre, además, otro resultado práctico: que surja la protesta de los solterones, se rebelen contra él y, para no pagarlo? ¡se casen!
Pero... el impuesto a los solterones merece título aparte.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
No conforme la sociedad con maltratar en leyes, usos y costumbres a los solterones, ahora trata de obligarlos a que paguen un impuesto: el impuesto de soltería.
Así como el padre de familia es considerado Rey del Mundo y Señor de la Creación, Eje y Centro de la Tierra según detalladamente expusimos en reciente Habladuría, por el contrario, al solterón se le juzga como individuo nocivo a la sociedad, y al que ésta relega al último puesto, y aún así mirándolo con repugnancia y temor, y siempre sobre aviso, cual presunto criminal.
Como las leyes las han hecho los padres de familia, están confeccionadas a su gusto y medida, y en contra, como es natural, de los solterones, que por encontrarse en franca minoría no les queda más remedio que callar, cumplir y pagar.
Los adelantos políticos, científicos y sociales, no rezan para nada con los solterones, al contrario, suelen perjudicarles; cualquier progreso en el Derecho y las leyes, que beneficia a todas las clases sociales les resulta a la postre dañino para los solterones.
Tal ha ocurrido, por ejemplo, con el divorcio. Hoy el divorcio, que es una liberación para los maridos y que debía ser un refuerzo más en defensa y justificación del celibato de los solterones, de su enemiga al matrimonio, ha redundado en grave perjuicio de estos, porque le ha abierto a los casados puertas que antes solían estarles cerradas.
Hoy, cualquier padre, por riguroso que sea con sus hijas casaderas, no tiene inconveniente en aceptar en su casa a un casado como pretendiente a la mano de alguna de ellas. Le basta para ello a éste dar a la chica, junto con la promesa de matrimonio, promesa de divorcio de su actual esposa. En virtud de ambos solemnes ofrecimientos, los padres le darán entrada en la casa al presunto divorciado y presunto marido en segundas nupcias, satisfechos y confiados de que cumplirá su palabra. ¿Qué mayor garantía, para ello, que el haber sido ya marido? La reincidencia en estos casos no se presume, sino se da por absolutamente segura.
En cambio, el solterón que presenta en una casa de familia honesta y de buenas costumbres donde hay muchachas solteras y todavía señoritas, es recibido con el mismo cariño por el anuncio de un ciclón próximo: cerrando puertas y ventanas para que no pueda entrar, y apuntalando la casa para mayor seguridad.
¿Qué es lo que puede buscar un solterón en una casa honesta y de buenas costumbres con niñas en edad de merecer? Nada bueno. Fines matrimoniales no lo pueden llevar allí. Lo menos malo: ver lo que puede sacar de las muchachas y hasta de la mamá, si no está muy pasada. A las niñas les hará perder el tiempo. Les contará aventuras galantes, cuentos sicalípticos, chistes de doble sentido, anécdotas picantes; les dará a leer libros nocivos, les revelará la existencia de diversiones y lugares de esparcimiento, nocturno para esas muchachas desconocidos hasta entonces; les abrirá los ojos sobre cosas que ellas sólo presentían o ignoraban aún. Y como los solterones, por su edad y experiencia de la vida, por lo corridos, resultan simpáticos y entretenidos, de mucha labia y mucho don de gentes, las niñas de la casa estarán encantadas con él, y la mamá procurará atraérselo, con el pretexto de que no converse demasiado con las hijas.
En fin, el peligro en una casa honesta y de buenas costumbres, el verdadero peligro, que puede convertirse en catástrofe, es que en ella se introduzca un solterón. Todo buen padre, trata de que no entre, y si ha entrado ya, de que se vaya cuanto antes, y siempre con el temor de que sea un poco tarde y haya ocasionado algunos estragos. ¡Por lo menos que se vaya!
Y así, en todas partes, es recibido el solterón. Los maridos le temen y evitan su amistad. Es un peligro y una amenaza para la tranquilidad matrimonial. Sobre todo que no cabe revancha posible con él, como puede tenerla cualquier marido con otro amigo casado. El marido acepta fácilmente la amistad íntima de otro hombre, siempre que éste sea casado. Los parties de matrimonios están hoy de moda. El marido va confiado de que sus amigos no le han de fajar a su mujer y con la esperanza siempre y la presunción de fajarle él a la de sus amigos. Y en el caso de que vieran que le fajaban a la suya le queda el consuelo y la venganza de fajarle a la esposa del marido que quiere coronarlo. Estas competencias están también muy de moda hoy en sociedad y se convierten en muchas ocasiones en cambios recíprocos hechos de común acuerdo con una identificación y armonía tan intensas que hacen pensar que lejos de desaparecer el matrimonio lleva camino de robustecerse doblándose y trasformándose en uniones cuádruples.
Con un solterón no hay estas posibilidades y revanchas para los maridos. Digo mal, hay una: que el solterón pague los gastos de la casa; pero en honor sea dicho de los solterones, no es tan frecuente esta prodigalidad permanente; lo acostumbrado son las picadas alternas.
No conforme la sociedad con maltratar en leyes, usos y costumbres a los solterones, ahora trata de obligarlos a que paguen un impuesto: el impuesto de soltería.
Este impuesto, además de una fuente de ingreso, en beneficio de los padres de familia, resulta un castigo para los que han cometido el crimen nefando de no haberse casado.
Con este impuesto tal vez se logre, además, otro resultado práctico: que surja la protesta de los solterones, se rebelen contra él y, para no pagarlo? ¡se casen!
Pero... el impuesto a los solterones merece título aparte.
El Compañero- Admin/Fundador de Cuba Debate
-
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Localización : Donde mora la libertad, allí está mi patria
Empleo /Ocio : Debatir/Intercambiar ideas sobre temas cubanos e internacionales
Humor : Cubano
Efectividad de Comentarios y Análisis : 85
Puntos : 57702
Fecha de inscripción : 17/06/2008
LOS PRIMEROS BARCOS DE VAPOR EN CUBA
Los primeros barcos de vapor en Cuba
Emilio Roig de Leuchsenring
Revista Social
Comentarios sobre un artículo publicado en el álbum, Paseo Pintoresco por la lsla de Cuba, consagrado a hacer la historia, muy corta entonces, de la navegación por vapores de esta Isla.
Entrada del vapor Almendares en el muelle de La Habana. Del álbum Paseo Pintoresco por la lsla de Cuba, por F. Costa, litografía del Gobierno, Habana, 1841.
AL publicarse el año 1841 en nuestra capital el interesantísimo álbum, Paseo Pintoresco por la lsla de Cuba –obra rarísima hoy, y de la que nos vanagloriamos, como bibliógrafos de poseer un ejemplar– no podía dejar de incluirse por los editores –que lo fueron los empresarios de la Litografía del Gobierno y Capitanía General– entre los distintos trabajos, debidos a las más brillantes plumas de la época, sobre «los edificios, los monumentos, los campos y las costumbres de este privilegiado suelo», un artículo consagrado a hacer la historia, muy corta entonces, de la navegación por vapores de esta Isla.
Y al efecto, encontramos en la página 43 un trabajo firmado por Ildefonso Vivanco, poeta, escritor y agrimensor español que vivió en Cuba largos años y dirigió con Bachiller y Morales el Repertorio Semanal de Artes, que lleva por título Entrada del vapor Almendares en el muelle de La Habana, y, como casi todos los artículos que aparecen en la obra, está ilustrado con una litografía que representa lo que ese título indica.
En ese trabajo se hace una breve historia de la introducción y progresos alcanzados en la Isla por la navegación a vapor.
Dice Vivanco que el primer vapor que cruzó nuestras costas, denominado Neptuno, y al que cantó el poeta Zequeira, fue traído en 1819, mediante privilegiada concesión dada al Coronel Don Juan O'FarrilI; privilegio que pasó poco después a don Antonio Bruzón. Vino, casi al mismo tiempo, el vapor Megicano y después el Quiroga, de 1820 a 23, todos los cuales realizaban la travesía de La Habana a Matanzas, paralizándose algo la introducción de ellos, hasta que más tarde fueron extendiéndose, sucesivamente, las comunicaciones, con los nuevos vapores Veloz, Pavo Real, Principeño, Villanueva, General Tacón, Cárdenas, Alrnendares y Cisne, a Mariel, Cabañas, Bahía Honda, Cárdenas y Batabanó.
De esos barcos, nos cuenta el cronista, solo existían en 1841: el Tacón y el Alrnendares, que iban de Matanzas a Vuelta Abajo; el Cárdenas, de Cárdenas a Matanzas; el Pavo Real, el Villanueva y el Cisne, de Batabanó a Cuba y la Colonia Galafre. El Principeño se encontraba fuera de servicio por su mal estado; los restantes no existían ya; se proyectaba traer un nuevo vapor para la carrera Cárdenas a Sagua la Grande, y acababan de llegar dos vapores de guerra para resguardar las costas, los que, según informe que dice haber recogido Vivanco, «son mucho mejores que los que han servido y existen en la Península destinados al servicio». La empresa de los botes de vapor de Regla, poseía, también, tres, nombrados el Isabel 11, el Cristina y el Conchita, y era dueña, además, del único muelle existente en La Habana para atraco de barcos de vapor, construido a mediados de 1839, entre la Machina y el Muelle de Lúz. Antes de esa fecha el embarque y desembarque se efectuaba «con guadaños y suma molestia».
En una nota, nos da Ildefonso Vivanco las dimensiones, velocidad y costo del Almendares, detalles que resultan interesantísimos en nuestra época en que asistimos a la competencia entre los dos grandes trasatlánticos Bremen, alemán y el Mauretania, inglés, por la travesía entre el viejo y nuevo mundo, realizada ya en 5 días y horas, por el primero. En 1841, del vapor cubano Almendares, nos dice Vivanco lo siguiente: «Es uno de los más hermosos y de más poder de los que existen en la Isla; tiene la fuerza de 120 caballos y se calcula su costo actual en $6,800. Tiene hermosas cámaras y una espaciosa toldilla; el tráfico de Matanzas a La Habana lo verifica en 6 horas aproximadamente y aún en menos, muchas veces».
Termina su artículo Vivanco, haciendo votos porque, «¡Ojalá logremos ver rodeadas nuestras costas de estos verdaderos tritones del mar para el bien general!»
En esa misma fecha de 1841, en que apareció en el Paseo Pintoresco el artículo que hemos glosado, se publicó también en las Memorias de la Sociedad Patriótica de La Habana, un trabajo, que apareció como envío «de nuestro corresponsal postal de Barcelona», en el que se da cuenta de una «importantísima mejora en los buques de vapor, invento de un español». Se refiere a la sustitución «de las inmensas ruedas guarnecidas de paletas en los costados del buque que reciben el impulso que les comunica la máquina por medio de un eje que atraviesa el buque por su parte más ancha», por otro procedimiento que ha inventado el joven español Antonio de Movillón, para impulsar el barco, mucho más perfecto que esas ruedas que en 1783 inventó el Marqués de Jonffroy y hasta entonces no habían sufrido la modificación que se consideraba necesaria, no solo «por estar en oposición con las reglas principales de mecánica y que podemos criticar también, bajo el punto de vista filosófico, pues el hombre en todas sus creaciones, debe tomar siempre por modelos las obras de la naturaleza, y cuanto más se separe de éstas, más clara aparecerá su nulidad». Agrega el articulista que el invento, tal como hasta ahora se utiliza, «no imita ninguna de las admirables obras del Creador, pues entre ellas ninguna nos sugiere la idea de las ruedas».
El joven peninsular Don Antonio de Movillón basó su invento en la observación de «la armonía que existe entre un buque movido por el vapor y un ave acuática y palmípeda», y al efecto pretende impulsar los barcos de vapor, por «un aparejo o mecanismo que suspendido a la popa, y recibiendo su impulso de la máquina al vapor por medio de palancas articuladas que comunican su movimiento a unas palmas que se abren en su totalidad para producir la impulsión, y se cierran luego para recibir nuevamente su acción de la fuerza motriz, resultando enteramente el mismo movimiento alternativo que un cisne, un ansar o cualquier otro palmípedo emplea para andar».
Dice el articulista que Movillón se había asociado al hijo del Marqués de Jonffroy para poner en práctica su sistema que ya se va a utilizar en Francia e Inglaterra, y espera que «nuestra marina militar y mercantil participase de sus justificadas ventajas».
En las mismas Memorias de la Sociedad Patriótica, encontramos, años más tarde, en 1847, otro artículo, muy extenso éste, dedicado a estudiar el problema de la «Navegación por medio del vapor en nuestras costas y medidas adaptables para evitar los inconvenientes que suele ocasionar», en él se hace resaltar el fracaso de todas las tentativas realizadas hasta entonces para sustituir las ruedas por otro procedimiento que impulse el barco de vapor, y a exponer las esperanzas que existen de que, cuando se perfeccione la navegación por vapor, la Isla de Cuba, por su situación y configuración, está llamada a adquirir una importancia extraordinaria, a prosperar y engrandecerse, si se fomentan las empresas navieras para el tráfico de cabotaje y con el extranjero, incitando al gobierno y particulares para que se preparen, desde entonces, en ese sentido.
¡Y pensar que en 1929 todavía clamamos por una marina mercante cubana!
Emilio Roig de Leuchsenring
Revista Social
Comentarios sobre un artículo publicado en el álbum, Paseo Pintoresco por la lsla de Cuba, consagrado a hacer la historia, muy corta entonces, de la navegación por vapores de esta Isla.
Entrada del vapor Almendares en el muelle de La Habana. Del álbum Paseo Pintoresco por la lsla de Cuba, por F. Costa, litografía del Gobierno, Habana, 1841.
AL publicarse el año 1841 en nuestra capital el interesantísimo álbum, Paseo Pintoresco por la lsla de Cuba –obra rarísima hoy, y de la que nos vanagloriamos, como bibliógrafos de poseer un ejemplar– no podía dejar de incluirse por los editores –que lo fueron los empresarios de la Litografía del Gobierno y Capitanía General– entre los distintos trabajos, debidos a las más brillantes plumas de la época, sobre «los edificios, los monumentos, los campos y las costumbres de este privilegiado suelo», un artículo consagrado a hacer la historia, muy corta entonces, de la navegación por vapores de esta Isla.
Y al efecto, encontramos en la página 43 un trabajo firmado por Ildefonso Vivanco, poeta, escritor y agrimensor español que vivió en Cuba largos años y dirigió con Bachiller y Morales el Repertorio Semanal de Artes, que lleva por título Entrada del vapor Almendares en el muelle de La Habana, y, como casi todos los artículos que aparecen en la obra, está ilustrado con una litografía que representa lo que ese título indica.
En ese trabajo se hace una breve historia de la introducción y progresos alcanzados en la Isla por la navegación a vapor.
Dice Vivanco que el primer vapor que cruzó nuestras costas, denominado Neptuno, y al que cantó el poeta Zequeira, fue traído en 1819, mediante privilegiada concesión dada al Coronel Don Juan O'FarrilI; privilegio que pasó poco después a don Antonio Bruzón. Vino, casi al mismo tiempo, el vapor Megicano y después el Quiroga, de 1820 a 23, todos los cuales realizaban la travesía de La Habana a Matanzas, paralizándose algo la introducción de ellos, hasta que más tarde fueron extendiéndose, sucesivamente, las comunicaciones, con los nuevos vapores Veloz, Pavo Real, Principeño, Villanueva, General Tacón, Cárdenas, Alrnendares y Cisne, a Mariel, Cabañas, Bahía Honda, Cárdenas y Batabanó.
De esos barcos, nos cuenta el cronista, solo existían en 1841: el Tacón y el Alrnendares, que iban de Matanzas a Vuelta Abajo; el Cárdenas, de Cárdenas a Matanzas; el Pavo Real, el Villanueva y el Cisne, de Batabanó a Cuba y la Colonia Galafre. El Principeño se encontraba fuera de servicio por su mal estado; los restantes no existían ya; se proyectaba traer un nuevo vapor para la carrera Cárdenas a Sagua la Grande, y acababan de llegar dos vapores de guerra para resguardar las costas, los que, según informe que dice haber recogido Vivanco, «son mucho mejores que los que han servido y existen en la Península destinados al servicio». La empresa de los botes de vapor de Regla, poseía, también, tres, nombrados el Isabel 11, el Cristina y el Conchita, y era dueña, además, del único muelle existente en La Habana para atraco de barcos de vapor, construido a mediados de 1839, entre la Machina y el Muelle de Lúz. Antes de esa fecha el embarque y desembarque se efectuaba «con guadaños y suma molestia».
En una nota, nos da Ildefonso Vivanco las dimensiones, velocidad y costo del Almendares, detalles que resultan interesantísimos en nuestra época en que asistimos a la competencia entre los dos grandes trasatlánticos Bremen, alemán y el Mauretania, inglés, por la travesía entre el viejo y nuevo mundo, realizada ya en 5 días y horas, por el primero. En 1841, del vapor cubano Almendares, nos dice Vivanco lo siguiente: «Es uno de los más hermosos y de más poder de los que existen en la Isla; tiene la fuerza de 120 caballos y se calcula su costo actual en $6,800. Tiene hermosas cámaras y una espaciosa toldilla; el tráfico de Matanzas a La Habana lo verifica en 6 horas aproximadamente y aún en menos, muchas veces».
Termina su artículo Vivanco, haciendo votos porque, «¡Ojalá logremos ver rodeadas nuestras costas de estos verdaderos tritones del mar para el bien general!»
En esa misma fecha de 1841, en que apareció en el Paseo Pintoresco el artículo que hemos glosado, se publicó también en las Memorias de la Sociedad Patriótica de La Habana, un trabajo, que apareció como envío «de nuestro corresponsal postal de Barcelona», en el que se da cuenta de una «importantísima mejora en los buques de vapor, invento de un español». Se refiere a la sustitución «de las inmensas ruedas guarnecidas de paletas en los costados del buque que reciben el impulso que les comunica la máquina por medio de un eje que atraviesa el buque por su parte más ancha», por otro procedimiento que ha inventado el joven español Antonio de Movillón, para impulsar el barco, mucho más perfecto que esas ruedas que en 1783 inventó el Marqués de Jonffroy y hasta entonces no habían sufrido la modificación que se consideraba necesaria, no solo «por estar en oposición con las reglas principales de mecánica y que podemos criticar también, bajo el punto de vista filosófico, pues el hombre en todas sus creaciones, debe tomar siempre por modelos las obras de la naturaleza, y cuanto más se separe de éstas, más clara aparecerá su nulidad». Agrega el articulista que el invento, tal como hasta ahora se utiliza, «no imita ninguna de las admirables obras del Creador, pues entre ellas ninguna nos sugiere la idea de las ruedas».
El joven peninsular Don Antonio de Movillón basó su invento en la observación de «la armonía que existe entre un buque movido por el vapor y un ave acuática y palmípeda», y al efecto pretende impulsar los barcos de vapor, por «un aparejo o mecanismo que suspendido a la popa, y recibiendo su impulso de la máquina al vapor por medio de palancas articuladas que comunican su movimiento a unas palmas que se abren en su totalidad para producir la impulsión, y se cierran luego para recibir nuevamente su acción de la fuerza motriz, resultando enteramente el mismo movimiento alternativo que un cisne, un ansar o cualquier otro palmípedo emplea para andar».
Dice el articulista que Movillón se había asociado al hijo del Marqués de Jonffroy para poner en práctica su sistema que ya se va a utilizar en Francia e Inglaterra, y espera que «nuestra marina militar y mercantil participase de sus justificadas ventajas».
En las mismas Memorias de la Sociedad Patriótica, encontramos, años más tarde, en 1847, otro artículo, muy extenso éste, dedicado a estudiar el problema de la «Navegación por medio del vapor en nuestras costas y medidas adaptables para evitar los inconvenientes que suele ocasionar», en él se hace resaltar el fracaso de todas las tentativas realizadas hasta entonces para sustituir las ruedas por otro procedimiento que impulse el barco de vapor, y a exponer las esperanzas que existen de que, cuando se perfeccione la navegación por vapor, la Isla de Cuba, por su situación y configuración, está llamada a adquirir una importancia extraordinaria, a prosperar y engrandecerse, si se fomentan las empresas navieras para el tráfico de cabotaje y con el extranjero, incitando al gobierno y particulares para que se preparen, desde entonces, en ese sentido.
¡Y pensar que en 1929 todavía clamamos por una marina mercante cubana!
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INICIO DE LA INDUSTRIA AZUCARERA EN CUBA
De cuándo y cómo se inició en La Habana la industria azucarera
Emilio Roig de Leuchsenring
Revista Social
Mayo de 1930
Es en 1595 que se conceden a Cuba por Real Cédula iguales privilegios a los que para el fomento de la industria, disfrutaba la Española.
En estos momentos en que la industria azucarera cubana sufre crisis agudísima, que constituye pavoroso problema de muy difícil y complicada solución y del que depende, en gran parte, el porvenir económico de la República, ya que la caña ha sido nuestra máxima y casi única fuente de riqueza, nos parece interesante el ofrecer a nuestros lectores algunos datos sobre el nacimiento en Cuba de la industria azucarera, que hemos encontrado examinando las actas del Cabildo habanero.
Y en el tomo segundo ?-78– de las que hoy se conservan en el Archivo Municipal, –y que por feliz iniciativa del actual Alcalde, doctor Miguel M. Gómez, empezarán a publicarse en breve, bajo nuestra dirección– aparece en el Cabildo celebrado el 30 de abril de 1576, la primera petición que se hace y la primera licencia que se concede para el establecimiento en el Municipio de La Habana de un ingenio de elaborar azúcar.
En aquella época eran extraordinarias la significación e importancia que los Ayuntamientos tenían, según hemos visto en otros Recuerdos. A ellos les estaban encomendados deberes y facultades de orden ejecutivo, legislativo, judicial.
Entre esas omnímodas atribuciones se contaba la de dar licencia para las empresas que en la municipalidad se acometieran y regular su funcionamiento.
Es así, que en el cabildo del día ya citado, presentó Jorge Díaz, «estante en esta villa de La Habana, y vecino de Ayamonte»: súplica para que el Cabildo le concediera «la tierra que está desde la banda de la Chorrera, la cual linda con la estancia de Sebastián y Juan Guillén e linda con la de Alonso desde la Ciénega el cerro arriba y desde el mismo cerro vertiente a la mar y todo lo que hay hasta ella, para hacer y edificar un ingenio de azúcar».
Alegaba en favor de su demanda el susodicho Jorge Díaz, que el establecimiento del ingenio sería de gran utilidad a la Isla y sus vecinos y de gran provecho a Su Magestad y a Su Real Hacienda, por el fomento que traerá al comercio del puerto de La Habana y por el bien de la villa.
Al pedir la licencia, iban en ella comprendidas las solicitudes de tierras «y demás mercedes que Su Magestad suele hacer a los que se disponen a hacer los dichos ingenios para ayudar al edificio de dicho ingenio».
Estas mercedes a que hace referencia el peticionario, las concedía la Corona para proteger la industria azucarera en Indias, y facilitaron su rápido auge en la Española, de donde se supone pasó la caña de azúcar a Cuba, aunque su cultivo fue lento y en pequeña escala, y no se llegó a pedir en La Habana solicitud para establecer un ingenio hasta la fecha referida de 1576, cuando ya en aquella Isla había en 1520 más de 40 ingenios.
Las mercedes de la Corona consistían en tierras, encomiendas de indios, libre importación de efectos, rebaja de diezmos, no ejecución por deudas, y préstamos en efectivo de la Real Hacienda, facilidades todas indispensables para el desarrollo de la industria azucarera, dado el alto costo de construcción y sostenimiento de los ingenios.
Desde 1523 se iniciaron, según pormenorizadamente nos refiere Ramiro Guerra en el tomo segundo de su notable Historia de Cuba, las peticiones cubanas de subsidios para poder establecer en la Isla la industria azucarera, por demanda de Juan Mosquera, procurador de los municipios cubanos, ante el emperador Don Carlos y el Consejo de Indias. Siguieron otras peticiones, ya individuales ya de varios cabildos, algunas de las cuales fueron informadas favorablemente, pero sin que se llevasen a vías de hecho.
La primera solicitud formulada ante el Cabildo habanero, por Jorge Díaz, mereció unánime conformidad de los señores capitulares, por juzgarla «en bien y pro de esta villa y especialmente para el servicio de Su Magestad y aumento de sus derechos reales», y le concedieron la tierra que pedía, acordando que el Cabildo escribiera a Su Majestad, a los fines solicitados por el peticionario.
Pero ni esa ni otra alguna de las solicitudes en esos años presentadas, se llevó a vías de hecho.
Es en 1595 que se conceden a Cuba por Real Cédula iguales privilegios a los que para el fomento de la industria, disfrutaba la Española. Al año siguiente, el procurador del Cabildo, Hernando Barreda, llevó a España una petición de los vecinos de La Habana, sobre necesidad y conveniencias de la protección de la Corona, la que en 1597, por una Real Cédula pidió informes al Gobernador Maldonado, en el que se da a conocer que en 1593 había en La Habana algunos pequeños cañaverales, de los que no se hacía azúcar sino miel para consumo de los vecinos, trayéndose el azúcar de Santo Domingo, a 6 o más reales la libra, que desde 1595 o 96, han empezado los vecinos a hacer azúcar con trapiches y calderas pequeñas, en cantidad suficiente para el consumo local y exportación a Castilla, Cartagena y Campeche, alcanzando el precio de real y medio la libra, pero que como la gente es tan pobre, no podrá seguir fabricándola si no se le ayuda y socorre. Pedía a S. M. que se repartieran 40,000 ducados, los que no se repartieron hasta 1602, cuando ya había cesado en su cargo el Gobernador Maldonado Barrionuevo, sucediéndole Don Pedro de Valdés. La distribución empezó en septiembre y terminó en diciembre. Fueron favorecidos 17 ingenios con cantidades de 500 a 4,400 ducados, dando el propietario de cada uno como garantía el ingenio con tierras, casas, enseres, esclavos, ganado, etc. Según documentos del Archivo de Indias, que ofrece la historiadora yanqui I. A. Wright, en su trabajo Los orígenes de la industria azucarera de Cuba, publicado en la Reforma Social en abril de 1916, de donde hemos tomado estos últimos datos, esos ingenios de entonces eran muy pequeños, con 28 esclavos los más, y algunos hasta sólo de dos. Algunos de sus dueños eran portugueses, y portugueses también los primeros maestros de azúcar que en ellos trabajaron.
Emilio Roig de Leuchsenring
Revista Social
Mayo de 1930
Es en 1595 que se conceden a Cuba por Real Cédula iguales privilegios a los que para el fomento de la industria, disfrutaba la Española.
En estos momentos en que la industria azucarera cubana sufre crisis agudísima, que constituye pavoroso problema de muy difícil y complicada solución y del que depende, en gran parte, el porvenir económico de la República, ya que la caña ha sido nuestra máxima y casi única fuente de riqueza, nos parece interesante el ofrecer a nuestros lectores algunos datos sobre el nacimiento en Cuba de la industria azucarera, que hemos encontrado examinando las actas del Cabildo habanero.
Y en el tomo segundo ?-78– de las que hoy se conservan en el Archivo Municipal, –y que por feliz iniciativa del actual Alcalde, doctor Miguel M. Gómez, empezarán a publicarse en breve, bajo nuestra dirección– aparece en el Cabildo celebrado el 30 de abril de 1576, la primera petición que se hace y la primera licencia que se concede para el establecimiento en el Municipio de La Habana de un ingenio de elaborar azúcar.
En aquella época eran extraordinarias la significación e importancia que los Ayuntamientos tenían, según hemos visto en otros Recuerdos. A ellos les estaban encomendados deberes y facultades de orden ejecutivo, legislativo, judicial.
Entre esas omnímodas atribuciones se contaba la de dar licencia para las empresas que en la municipalidad se acometieran y regular su funcionamiento.
Es así, que en el cabildo del día ya citado, presentó Jorge Díaz, «estante en esta villa de La Habana, y vecino de Ayamonte»: súplica para que el Cabildo le concediera «la tierra que está desde la banda de la Chorrera, la cual linda con la estancia de Sebastián y Juan Guillén e linda con la de Alonso desde la Ciénega el cerro arriba y desde el mismo cerro vertiente a la mar y todo lo que hay hasta ella, para hacer y edificar un ingenio de azúcar».
Alegaba en favor de su demanda el susodicho Jorge Díaz, que el establecimiento del ingenio sería de gran utilidad a la Isla y sus vecinos y de gran provecho a Su Magestad y a Su Real Hacienda, por el fomento que traerá al comercio del puerto de La Habana y por el bien de la villa.
Al pedir la licencia, iban en ella comprendidas las solicitudes de tierras «y demás mercedes que Su Magestad suele hacer a los que se disponen a hacer los dichos ingenios para ayudar al edificio de dicho ingenio».
Estas mercedes a que hace referencia el peticionario, las concedía la Corona para proteger la industria azucarera en Indias, y facilitaron su rápido auge en la Española, de donde se supone pasó la caña de azúcar a Cuba, aunque su cultivo fue lento y en pequeña escala, y no se llegó a pedir en La Habana solicitud para establecer un ingenio hasta la fecha referida de 1576, cuando ya en aquella Isla había en 1520 más de 40 ingenios.
Las mercedes de la Corona consistían en tierras, encomiendas de indios, libre importación de efectos, rebaja de diezmos, no ejecución por deudas, y préstamos en efectivo de la Real Hacienda, facilidades todas indispensables para el desarrollo de la industria azucarera, dado el alto costo de construcción y sostenimiento de los ingenios.
Desde 1523 se iniciaron, según pormenorizadamente nos refiere Ramiro Guerra en el tomo segundo de su notable Historia de Cuba, las peticiones cubanas de subsidios para poder establecer en la Isla la industria azucarera, por demanda de Juan Mosquera, procurador de los municipios cubanos, ante el emperador Don Carlos y el Consejo de Indias. Siguieron otras peticiones, ya individuales ya de varios cabildos, algunas de las cuales fueron informadas favorablemente, pero sin que se llevasen a vías de hecho.
La primera solicitud formulada ante el Cabildo habanero, por Jorge Díaz, mereció unánime conformidad de los señores capitulares, por juzgarla «en bien y pro de esta villa y especialmente para el servicio de Su Magestad y aumento de sus derechos reales», y le concedieron la tierra que pedía, acordando que el Cabildo escribiera a Su Majestad, a los fines solicitados por el peticionario.
Pero ni esa ni otra alguna de las solicitudes en esos años presentadas, se llevó a vías de hecho.
Es en 1595 que se conceden a Cuba por Real Cédula iguales privilegios a los que para el fomento de la industria, disfrutaba la Española. Al año siguiente, el procurador del Cabildo, Hernando Barreda, llevó a España una petición de los vecinos de La Habana, sobre necesidad y conveniencias de la protección de la Corona, la que en 1597, por una Real Cédula pidió informes al Gobernador Maldonado, en el que se da a conocer que en 1593 había en La Habana algunos pequeños cañaverales, de los que no se hacía azúcar sino miel para consumo de los vecinos, trayéndose el azúcar de Santo Domingo, a 6 o más reales la libra, que desde 1595 o 96, han empezado los vecinos a hacer azúcar con trapiches y calderas pequeñas, en cantidad suficiente para el consumo local y exportación a Castilla, Cartagena y Campeche, alcanzando el precio de real y medio la libra, pero que como la gente es tan pobre, no podrá seguir fabricándola si no se le ayuda y socorre. Pedía a S. M. que se repartieran 40,000 ducados, los que no se repartieron hasta 1602, cuando ya había cesado en su cargo el Gobernador Maldonado Barrionuevo, sucediéndole Don Pedro de Valdés. La distribución empezó en septiembre y terminó en diciembre. Fueron favorecidos 17 ingenios con cantidades de 500 a 4,400 ducados, dando el propietario de cada uno como garantía el ingenio con tierras, casas, enseres, esclavos, ganado, etc. Según documentos del Archivo de Indias, que ofrece la historiadora yanqui I. A. Wright, en su trabajo Los orígenes de la industria azucarera de Cuba, publicado en la Reforma Social en abril de 1916, de donde hemos tomado estos últimos datos, esos ingenios de entonces eran muy pequeños, con 28 esclavos los más, y algunos hasta sólo de dos. Algunos de sus dueños eran portugueses, y portugueses también los primeros maestros de azúcar que en ellos trabajaron.
El Compañero- Admin/Fundador de Cuba Debate
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LA HABANA DE SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX
La Habana de 186… vista por el viajero norteamericano Samuel Hazard
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Cuadro lleno de vida y color y en el que, al contrario de lo que suele ocurrir en esta clase de obras, han quedado muy disminuidos los errores y las exageraciones.
La Casa editora Cultural ha tenido el acierto de publicar en su magnífica Colección de Libros Cubanos, dirigida por Fernando Ortiz, la traducción al español de la interesantísima obra escrita en inglés, Cuba with pen and pencil, por Samuel Hazard, viajero norteamericano que pasó varios meses en esta Isla, abandonándola poco antes de estallar la guerra del 68, y cuenta en estilo sencillo y ameno sus observaciones e impresiones sobre la vida y costumbres cubanas de aquella época, demostrando simpatía por los cubanos y ofreciéndonos un cuadro lleno de vida y color y en el que, al contrario de lo que suele ocurrir en esta clase de obras, han quedado muy disminuidos los errores y las exageraciones.
Poseemos nosotros la edición inglesa, hecha en Londres en 1873, tercera, pues en 1871, se hicieron dos, la primera en Nueva York y la segunda en Hartford, y ahora hemos querido aprovechar la actualidad que nos ofrece esta traducción española del libro, amorosamente realizada por Adrián del Valle, para ofrecer en estos Recuerdos de Antaño un extracto de las noticias que Hazard da de la Habana y de los habaneros de 186…, ilustrándolo con algunos de los dibujos por él hechos también que figuran en la edición inglesa y han sido reproducidos en la traducción castellana.
Hazard, que había visitado La Habana en su primera juventud, al llegar de nuevo a ella, exclama: «!Habana! ¿He de olvidar nunca las extrañas y a la vez agradables impresiones que en mi ánimo produjeron sus murallas, cuando, años atrás, en pleno vigor juvenil, al desembarcar en la Aduana, mis pies pisaron por vez primera suelo extranjero?»
El cuadro que ahora se le ofrece, en cuanto tiene de atractivo, interesante, bello y exótico, no difiere para él mucho del que contempló años atrás.
Como viajero que se propone permanecer varios meses en la ciudad, a lo primero que presta atención es a los hoteles. Después de visitarlos casi todos y hospedarse en varios de ellos, encuentra que La Habana «no puede enorgullecerse de tener un hotel de primera clase, tal como nosotros lo entendemos, si bien cuenta con varios, en los cuales, el viajero, si no es extremadamente exigente, puede estar de manera tolerablemente confortable». Considera el mejor de la ciudad el Hotel Santa Isabel, al estilo americano, del Coronel Lay, en el Palacio del Conde de Santovenia, al lado del Templete. Dice que sus habitaciones son grandes y aireadas, el lenguaje que se usa es el inglés, y es el único que tiene para las señoras servicio de camareras, y la comida es buena. Después del Santa Isabel, cita, como el mejor, cubano, el Hotel Telégrafo, y a continuación, e1 Hotel Inglaterra, el Hotel Europa, en la Plaza de San Francisco. Recomienda, sin embargo, para los que han de permanecer algún tiempo en la Ciudad, el alquilar un cuarto amueblado en casas de familias o de huéspedes, como el Hotel San Luis, en el paseo del Prado, cerca del Hotel Inglaterra, «excelente», Águila de Oro en San Ignacio y Obispo, Hotel San Felipe, en la calle de Ancha del Norte 78, donde Hazard permaneció varias semanas muy agradables, deseoso de gozar de los baños de mar, que se hallan al lado de la casa, teniendo la conveniencia de poder salir de la habitación, a primeras horas de la mañana, en zapatillas, en deshabillé y hacer una refrescante y vigorizante zambullida en el venerable océano».
En cuanto a los restaurantes, le da el primer lugar al Restaurant Francois, dirigido por un francés, Francois Garcon, en la calle de Cuba 72 entre Obispo y Obrapía, donde «la cuisine y la mesa son inmejorables» y los precios razonables, sirviéndose a la carta o por abonos, $15 por semana o $51 por mes incluyendo el vino corriente o el clarete francés. Son más baratos y no tan buenos, el restaurante del Hotel Inglaterra, Las Tullerías, en Consulado y San Rafael, que con el de Francois, son «los únicos decentes al que pueden concurrir las damas». Cita, por último. La Noble Habana, famoso por sus camarones y ensaladas hechas con los mismos; y el Crystal Palace. Los precios en los mejores hoteles son de $13 a 5 por cuarto y comidas, incluyendo o no vino; en las pensiones, se pagan de $34 a 50 al mes, con dos comidas.
De los cafés, cita El Louvre el mayor y mejor de La Habana y lugar admirable «para observar la alta vida social durante la noche», donde «pueden tomarse helados y granizados tan buenos como en los Estados Unidos»; y La Dominica, en O'Reilly y Mercaderes, lugar muy concurrido, famoso por sus refrescos y dulces, que antes fue punto de cita de damas y caballeros de la sociedad.
De las calles y paseos, dice que las más interesantes para el extranjero son las que se hallan en la parte vieja de la Ciudad: Ricla, Obispo, O'Reilly, Mercaderes. «Aún después de semanas de residencia, jamás me cansaba de vagar por estas calles, observando las curiosidades y singularidades de su arquitectura, los títulos chuscos de sus establecimientos y la curiosa y atractiva manera de exponer los artículos ante los ojos del público no por estar amontonados en los aparadores y escaparates, sino por tener el establecimiento completamente abierto y todo a la vista del que pasa».
La calle del Obispo era «la más animada de la ciudad y donde se hallan los establecimientos más atrayentes», siguiéndole, después, Ricla y Mercaderes. Los nombres de establecimientos que más le llamaron la atención, «por lo chuscos», son: Palo Gordo, León de Oro, Delicias de las Damas, Las Ninfas, el Espejo, La Pequeña Isabel, La Cruz Verde. De los paseos, considera el mejor el de Isabel «conocido por Prado en la parte que se dirige desde el teatro Tacón hasta el Océano», notable «por su anchura, su buena construcción, dotado de aceras, y largas hileras de árboles; celebra, así mismo, «la Bella» Calzada de Galiano, «la bulliciosa» Calzada del Monte, la Calzada del Cerro, la Calle de Belascoaín, y «el por todos concepto bello paseo conocido con los diferentes nombres de Tacón; Reina y Príncipe»; la Alameda de Paula o Salón de O'Donnell, el Paseo de Roncali, la Calzada de la Reina.
Le llama la atención y choca a Hazard que en La Habana «no hay un lugar especialmente dedicado a las residencias de buena sociedad, pues al lado mismo de una casa particular, de elegante y limpia apariencia, se ve un sucio establecimiento usado como almacén… las personas de la mejor sociedad viven aquí, allí, en todas partes, unas en los altos, otras en los bajos, algunas en almacenes o sobre almacenes y establecimientos». Además, la apariencia de fortaleza que tienen las casas, con sus gruesos muros, sus sólidas puertas, que «pueden resistir un ariete», sus ventanas, «enrejadas como las de una cárcel», le hacen pensar «que en esta extraña vieja ciudad originariamente sus habitantes debían vivir en perennes querellas unos con otros y esperando ser llamados de un momento a otro a resistir una invasión».
Se asombra también, y además le molesta, la cantidad de iglesias que hay y el insoportable escándalo que arman con los toques de campanas. «Figúrate, ¡oh, lector –dice– a tu pueblo nativo con una iglesia en cada cuadra, cada iglesia con un campanario, o quizás dos o tres, y en cada campanario media docena de grandes campanas, de las cuales dos no suenan igual; coloca las cuerdas de éstas en las manos de algunos hombres frenéticos, que tiran de ellas primero con una mano, luego con la otra y tendrás una débil idea de lo que es un primer despertar en La Habana. En un verdadero desconcierto de sonidos, atruenan en el aire de la mañana, cual si se tratara de una general conflagración, y el infortunado viajero se tira frenéticamente de la cama para inquirir si hay alguna esperanza de salvarse de las llamas que se imagina amenazar ya a toda la ciudad». Tan es así –agrega– que la respuesta que sobre su primera impresión de la Habana, daría el viajero, al ser interrogado sobre ella, sería:
«!Campanas, señor; nada más que campanas!»
Como es natural, no demuestra admiración por las iglesias habaneras, desprovistas de interés arquitectónico, de belleza en su decorado interior y de riqueza artística en cuadros, tapices, etc. De la Catedral, lo que más le entusiasma es la tumba de Colón. De La Merced, Santo Ángel, San Juan de Dios, San Felipe, San Agustín, Santa Clara, tiene que hablar solamente de sus piedras ennegrecidas, su aspecto vetusto, su pequeñez o el que «nada hay en ella que llame la atención del extranjero», a no ser algún techo, algún altar, o alguna anécdota o historia milagrosa que le refieren.
Dedica Hazard un capítulo a los mercados, de los que poseía cuatro en aquella época La Habana; el de Cristina, en la Plaza Vieja, y el del Cristo, intramuros; el de la Plaza de Vapor o Tacón y el de Colón, extramuros, considerando que los más dignos de verse son los de Cristina y Tacón. Existía, además, la Pescadería, al comienzo de la calle de Empedrado.
Como es natural, a Hazard le interesan sobre manera nuestros castillos y fortalezas y a ellos dedica otro de los capítulos de su obra; ocupándose, asimismo, de aquellos edificios públicos que ofrecen alguna peculiaridad o curiosidad al extranjero: El Templete, el Palacio del Capitán General, La Intendencia, la casa de Beneficencia; la Cárcel, el Teatro Tacón; el Correo, que se hallaba al extremo de la calle de Ricla, más arriba de la Machina, teniendo a su frente la Comandancia de Marina, el Arsenal, que ya «aparecía desierto, sin que se efectúe en él ningún trabajo importante»; las Murallas, de las que dice: «todavía existen en parte, en tolerable buen orden, aun cuando ya ofrecen un aspecto de decadencia y están condenadas a desaparecer. Bastarían algunos certeros cañonazos para reducirlas rápidamente a fragmentos. No son ya de utilidad, pues puede decirse que están ahora en el corazón de la ciudad y de nada servirían en el caso de un fuerte ataque, excepto, como un dernier resort para un pequeño número de hombres. Con todo, todavía se monta guardia en algunas puertas y los cañones adornan sus bocas por las almenas cubiertas de hierba. Los fosos, con el tiempo, han ido llenándose de toda clase de estructuras y en ciertos lugares se ven cubiertos de huertas».
Aunque en aquella época no existían ya todas las antiguas murallas, dice Hazard, «todavía se oye la expresión tan usual y familiar, de intramuros y extramuros, augurando que «cuando se complete la mejora de ocupar el lugar de las Murallas con nuevos edificios, esta parte de la Ciudad progresará mucho, y ofrecerá La Habana mejor perspectiva».
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Cuadro lleno de vida y color y en el que, al contrario de lo que suele ocurrir en esta clase de obras, han quedado muy disminuidos los errores y las exageraciones.
La Casa editora Cultural ha tenido el acierto de publicar en su magnífica Colección de Libros Cubanos, dirigida por Fernando Ortiz, la traducción al español de la interesantísima obra escrita en inglés, Cuba with pen and pencil, por Samuel Hazard, viajero norteamericano que pasó varios meses en esta Isla, abandonándola poco antes de estallar la guerra del 68, y cuenta en estilo sencillo y ameno sus observaciones e impresiones sobre la vida y costumbres cubanas de aquella época, demostrando simpatía por los cubanos y ofreciéndonos un cuadro lleno de vida y color y en el que, al contrario de lo que suele ocurrir en esta clase de obras, han quedado muy disminuidos los errores y las exageraciones.
Poseemos nosotros la edición inglesa, hecha en Londres en 1873, tercera, pues en 1871, se hicieron dos, la primera en Nueva York y la segunda en Hartford, y ahora hemos querido aprovechar la actualidad que nos ofrece esta traducción española del libro, amorosamente realizada por Adrián del Valle, para ofrecer en estos Recuerdos de Antaño un extracto de las noticias que Hazard da de la Habana y de los habaneros de 186…, ilustrándolo con algunos de los dibujos por él hechos también que figuran en la edición inglesa y han sido reproducidos en la traducción castellana.
Hazard, que había visitado La Habana en su primera juventud, al llegar de nuevo a ella, exclama: «!Habana! ¿He de olvidar nunca las extrañas y a la vez agradables impresiones que en mi ánimo produjeron sus murallas, cuando, años atrás, en pleno vigor juvenil, al desembarcar en la Aduana, mis pies pisaron por vez primera suelo extranjero?»
El cuadro que ahora se le ofrece, en cuanto tiene de atractivo, interesante, bello y exótico, no difiere para él mucho del que contempló años atrás.
Como viajero que se propone permanecer varios meses en la ciudad, a lo primero que presta atención es a los hoteles. Después de visitarlos casi todos y hospedarse en varios de ellos, encuentra que La Habana «no puede enorgullecerse de tener un hotel de primera clase, tal como nosotros lo entendemos, si bien cuenta con varios, en los cuales, el viajero, si no es extremadamente exigente, puede estar de manera tolerablemente confortable». Considera el mejor de la ciudad el Hotel Santa Isabel, al estilo americano, del Coronel Lay, en el Palacio del Conde de Santovenia, al lado del Templete. Dice que sus habitaciones son grandes y aireadas, el lenguaje que se usa es el inglés, y es el único que tiene para las señoras servicio de camareras, y la comida es buena. Después del Santa Isabel, cita, como el mejor, cubano, el Hotel Telégrafo, y a continuación, e1 Hotel Inglaterra, el Hotel Europa, en la Plaza de San Francisco. Recomienda, sin embargo, para los que han de permanecer algún tiempo en la Ciudad, el alquilar un cuarto amueblado en casas de familias o de huéspedes, como el Hotel San Luis, en el paseo del Prado, cerca del Hotel Inglaterra, «excelente», Águila de Oro en San Ignacio y Obispo, Hotel San Felipe, en la calle de Ancha del Norte 78, donde Hazard permaneció varias semanas muy agradables, deseoso de gozar de los baños de mar, que se hallan al lado de la casa, teniendo la conveniencia de poder salir de la habitación, a primeras horas de la mañana, en zapatillas, en deshabillé y hacer una refrescante y vigorizante zambullida en el venerable océano».
En cuanto a los restaurantes, le da el primer lugar al Restaurant Francois, dirigido por un francés, Francois Garcon, en la calle de Cuba 72 entre Obispo y Obrapía, donde «la cuisine y la mesa son inmejorables» y los precios razonables, sirviéndose a la carta o por abonos, $15 por semana o $51 por mes incluyendo el vino corriente o el clarete francés. Son más baratos y no tan buenos, el restaurante del Hotel Inglaterra, Las Tullerías, en Consulado y San Rafael, que con el de Francois, son «los únicos decentes al que pueden concurrir las damas». Cita, por último. La Noble Habana, famoso por sus camarones y ensaladas hechas con los mismos; y el Crystal Palace. Los precios en los mejores hoteles son de $13 a 5 por cuarto y comidas, incluyendo o no vino; en las pensiones, se pagan de $34 a 50 al mes, con dos comidas.
De los cafés, cita El Louvre el mayor y mejor de La Habana y lugar admirable «para observar la alta vida social durante la noche», donde «pueden tomarse helados y granizados tan buenos como en los Estados Unidos»; y La Dominica, en O'Reilly y Mercaderes, lugar muy concurrido, famoso por sus refrescos y dulces, que antes fue punto de cita de damas y caballeros de la sociedad.
De las calles y paseos, dice que las más interesantes para el extranjero son las que se hallan en la parte vieja de la Ciudad: Ricla, Obispo, O'Reilly, Mercaderes. «Aún después de semanas de residencia, jamás me cansaba de vagar por estas calles, observando las curiosidades y singularidades de su arquitectura, los títulos chuscos de sus establecimientos y la curiosa y atractiva manera de exponer los artículos ante los ojos del público no por estar amontonados en los aparadores y escaparates, sino por tener el establecimiento completamente abierto y todo a la vista del que pasa».
La calle del Obispo era «la más animada de la ciudad y donde se hallan los establecimientos más atrayentes», siguiéndole, después, Ricla y Mercaderes. Los nombres de establecimientos que más le llamaron la atención, «por lo chuscos», son: Palo Gordo, León de Oro, Delicias de las Damas, Las Ninfas, el Espejo, La Pequeña Isabel, La Cruz Verde. De los paseos, considera el mejor el de Isabel «conocido por Prado en la parte que se dirige desde el teatro Tacón hasta el Océano», notable «por su anchura, su buena construcción, dotado de aceras, y largas hileras de árboles; celebra, así mismo, «la Bella» Calzada de Galiano, «la bulliciosa» Calzada del Monte, la Calzada del Cerro, la Calle de Belascoaín, y «el por todos concepto bello paseo conocido con los diferentes nombres de Tacón; Reina y Príncipe»; la Alameda de Paula o Salón de O'Donnell, el Paseo de Roncali, la Calzada de la Reina.
Le llama la atención y choca a Hazard que en La Habana «no hay un lugar especialmente dedicado a las residencias de buena sociedad, pues al lado mismo de una casa particular, de elegante y limpia apariencia, se ve un sucio establecimiento usado como almacén… las personas de la mejor sociedad viven aquí, allí, en todas partes, unas en los altos, otras en los bajos, algunas en almacenes o sobre almacenes y establecimientos». Además, la apariencia de fortaleza que tienen las casas, con sus gruesos muros, sus sólidas puertas, que «pueden resistir un ariete», sus ventanas, «enrejadas como las de una cárcel», le hacen pensar «que en esta extraña vieja ciudad originariamente sus habitantes debían vivir en perennes querellas unos con otros y esperando ser llamados de un momento a otro a resistir una invasión».
Se asombra también, y además le molesta, la cantidad de iglesias que hay y el insoportable escándalo que arman con los toques de campanas. «Figúrate, ¡oh, lector –dice– a tu pueblo nativo con una iglesia en cada cuadra, cada iglesia con un campanario, o quizás dos o tres, y en cada campanario media docena de grandes campanas, de las cuales dos no suenan igual; coloca las cuerdas de éstas en las manos de algunos hombres frenéticos, que tiran de ellas primero con una mano, luego con la otra y tendrás una débil idea de lo que es un primer despertar en La Habana. En un verdadero desconcierto de sonidos, atruenan en el aire de la mañana, cual si se tratara de una general conflagración, y el infortunado viajero se tira frenéticamente de la cama para inquirir si hay alguna esperanza de salvarse de las llamas que se imagina amenazar ya a toda la ciudad». Tan es así –agrega– que la respuesta que sobre su primera impresión de la Habana, daría el viajero, al ser interrogado sobre ella, sería:
«!Campanas, señor; nada más que campanas!»
Como es natural, no demuestra admiración por las iglesias habaneras, desprovistas de interés arquitectónico, de belleza en su decorado interior y de riqueza artística en cuadros, tapices, etc. De la Catedral, lo que más le entusiasma es la tumba de Colón. De La Merced, Santo Ángel, San Juan de Dios, San Felipe, San Agustín, Santa Clara, tiene que hablar solamente de sus piedras ennegrecidas, su aspecto vetusto, su pequeñez o el que «nada hay en ella que llame la atención del extranjero», a no ser algún techo, algún altar, o alguna anécdota o historia milagrosa que le refieren.
Dedica Hazard un capítulo a los mercados, de los que poseía cuatro en aquella época La Habana; el de Cristina, en la Plaza Vieja, y el del Cristo, intramuros; el de la Plaza de Vapor o Tacón y el de Colón, extramuros, considerando que los más dignos de verse son los de Cristina y Tacón. Existía, además, la Pescadería, al comienzo de la calle de Empedrado.
Como es natural, a Hazard le interesan sobre manera nuestros castillos y fortalezas y a ellos dedica otro de los capítulos de su obra; ocupándose, asimismo, de aquellos edificios públicos que ofrecen alguna peculiaridad o curiosidad al extranjero: El Templete, el Palacio del Capitán General, La Intendencia, la casa de Beneficencia; la Cárcel, el Teatro Tacón; el Correo, que se hallaba al extremo de la calle de Ricla, más arriba de la Machina, teniendo a su frente la Comandancia de Marina, el Arsenal, que ya «aparecía desierto, sin que se efectúe en él ningún trabajo importante»; las Murallas, de las que dice: «todavía existen en parte, en tolerable buen orden, aun cuando ya ofrecen un aspecto de decadencia y están condenadas a desaparecer. Bastarían algunos certeros cañonazos para reducirlas rápidamente a fragmentos. No son ya de utilidad, pues puede decirse que están ahora en el corazón de la ciudad y de nada servirían en el caso de un fuerte ataque, excepto, como un dernier resort para un pequeño número de hombres. Con todo, todavía se monta guardia en algunas puertas y los cañones adornan sus bocas por las almenas cubiertas de hierba. Los fosos, con el tiempo, han ido llenándose de toda clase de estructuras y en ciertos lugares se ven cubiertos de huertas».
Aunque en aquella época no existían ya todas las antiguas murallas, dice Hazard, «todavía se oye la expresión tan usual y familiar, de intramuros y extramuros, augurando que «cuando se complete la mejora de ocupar el lugar de las Murallas con nuevos edificios, esta parte de la Ciudad progresará mucho, y ofrecerá La Habana mejor perspectiva».
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LA ESTATUA DE MARTI EN EL PARQUE CENTRAL
Amigos foristas, noten este dato historico curioso e interesante. Antes de la estatua de Martí en el Parque Central estuvo la Estatua de la Reina Isabel II, la cual es bajada posterior a la independencia.
Luego se hace una encuesta y el pueblo votó por Marti en primer lugar, Cespedes en segundo lugar y la Estatua de la Libertad en tercer lugar. Por razones tecnicas la estatua de Martí, ganadora de la encuesta demoro un tiempo en hacerse y en su lugar pusieron por un periodo corto de tiempo en el Parque Central una version pequeña de la Estatua de la Libertad.
Esto revelo dos cuestiones importantes: 1- El sentimiento patriotico y Martiano desde tan temprana epoca y 2- El sentimiento pro americano de admiracion hacia la Estatua de la Libertad - todo en la era de la ocupacion militar norteamericana. Una lectura historica con dos caras de analisis sobre las percepciones populares de los cubanos a finales del siglo XIX y principios del XX.
Saludos cordiales,
El Compañero.
La Primera estatua
Opus Habana. lunes, 19 de mayo de 2008
La erección de dicho monumento al Apóstol se hacía de acuerdo con el resultado de una encuesta que, anunciada por el periódico El Fígaro ya desde el 30 de abril de 1899 —a pocos días de haber sido removida la figura de la reina española—, había preguntado qué estatua colocar allí a «nuestros hombres más distinguidos (...) guerreros, políticos, escritores, poetas y personalidades salientes del mundo intelectual cubano, habiéndonos complacido en hacerla extensiva a los prohombres del antiguo autonomismo y a miembros caracterizados de la prensa española».
Erigida en el Parque Central, en el sitio que durante años ocupó la estatua de mármol de Isabel II (bajada de su pedestal el 12 de marzo de 1899), la primera estatua de José Martí en Cuba fue develada el 24 de febrero de 1905 en ceremonia que encabezaron el Generalísimo del Ejército Libertador Máximo Gómez y el presidente Tomás Estrada Palma.
La erección de dicho monumento al Apóstol se hacía de acuerdo con el resultado de una encuesta que, anunciada por el periódico El Fígaro ya desde el 30 de abril de 1899 —a pocos días de haber sido removida la figura de la reina española—, había preguntado qué estatua colocar allí a «nuestros hombres más distinguidos (...) guerreros, políticos, escritores, poetas y personalidades salientes del mundo intelectual cubano, habiéndonos complacido en hacerla extensiva a los prohombres del antiguo autonomismo y a miembros caracterizados de la prensa española».
De las 105 personalidades encuestadas, a favor de Martí votaron apenas 16, encontrándose divididos los demás sufragios de esta forma: Carlos Manuel de Céspedes (13), Estatua de La Libertad (8), José de la Luz y Caballero (7), Cristóbal Colón (5), Cuba Libre (4), La República (3), y la Independencia, la Revolución y la Concordia (2 votos cada una, al igual que la estatua del rebelde cacique Hatuey).
Alcanzaron sólo un voto las siguientes personalidades: Félix Varela, José Antonio Saco, Narciso López, Ignacio Agramonte, Antonio Maceo, Marta Abreu y Máximo Gómez, así como dos propuestas que reflejaban la influencia de los Estados Unidos en el destino de Cuba, ocupada en ese momento por tropas norteamericanas tras la derrota de España en la guerra iniciada en 1895. La primera de esas proposiciones, oculta tras las iniciales R.F.G., decía: «Respuesta sobre la estatua: para no engañarnos unos a los otros con ilusiones tontas, la de Jorge Washington», mientras que la otra —de Manuel María Coronado— se inclinaba por «la estatua del Presidente de los Estados Unidos que tenga la gloria de firmar la proclama por la cual se declare al mundo que cesa la ocupación militar, por quedar Cuba constituida en nación libre e independiente».
Otro encuestado, Saturnino Lastra, se pronunció por «un grupo representando a España, Cuba y Estados Unidos», y no faltó quien prefirió posponer la erección de cualquier nueva estatua, como fue el caso de Enrique Hernández Miyares, quien opinó debía colocarse allí la fuente de la India y «cuando tengamos gobierno estable y personalidad, ya veremos qué se pone».
A favor de Martí
El domingo 6 de noviembre de 1904 fue colocada la primera piedra, no sin antes introducir en la bóveda abierta una caja contentiva del acta levantada in situ, varias ofrendas y algunos ejemplares de diversos periódicos del día, incluidos El Fígaro, La Discusión y Diario de la Marina, así como un ejemplar de Patria correspondiente al 14 de diciembre de 1895.
Entre los votos favorables al Apóstol se contaban los de sus allegados Fermín Valdés Domínguez, Juan Gualberto Gómez —quien respondió a la encuesta lacónicamente: «Martí»— y Miguel F. Viondi. A ellos se sumaron siete hombres de letras, entre ellos Esteban Borrero Echevarría, Diego Vicente Tejera y Leopoldo Berriel, y cuatro poetisas: Aurelia Castillo de González —que propuso una estatua compartida con Carlos M. de Céspedes—, Martina Pierra de Poo, Mercedes Matamoros y Nieves Xenes, además de la patriota Rosario Sigarroa.
De los altos jefes revolucionarios, únicamente se pronunciaron a favor de Martí los generales Emilio Núñez, Daniel Gispert y Enrique Loynaz del Castillo.
Al ser entrevistado por Manuel Serafín Pichardo, director de El Fígaro, el Generalísimo Máximo Gómez ejerció su voto de esta manera: «diré a usted que, sin esfuerzo de ninguna especie ni rebuscando figuras prominentes de la historia científica o política de Cuba, surgió en mi mente este nombre: José de la Luz y Caballero». Se sumaron a esa preferencia por el gran patriota y pedagogo: el general Francisco Carrillo, el historiador Antonio Vidal Morales y Morales y la educadora María Luisa Dolz, por sólo citar algunos. Mientras, el único voto que recibió el «invicto caudillo Gómez» se debió a la poetisa Luisa Pérez de Zambrana.
Por Carlos Manuel de Céspedes votaron —entre otros jefes de la Revolución del 95— Salvador Cisneros Betancourt y J. Lacret Morlot, mientras que a favor de la estatua de La Libertad se manifestaron Marta Abreu de Estévez («porque la idea significa más que las personas») y Gonzalo Aróstegui, entre los ocho votos favorables a ese símbolo.
A los pocos días, El Fígaro confesaba que —pese a las muchas valiosas respuestas recibidas— ninguna propuesta había alcanzado una mayoría decisiva, y extendía a sus lectores la pregunta de «¿qué estatua debe ser colocada en el Parque Central?» Para realizar tal encuesta se había impreso en el margen de la página una pequeña papeleta, la cual incluía la pregunta de marras, seguida del siguiente texto: «Voto por la respuesta de _____». Después de ser recortada y llenada, dicha papeleta debía ser remitida a la sede de la publicación habanera, en Obispo 62.
Dando inicio a la ceremonia de inauguración, a las 9 de la mañana del 24 de febrero de 1905, se izó «la bandera nacional por el ilustre caudillo general Máximo Gómez, a los acordes de la Marcha de la Invasión», según estipulaba el programa. Después de una breve alocución de Gómez, se descorrió el velo del monumento por «el señor presidente de la República, a los acordes del Himno Nacional», quien también dijo unas breves palabras. Otros oradores subieron al podio durante el acto, al que asistieron Leonor Pérez, Carmen Zayas Bazán y Amelia Martí, y que concluyó cuando por iniciativa de Juana de Varona, hermana del general Bernabé Varona, Bembeta, se colocó en el pedestal del monumento un clavo de oro con la inscripción La hermana de Bembeta. Eran las once y cuarto, y por la tarde todo estaba preparado para las tres y media, cuando miles de niños desfilarían frente a la estatua. Por la noche, el Parque Central habría de encenderse con sus bombillas y una banda de música concluir la jornada con una retreta.
«Esperamos ahora que nuestros suscriptores tomarán el certamen que entre ellos se abre, con el mismo interés que ha despertado en la esfera intelectual, decidiéndose cada uno libremente por la firma que mejor haya interpretado su propio juicio», conminaba a sus lectores el semanario. Para ejercer el escrutinio, previsto para las cuatro de la tarde del jueves 25 de mayo, se creó un jurado que integraban Enrique José Varona como presidente, Diego Vicente Tejera, Gastón Mora e Ignacio Sarachaga, y de secretario, José María Collantes.
Sucedió que quienes no habían tenido el periódico del día de la convocatoria (30 de abril) se quedaban sin la posibilidad de ejercer su voto, por lo que a la semana siguiente —en la edición del 7 de mayo— se repartió una papeleta separada «con tal de que el certamen alcance el mayor número de sufragios». El 28 de mayo se publicaban las 10 respuestas con el mayor número de votos:
•la de Diego Vicente Tejera, por la estatua de Martí: 375
•la de Marta Abreu de Estévez, por la de La Libertad: 371
•la de Antonio González Lanuza, por la de Cristóbal Colón: 184
•la de Máximo Gómez, por la de José de la Luz y Caballero: 123
•la de Saturnino Lastra, por un grupo representando a España, Cuba y Estados Unidos: 89
•la de Luisa Pérez de Zambrana, por la de Máximo Gómez: 84
•la de Diego Tamayo, por la de Carlos Manuel de Céspedes: 69
•la de Manuel María Coronado, por la del presidente de Estados Unidos firmando la proclama de la independencia: 61
•la de Carlos M[iguel] de Céspedes, por la de Cuba redimida por el soldado cubano: 44
•la de Enrique Núñez, por la de Antonio Maceo: 32
Correspondió entonces a la Asociación del Monumento a Martí —que había sido constituida en 1900—, recabar más fondos para consumar el proyecto. En lo adelante, su Comisión Ejecutiva contrataría al escultor cubano radicado en Roma José Vilalta de Saavedra, tras lo cual se decide el material (mármol) que habría de emplearse en la estatua y el precio de su ejecución, valorado en 4 500 pesos en moneda americana y cubierto en tres plazos, incluyendo su puesta en La Habana desde Italia. Pero no sería hasta el 24 de febrero de 1905 que ese monumento fuera, por fin, develado.
___________________________________________
Fuentes utilizadas: Artículos «Qué estatua pensaron los cubanos de 1899 debía ser colocada en el Parque Central» y «En 1899 sólo 16 cubanos representativos comprendían y admiraban a Martí», de Emilio Roig de Leuchsenring (semanario Carteles del 22 y 29 de enero de 1939, respectivamente).
Traer a Martí: de su monumento en el Parque Central, de Fermín Romero Alfau (Editorial Pablo de la Torriente, La Habana, 1995).
Revistas El Fígaro no. 16 (30 de abril) y no. 20 (28 de mayo) de 1899 (año 15 de esa publicación) , así como las no. 7 (12 de febrero) y no. 9 (26 de febrero) de 1905 (año 21).
Luego se hace una encuesta y el pueblo votó por Marti en primer lugar, Cespedes en segundo lugar y la Estatua de la Libertad en tercer lugar. Por razones tecnicas la estatua de Martí, ganadora de la encuesta demoro un tiempo en hacerse y en su lugar pusieron por un periodo corto de tiempo en el Parque Central una version pequeña de la Estatua de la Libertad.
Esto revelo dos cuestiones importantes: 1- El sentimiento patriotico y Martiano desde tan temprana epoca y 2- El sentimiento pro americano de admiracion hacia la Estatua de la Libertad - todo en la era de la ocupacion militar norteamericana. Una lectura historica con dos caras de analisis sobre las percepciones populares de los cubanos a finales del siglo XIX y principios del XX.
Saludos cordiales,
El Compañero.
La Primera estatua
Opus Habana. lunes, 19 de mayo de 2008
La erección de dicho monumento al Apóstol se hacía de acuerdo con el resultado de una encuesta que, anunciada por el periódico El Fígaro ya desde el 30 de abril de 1899 —a pocos días de haber sido removida la figura de la reina española—, había preguntado qué estatua colocar allí a «nuestros hombres más distinguidos (...) guerreros, políticos, escritores, poetas y personalidades salientes del mundo intelectual cubano, habiéndonos complacido en hacerla extensiva a los prohombres del antiguo autonomismo y a miembros caracterizados de la prensa española».
Erigida en el Parque Central, en el sitio que durante años ocupó la estatua de mármol de Isabel II (bajada de su pedestal el 12 de marzo de 1899), la primera estatua de José Martí en Cuba fue develada el 24 de febrero de 1905 en ceremonia que encabezaron el Generalísimo del Ejército Libertador Máximo Gómez y el presidente Tomás Estrada Palma.
La erección de dicho monumento al Apóstol se hacía de acuerdo con el resultado de una encuesta que, anunciada por el periódico El Fígaro ya desde el 30 de abril de 1899 —a pocos días de haber sido removida la figura de la reina española—, había preguntado qué estatua colocar allí a «nuestros hombres más distinguidos (...) guerreros, políticos, escritores, poetas y personalidades salientes del mundo intelectual cubano, habiéndonos complacido en hacerla extensiva a los prohombres del antiguo autonomismo y a miembros caracterizados de la prensa española».
De las 105 personalidades encuestadas, a favor de Martí votaron apenas 16, encontrándose divididos los demás sufragios de esta forma: Carlos Manuel de Céspedes (13), Estatua de La Libertad (8), José de la Luz y Caballero (7), Cristóbal Colón (5), Cuba Libre (4), La República (3), y la Independencia, la Revolución y la Concordia (2 votos cada una, al igual que la estatua del rebelde cacique Hatuey).
Alcanzaron sólo un voto las siguientes personalidades: Félix Varela, José Antonio Saco, Narciso López, Ignacio Agramonte, Antonio Maceo, Marta Abreu y Máximo Gómez, así como dos propuestas que reflejaban la influencia de los Estados Unidos en el destino de Cuba, ocupada en ese momento por tropas norteamericanas tras la derrota de España en la guerra iniciada en 1895. La primera de esas proposiciones, oculta tras las iniciales R.F.G., decía: «Respuesta sobre la estatua: para no engañarnos unos a los otros con ilusiones tontas, la de Jorge Washington», mientras que la otra —de Manuel María Coronado— se inclinaba por «la estatua del Presidente de los Estados Unidos que tenga la gloria de firmar la proclama por la cual se declare al mundo que cesa la ocupación militar, por quedar Cuba constituida en nación libre e independiente».
Otro encuestado, Saturnino Lastra, se pronunció por «un grupo representando a España, Cuba y Estados Unidos», y no faltó quien prefirió posponer la erección de cualquier nueva estatua, como fue el caso de Enrique Hernández Miyares, quien opinó debía colocarse allí la fuente de la India y «cuando tengamos gobierno estable y personalidad, ya veremos qué se pone».
A favor de Martí
El domingo 6 de noviembre de 1904 fue colocada la primera piedra, no sin antes introducir en la bóveda abierta una caja contentiva del acta levantada in situ, varias ofrendas y algunos ejemplares de diversos periódicos del día, incluidos El Fígaro, La Discusión y Diario de la Marina, así como un ejemplar de Patria correspondiente al 14 de diciembre de 1895.
Entre los votos favorables al Apóstol se contaban los de sus allegados Fermín Valdés Domínguez, Juan Gualberto Gómez —quien respondió a la encuesta lacónicamente: «Martí»— y Miguel F. Viondi. A ellos se sumaron siete hombres de letras, entre ellos Esteban Borrero Echevarría, Diego Vicente Tejera y Leopoldo Berriel, y cuatro poetisas: Aurelia Castillo de González —que propuso una estatua compartida con Carlos M. de Céspedes—, Martina Pierra de Poo, Mercedes Matamoros y Nieves Xenes, además de la patriota Rosario Sigarroa.
De los altos jefes revolucionarios, únicamente se pronunciaron a favor de Martí los generales Emilio Núñez, Daniel Gispert y Enrique Loynaz del Castillo.
Al ser entrevistado por Manuel Serafín Pichardo, director de El Fígaro, el Generalísimo Máximo Gómez ejerció su voto de esta manera: «diré a usted que, sin esfuerzo de ninguna especie ni rebuscando figuras prominentes de la historia científica o política de Cuba, surgió en mi mente este nombre: José de la Luz y Caballero». Se sumaron a esa preferencia por el gran patriota y pedagogo: el general Francisco Carrillo, el historiador Antonio Vidal Morales y Morales y la educadora María Luisa Dolz, por sólo citar algunos. Mientras, el único voto que recibió el «invicto caudillo Gómez» se debió a la poetisa Luisa Pérez de Zambrana.
Por Carlos Manuel de Céspedes votaron —entre otros jefes de la Revolución del 95— Salvador Cisneros Betancourt y J. Lacret Morlot, mientras que a favor de la estatua de La Libertad se manifestaron Marta Abreu de Estévez («porque la idea significa más que las personas») y Gonzalo Aróstegui, entre los ocho votos favorables a ese símbolo.
A los pocos días, El Fígaro confesaba que —pese a las muchas valiosas respuestas recibidas— ninguna propuesta había alcanzado una mayoría decisiva, y extendía a sus lectores la pregunta de «¿qué estatua debe ser colocada en el Parque Central?» Para realizar tal encuesta se había impreso en el margen de la página una pequeña papeleta, la cual incluía la pregunta de marras, seguida del siguiente texto: «Voto por la respuesta de _____». Después de ser recortada y llenada, dicha papeleta debía ser remitida a la sede de la publicación habanera, en Obispo 62.
Dando inicio a la ceremonia de inauguración, a las 9 de la mañana del 24 de febrero de 1905, se izó «la bandera nacional por el ilustre caudillo general Máximo Gómez, a los acordes de la Marcha de la Invasión», según estipulaba el programa. Después de una breve alocución de Gómez, se descorrió el velo del monumento por «el señor presidente de la República, a los acordes del Himno Nacional», quien también dijo unas breves palabras. Otros oradores subieron al podio durante el acto, al que asistieron Leonor Pérez, Carmen Zayas Bazán y Amelia Martí, y que concluyó cuando por iniciativa de Juana de Varona, hermana del general Bernabé Varona, Bembeta, se colocó en el pedestal del monumento un clavo de oro con la inscripción La hermana de Bembeta. Eran las once y cuarto, y por la tarde todo estaba preparado para las tres y media, cuando miles de niños desfilarían frente a la estatua. Por la noche, el Parque Central habría de encenderse con sus bombillas y una banda de música concluir la jornada con una retreta.
«Esperamos ahora que nuestros suscriptores tomarán el certamen que entre ellos se abre, con el mismo interés que ha despertado en la esfera intelectual, decidiéndose cada uno libremente por la firma que mejor haya interpretado su propio juicio», conminaba a sus lectores el semanario. Para ejercer el escrutinio, previsto para las cuatro de la tarde del jueves 25 de mayo, se creó un jurado que integraban Enrique José Varona como presidente, Diego Vicente Tejera, Gastón Mora e Ignacio Sarachaga, y de secretario, José María Collantes.
Sucedió que quienes no habían tenido el periódico del día de la convocatoria (30 de abril) se quedaban sin la posibilidad de ejercer su voto, por lo que a la semana siguiente —en la edición del 7 de mayo— se repartió una papeleta separada «con tal de que el certamen alcance el mayor número de sufragios». El 28 de mayo se publicaban las 10 respuestas con el mayor número de votos:
•la de Diego Vicente Tejera, por la estatua de Martí: 375
•la de Marta Abreu de Estévez, por la de La Libertad: 371
•la de Antonio González Lanuza, por la de Cristóbal Colón: 184
•la de Máximo Gómez, por la de José de la Luz y Caballero: 123
•la de Saturnino Lastra, por un grupo representando a España, Cuba y Estados Unidos: 89
•la de Luisa Pérez de Zambrana, por la de Máximo Gómez: 84
•la de Diego Tamayo, por la de Carlos Manuel de Céspedes: 69
•la de Manuel María Coronado, por la del presidente de Estados Unidos firmando la proclama de la independencia: 61
•la de Carlos M[iguel] de Céspedes, por la de Cuba redimida por el soldado cubano: 44
•la de Enrique Núñez, por la de Antonio Maceo: 32
Correspondió entonces a la Asociación del Monumento a Martí —que había sido constituida en 1900—, recabar más fondos para consumar el proyecto. En lo adelante, su Comisión Ejecutiva contrataría al escultor cubano radicado en Roma José Vilalta de Saavedra, tras lo cual se decide el material (mármol) que habría de emplearse en la estatua y el precio de su ejecución, valorado en 4 500 pesos en moneda americana y cubierto en tres plazos, incluyendo su puesta en La Habana desde Italia. Pero no sería hasta el 24 de febrero de 1905 que ese monumento fuera, por fin, develado.
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Fuentes utilizadas: Artículos «Qué estatua pensaron los cubanos de 1899 debía ser colocada en el Parque Central» y «En 1899 sólo 16 cubanos representativos comprendían y admiraban a Martí», de Emilio Roig de Leuchsenring (semanario Carteles del 22 y 29 de enero de 1939, respectivamente).
Traer a Martí: de su monumento en el Parque Central, de Fermín Romero Alfau (Editorial Pablo de la Torriente, La Habana, 1995).
Revistas El Fígaro no. 16 (30 de abril) y no. 20 (28 de mayo) de 1899 (año 15 de esa publicación) , así como las no. 7 (12 de febrero) y no. 9 (26 de febrero) de 1905 (año 21).
El Compañero- Admin/Fundador de Cuba Debate
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Cantidad de envíos : 7156
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Empleo /Ocio : Debatir/Intercambiar ideas sobre temas cubanos e internacionales
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Efectividad de Comentarios y Análisis : 85
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LAS CLINICAS DE MODA
Las clínicas de moda
Por: Emilio Roig de Leuchsenring Historiador de la Ciudad
«La estancia en la clínica –en una clínica de moda– durante convalecencia de la enfermedad que motivó la operación, es considerada también como acontecimiento distinguidísimo».
La operaciones quirúrgicas –principalmente las operaciones de moda– gozan hoy en sociedad del prestigio y fama extraordinarios que vimos en nuestro artículo anterior, llegando a ser algo así como títulos de nobleza, de distinción y refinamiento sociales, la estancia en la clínica –en una clínica de moda– durante la convalecencia de la enfermedad que motivó la operación, es considerada también como acontecimiento distinguidísimo, y al que se le da tanta importancia como a cualquier temporada veraniega pasada en la playa más chic de Europa o los Estados Unidos. Y, tanto como elegante, resulta también la temporada post–operatoria en las clínicas, extraordinariamente divertida, reinando durante los ocho o diez días que es necesario permanecer en ella, el más intenso bullicio, la más variada animación y la más franca alegría.
¿Creen ustedes que es exageración?
Pues visiten, a cualquier hora de la tarde, una de nuestras clínicas elegantes. Lejos de encontrarse con el espectáculo triste del dolor y la desgracia; de ver caras reveladoras, unas de sufrimiento y las otras de preocupación y de tristeza; o de creer que el más discreto silencio impera en salones, corredores y cuartos; otro cuadro muy distinto es el que presentan nuestras clínicas elegantes, durante las horas de moda, de tres la tarde a ocho de la noche.
Ya desde la entrada, se oye el rumor alegre de las conversaciones y las risas, alternando con el ruido de las vasijas de lata o las copas o cacharros de cristal, al ser llevados de un lado a otro por las enfermeras o los sirvientes.
Los corredores ofrecen el aspecto, por lo concurridos y regocijados, de un salón de baile en los momentos en que la música ha dejado de tocar y las parejas se pasean de un lado a otro. Jóvenes y muchachas discurren así por los halls de la clínica, ya cogidos del brazo o de la mano, ya haciendo cortos descansos en algún discreto rincón, ya formando grupos de animadas tertulias en los saloncitos laterales o centrales, o en los portales y terrazas.
Los novios suelen darse cita en la clínica, con el pretexto de visitar a la amiga operada. Las amigas se reúnen y forman animados parties, en los que se conversa y ríe, se juega a las prendas o al mah yong o al bridge o se sacan grupos fotográficos. Lejos de las miradas inquisitoriales de las mamás, que conversan aparte en el grupo de las personas serias, los novios se aprovechan para hacerse alguna rápida y oculta, y por ello más sabrosa, caricia, que, si se presenta la oportunidad, puede llegar hasta el abrazo y el beso. Los enamorados encuentran oportunidad para declararse o para insistir en sus pretensiones amorosas. No falta tampoco, alguno que otro triángulo, que nace o se desenvuelve a la sombra tutelar y protectora de las clínicas de moda.
Hay muchachas, con algún pariente enfermo en la clínica que hasta llevan varios trajes para cambiarse durante el día; otras que van, no porque tengan algún pariente, amigo o conocido operado, sino simplemente... por pasar el rato, como podían ir al Malecón o la calle de Obispo o la de San Rafael.
Como en esta aldea grande, que es La Habana, todos nos conocemos, los familiares y amigos de los distintos enfermos, se visitan y reúnen cada día para enterarse «cómo sigue su pariente», o averiguar las entradas y salidas de los enfermos. Bien pronto la chismografía, como exuberante planta criolla, nace, crece y se extiende por cuartos, corredores y salones. Unos a otros se despluman sin piedad; refiriéndose la vida y milagros, de orden privado o público, de amigos y conocidos; o se cuenta, en secreto... a gritos, la verdadera enfermedad que padece Fulano o Ciclana y de la que realmente han sido operados.
Esto de la clase de operaciones, es uno de los detalles más interesantes de las clínicas. Cuando la operación es en alguna parte secreta del cuerpo o se ha realizado a consecuencia de una enfermedad de pronóstico reservado, desde el punto de vista de la moral, el pariente del operado, al que se interroga sobre éste, contesta con evasivas o se va por la tangente, que en estos casos son los alrededores del sitio operado:
–Lo operaron de una cosa que le salió en el vientre, –dice discretamente– o en una pierna, y así salen del trance apurado.
Esta respuesta imprecisa basta para que enseguida el que preguntó corra la noticia.
–Oigan: la que parece tener algo que no debe ser muy santo, es Fulana, porque le pregunté a su parienta Ciclana y no me ha querido decir claramente lo que tiene.
–Ya yo me lo figuraba. Lo que ella tiene seguramente es que le han tenido que hacer un... Si se trata de un joven, sus amigas, ante las respuestas evasivas o imprecisas de las hermanas o la mamá, comentan:
–Óyeme chica, lo que padece Chucho y no quieren decirlo, tenía que sucederle, andando siempre de rumba por ahí con toda clase de gente.
Mientras todo esto ocurre entre el público asistente a las clínicas de moda, la muchacha operada, pasado el mal rato de la vuelta del cloroformo, se vestirá con la elegantísima habilitación que al efecto trajo: camisa, casi transparente por lo fino de la tela y la cantidad de encajes que lleva; lazos, gorritos de cama. Las sábanas, sobrecamas, almohadas y cojines, estarán también convenientemente adornados con encajes, cintas y lazos. El novio o el enamorado o los simples amigos, disfrutarán de un espectáculo realmente interesante, estando a la caza de algo que rascabuchear, en un descuido de la muchacha al hacer algún movimiento.
–Oye, Chicho; ¿te fijaste como está pasada Cuquita? Vestida en traje de calle, no parecía que tuviera tan buenas formas; pero, ahora, que se da uno mejor cuenta, a la chiquita le zumba.
–Pues, anímate, chico, y fájale; que además el viejo está bien de harina.
Los amigos y amigas de la muchacha operada, están obligados socialmente a mandarle flores, y por ello el cuarto se verá convertido en un jardín, o mejor, en una cámara mortuoria. Y no me explico cómo se puede soportar ese olor de gran cantidad de flores que recuerda el olor particularísimo y desagradable que se nota en el cuarto donde está tendido y velándose un cadáver.
Por último las clínicas de moda se utilizan también en algo que antaño estaba solo reservado al hogar: el nacimiento. En esa desaparición rápida y progresiva que se nota en nuestra época, del hogar, de la casa, como consecuencia de la crisis de la familia, el cabaret, el club y la clínica, han ido sustituyendo diversos aspectos del hogar y llenando muchas necesidades antes satisfechas por aquel.
En lo que a las clínicas se refiere, es en ella, hoy en día, donde se nace y no en la casa, a tal extremo que de los cubanos de nuestra época que sean hombres ilustres, no podrán los historiadores del mañana citar o discutir la casa donde nacieron; les bastará con publicar, como lugar de nacimiento de todos, las fotografías de las clínicas elegantes de nuestra capital.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring Historiador de la Ciudad
«La estancia en la clínica –en una clínica de moda– durante convalecencia de la enfermedad que motivó la operación, es considerada también como acontecimiento distinguidísimo».
La operaciones quirúrgicas –principalmente las operaciones de moda– gozan hoy en sociedad del prestigio y fama extraordinarios que vimos en nuestro artículo anterior, llegando a ser algo así como títulos de nobleza, de distinción y refinamiento sociales, la estancia en la clínica –en una clínica de moda– durante la convalecencia de la enfermedad que motivó la operación, es considerada también como acontecimiento distinguidísimo, y al que se le da tanta importancia como a cualquier temporada veraniega pasada en la playa más chic de Europa o los Estados Unidos. Y, tanto como elegante, resulta también la temporada post–operatoria en las clínicas, extraordinariamente divertida, reinando durante los ocho o diez días que es necesario permanecer en ella, el más intenso bullicio, la más variada animación y la más franca alegría.
¿Creen ustedes que es exageración?
Pues visiten, a cualquier hora de la tarde, una de nuestras clínicas elegantes. Lejos de encontrarse con el espectáculo triste del dolor y la desgracia; de ver caras reveladoras, unas de sufrimiento y las otras de preocupación y de tristeza; o de creer que el más discreto silencio impera en salones, corredores y cuartos; otro cuadro muy distinto es el que presentan nuestras clínicas elegantes, durante las horas de moda, de tres la tarde a ocho de la noche.
Ya desde la entrada, se oye el rumor alegre de las conversaciones y las risas, alternando con el ruido de las vasijas de lata o las copas o cacharros de cristal, al ser llevados de un lado a otro por las enfermeras o los sirvientes.
Los corredores ofrecen el aspecto, por lo concurridos y regocijados, de un salón de baile en los momentos en que la música ha dejado de tocar y las parejas se pasean de un lado a otro. Jóvenes y muchachas discurren así por los halls de la clínica, ya cogidos del brazo o de la mano, ya haciendo cortos descansos en algún discreto rincón, ya formando grupos de animadas tertulias en los saloncitos laterales o centrales, o en los portales y terrazas.
Los novios suelen darse cita en la clínica, con el pretexto de visitar a la amiga operada. Las amigas se reúnen y forman animados parties, en los que se conversa y ríe, se juega a las prendas o al mah yong o al bridge o se sacan grupos fotográficos. Lejos de las miradas inquisitoriales de las mamás, que conversan aparte en el grupo de las personas serias, los novios se aprovechan para hacerse alguna rápida y oculta, y por ello más sabrosa, caricia, que, si se presenta la oportunidad, puede llegar hasta el abrazo y el beso. Los enamorados encuentran oportunidad para declararse o para insistir en sus pretensiones amorosas. No falta tampoco, alguno que otro triángulo, que nace o se desenvuelve a la sombra tutelar y protectora de las clínicas de moda.
Hay muchachas, con algún pariente enfermo en la clínica que hasta llevan varios trajes para cambiarse durante el día; otras que van, no porque tengan algún pariente, amigo o conocido operado, sino simplemente... por pasar el rato, como podían ir al Malecón o la calle de Obispo o la de San Rafael.
Como en esta aldea grande, que es La Habana, todos nos conocemos, los familiares y amigos de los distintos enfermos, se visitan y reúnen cada día para enterarse «cómo sigue su pariente», o averiguar las entradas y salidas de los enfermos. Bien pronto la chismografía, como exuberante planta criolla, nace, crece y se extiende por cuartos, corredores y salones. Unos a otros se despluman sin piedad; refiriéndose la vida y milagros, de orden privado o público, de amigos y conocidos; o se cuenta, en secreto... a gritos, la verdadera enfermedad que padece Fulano o Ciclana y de la que realmente han sido operados.
Esto de la clase de operaciones, es uno de los detalles más interesantes de las clínicas. Cuando la operación es en alguna parte secreta del cuerpo o se ha realizado a consecuencia de una enfermedad de pronóstico reservado, desde el punto de vista de la moral, el pariente del operado, al que se interroga sobre éste, contesta con evasivas o se va por la tangente, que en estos casos son los alrededores del sitio operado:
–Lo operaron de una cosa que le salió en el vientre, –dice discretamente– o en una pierna, y así salen del trance apurado.
Esta respuesta imprecisa basta para que enseguida el que preguntó corra la noticia.
–Oigan: la que parece tener algo que no debe ser muy santo, es Fulana, porque le pregunté a su parienta Ciclana y no me ha querido decir claramente lo que tiene.
–Ya yo me lo figuraba. Lo que ella tiene seguramente es que le han tenido que hacer un... Si se trata de un joven, sus amigas, ante las respuestas evasivas o imprecisas de las hermanas o la mamá, comentan:
–Óyeme chica, lo que padece Chucho y no quieren decirlo, tenía que sucederle, andando siempre de rumba por ahí con toda clase de gente.
Mientras todo esto ocurre entre el público asistente a las clínicas de moda, la muchacha operada, pasado el mal rato de la vuelta del cloroformo, se vestirá con la elegantísima habilitación que al efecto trajo: camisa, casi transparente por lo fino de la tela y la cantidad de encajes que lleva; lazos, gorritos de cama. Las sábanas, sobrecamas, almohadas y cojines, estarán también convenientemente adornados con encajes, cintas y lazos. El novio o el enamorado o los simples amigos, disfrutarán de un espectáculo realmente interesante, estando a la caza de algo que rascabuchear, en un descuido de la muchacha al hacer algún movimiento.
–Oye, Chicho; ¿te fijaste como está pasada Cuquita? Vestida en traje de calle, no parecía que tuviera tan buenas formas; pero, ahora, que se da uno mejor cuenta, a la chiquita le zumba.
–Pues, anímate, chico, y fájale; que además el viejo está bien de harina.
Los amigos y amigas de la muchacha operada, están obligados socialmente a mandarle flores, y por ello el cuarto se verá convertido en un jardín, o mejor, en una cámara mortuoria. Y no me explico cómo se puede soportar ese olor de gran cantidad de flores que recuerda el olor particularísimo y desagradable que se nota en el cuarto donde está tendido y velándose un cadáver.
Por último las clínicas de moda se utilizan también en algo que antaño estaba solo reservado al hogar: el nacimiento. En esa desaparición rápida y progresiva que se nota en nuestra época, del hogar, de la casa, como consecuencia de la crisis de la familia, el cabaret, el club y la clínica, han ido sustituyendo diversos aspectos del hogar y llenando muchas necesidades antes satisfechas por aquel.
En lo que a las clínicas se refiere, es en ella, hoy en día, donde se nace y no en la casa, a tal extremo que de los cubanos de nuestra época que sean hombres ilustres, no podrán los historiadores del mañana citar o discutir la casa donde nacieron; les bastará con publicar, como lugar de nacimiento de todos, las fotografías de las clínicas elegantes de nuestra capital.
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CARLOS J FINLAY EL HOMBRE DE LOS MOSQUITOS
Carlos J. Finlay Salvó Millones de Vidas
Por ALEIDA DURAN
Contacto Magazine
Le llamaban con sorna "el hombre de los mosquitos", casi todos los medicos estadounidenses durante la segunda intervención norteamericana en Cuba, se burlaban de el calificándolo de "maniático". Pero a pesar de que aun hoy la verdad frecuentemente se escribe confusa, la gloria de haber descubierto, y probado, que el mosquito Culex era el único agente transmisor de la fiebre amarilla, pertenece únicamente al Dr. Carlos Juan Finlay y Barres, nacido en Cuba.
El Dr. Finlay, el más profundo e intenso investigador de la fiebre amarilla, concluyó que entre un sujeto infectado y otro sano, había un agente independiente que transmitía la enfermedad. Católico practicante, le confió a un sacerdote que una noche mientras rezaba el rosario, le llamó la atención un mosquito zumbando a su alrededor. Entonces, dijo, se le ocurrió investigar a los mosquitos.
Se estima que hay entre 600 y 700 las variedades de mosquitos. Con sus modestos medios él las sometió a prueba y fue capaz de identificar al Culex o Aedes Egypti (se le aplican también otros nombres). Más aun, descubrió que era la hembra, ya fecundada de esa especie, la que transmitía la enfermedad.
Sin nombrar al insecto porque aún no había realizado las pruebas, habló de su hipótesis de un agente transmisor en la Conferencia Internacional de Sanidad, celebrada en Washington D.C. el 18 de febraro de 1881. Su declaración fue recibida fríamente. Nadie formuló una sola pregunta.
De regreso a Cuba, en junio de 1881, hizo que un mosquito Culex hembra, infectado, picase a un voluntario sano, apto para reproducir experimentalmente la enfermedad. Repitió la experiencia en otros 4 casos.
Volvió a repetir la prueba en otros 4 casos. Todos enfermaron aunque él, conociendo cuáles eran las etapas más y menos peligrosas, tuvo la precaución de no provocar casos en los que la vida de los sujetos corriera peligro. Por el contrario, descubrió también que el individuo picado una vez por un mosquito infectado, quedaba inmunizado contra futuros ataques.
De allí nació la sueroterapia de la fiebre amarilla: inyecciones subcutáneas de suero de individuos inmunizados.
El 14 de agosto de ese año, ya comprobada su hipótesis, presentó ante la Academia de Ciencias Médicas de La Habana, su trabajo "El mosquito hipotéticamente considerado como agente transmisor de la fiebre amarilla.
Cauteloso y modesto dijo "hipotéticamente", aunque ya lo tenía todo comprobado. Todos sus hallazgos, incluyendo las varias formas de la enfermedad, desde la benigna y endémica, hasta la más grave, y la manera de producir una vacuna para evitar el mal, quedó plasmado en aquel trabajo. No se guardó nada para él.
Los miembros de la Academia no se atrevieron a rechazar este hallazgo científico. Pero tampoco a emitir una opinión. ¿Ignorancia?, ¿inseguridad y miedo al ridículo?,¿envidia?
Quizás de todo un poco. El trabajo quedó "sobre la mesa" para una revisión futura, la cual se prolongaría por espacio de 20 años. Mientras tanto, millares de seres humanos continuaban muriendo en Cuba (entre 200,000 y 300,000), en Estados Unidos (medio millón de casos, 30,000 muertes), en Brasil (20,000 muertes entre 1881 y 1883), en otros países.
Aunque el Dr. Finlay era conocido y admirado en México. España, Rusia, Francia, Inglaterra, Alemania (hablaba español, inglés, francés y alemán) por trabajos suyos en publicaciones científicas, en revistas y periódicos, tanto en su vida estudiantil de joven, como en su vida profesional, tuvo que vencer variados obstáculos erigidos a propósito. No había estudiado en España, sino en Francia y Estados Unidos. Era "un advenedizo" en su propia patria.
En nombre de la parquedad, podría decirse con respecto a sus investigaciones (cubrió una variada gama de campos médicos) que el mundo científico en Cuba y en Estados Unidos no estaba preparado aún para la grandeza de Finlay ni para comprender sus descubrimientos y el enorme alcance de éstos.
Estados Unidos envió en distintos tiempos cuatro comisiones de estudio de la fiebre amarilla. Por razones de espacio sólo se mencionará aquí la cuarta, conocida como la U.S. Army Yellow Fiver Commission, encabezada por el comandante Dr. Walter Reed e integrada por el Dr. Jesse W. Lazear, el Dr. Lewis Carroll, ambos militares, y el Dr. Arístides Agramonte, cubano nacido en Camagüey, como el Dr. Finlay.
La comisión fue directamente a estudiar la relación entre la fiebre amarilla y el bacilo de Saranelli, que este médico italiano había reportado en Montevideo en 1897 como causante de esa enfermedad. No había relacion alguna. Y la gente seguía muriendo. Investigaron otra teoría, la flora intestinal. Tampoco. El tiempo pasaba. Los seres humanos morían. Y las comisiones americanas continuaban empecinadas en ignorar la tesis de Finlay, más que comprobada por él.
El general Leonard Wood, gobernador de Cuba después de la Guerra Hispano-Cubano Americana, pidió a la comisión militar no abandonar Cuba sin probar la "teoría de Finlay". Este había continuado estudiando, experimentando. Ya tenía104 casos probados.
El 1ro. de agosto de 1900, Finlay entregó en La Habana a los médicos de la comisión, huevos del mosquito Culex o Aedes, los expedientes de los 104 experimentos que ya llevaba realizados. Les explicó cómo realizarlos cuidadosamente. Ellos comenzaron su trabajo el día 11, pero sin creer en los postulados de Finlay.
El Dr. Reed se fue a un cogreso sanitario en Indianapolis, el soldado William D. Sean y el Dr. Carroll se dejaron picar en broma por mosquitos infectados. Ambos enfermaron con síntomas de fiebre amarilla y ambos sobrevivieron. El 13 de septiembre el Dr. Lazear, de 34 años, aplicaba mosquitos a voluntarios cuando uno de los insectos infectados se le escapó y se posó en su mano. El lo vio pero como no creía en lo que estaba haciendo, se dejó picar. Murió de fiebre amarilla el día 25. No se habían molestado en leer las instrucciones de Finlay.
El Dr. Reed, quien ya llevaba un mes fuera de Cuba sin ocuparse de la investigación, fue cablegrafiado. La "teoría" del Dr. Finlay había quedado demostrada. En Estados Unidos se inició inmediatamente una intensa campaña para impedir que la gloria se la llevara el médico cubano. El mejor candidato era el Dr. Reed. Este había experimentado con el mosquito y había descubierto que era el transmisor de la fiebre amarilla.
No pudieron. En México, Brasil, España, Italia, Gran Bretaña, Alemania, Francia, sabían la verdad y no se quedaron de brazos cruzados. Entonces la versión cambió: el Dr. Reed había probado la "teoría" del Dr. Finlay. A lo largo de 20 años éste había inoculado 104 personas; la comisión solamente a 11. Reed murió repentinamente de un ataque apendicular en 1902.
En La Habana, la Academia de Ciencias Médicas, que durante 20 años había relegado el trabajo de Finlay, a pesar de haber presentado este numerosos trabajos posteriores, ahora reclamaba "el honor de compartir la gloria con nuestro querido miembro, el Dr. Carlos Finlay y Barres".
Menudeaban los homenajes al médico.
Por otra parte, el Dr. William Crawford Gorgas, médico militar que había llevado a cabo una encomiable labor de saneamiento en Santiago de Cuba, pero no había podido erradicar la fiebre amarilla, fue nombrado Jefe Superior de Sanidad en La Habana en diciembre de 1898.
Aunque no creía en la tesis de Finlay parece haber sido un hombre recto y honesto: se lo decía sinceramente a Finlay. Limpió La Habana, la saneó. Pero los casos de fiebre amarilla aumentaban en lugar de disminuir. El no lo entendía. Pidió a Finlay que le ayudara a conseguir médicos cubanos familiarizados con la fiebre amarilla. Así se creó la Comisión Cubana de la Fiebre Amarilla, la cual incluía a Finlay, quien no podía convencer a Gorgas de aplicar sus preceptos: guerra al mosquito y aislamiento de los enfermos.
La enfermedad continuaba avanzando. Cuando al fin Gorgas decidió probar (después de la comisión americana) la fiebre amarilla desapareció de la isla en sólo 7 meses.
Totalmente convencido, Gorgas aplicó los mismos principios indicados por Finlay al ser enviado a sanear el Itsmo de Panamá, en donde se construiría una de las más grandes obras de ingeniería realizadas por el hombre: el Canal de Panamá.
Había sido iniciativa de un grupo de hombres de negocio franceses. El grupo fracasó y se fue en bancarrota. El istmo era en esos días uno de los peores focos infecciosos del mundo: fiebre amarilla, malaria, peste bubónica. Cuando el gobierno de Estados Unidos adquirió el derecho en 1904 a construir el canal y a operarlo, comprendió que habría que sanear la zona porque los obreros enfermaban, morían, o simplemente rehusaban arriesgarse trabajar allí.
Siguiendo los preceptos de Finlay, para 1906 Gorgas había eliminado los mosquitos y con éstos, la fiebre amarilla. El nivel de malaria se había reducido considerablemente en 1913 y el 15 de agosto de 1914, con los principales trabajos terminados, pasaba el primer barco, del Océano Atlántico al Océano Pacífico a través del canal. Hasta a la maravillosa obra del Canal de Panamá había llegado la influencia del Dr. Carlos Finlay.
Esto no fue reconocido.
Una mentira o una verdad velada, repetida, acaba por ser tomada como cierta. Publicaciones prestigiosas como "The Concise Columbia Encyclopedia, tercera edición (1994), publicada por Columbia University Press, dice que la comisión presidida por Reed "probó la teoreia" de Finlay.
La obra del Dr. Carlos Finaly fue una gran contribución a la ciencia, a muchas naciones y a la humanidad.
Por ALEIDA DURAN
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Le llamaban con sorna "el hombre de los mosquitos", casi todos los medicos estadounidenses durante la segunda intervención norteamericana en Cuba, se burlaban de el calificándolo de "maniático". Pero a pesar de que aun hoy la verdad frecuentemente se escribe confusa, la gloria de haber descubierto, y probado, que el mosquito Culex era el único agente transmisor de la fiebre amarilla, pertenece únicamente al Dr. Carlos Juan Finlay y Barres, nacido en Cuba.
El Dr. Finlay, el más profundo e intenso investigador de la fiebre amarilla, concluyó que entre un sujeto infectado y otro sano, había un agente independiente que transmitía la enfermedad. Católico practicante, le confió a un sacerdote que una noche mientras rezaba el rosario, le llamó la atención un mosquito zumbando a su alrededor. Entonces, dijo, se le ocurrió investigar a los mosquitos.
Se estima que hay entre 600 y 700 las variedades de mosquitos. Con sus modestos medios él las sometió a prueba y fue capaz de identificar al Culex o Aedes Egypti (se le aplican también otros nombres). Más aun, descubrió que era la hembra, ya fecundada de esa especie, la que transmitía la enfermedad.
Sin nombrar al insecto porque aún no había realizado las pruebas, habló de su hipótesis de un agente transmisor en la Conferencia Internacional de Sanidad, celebrada en Washington D.C. el 18 de febraro de 1881. Su declaración fue recibida fríamente. Nadie formuló una sola pregunta.
De regreso a Cuba, en junio de 1881, hizo que un mosquito Culex hembra, infectado, picase a un voluntario sano, apto para reproducir experimentalmente la enfermedad. Repitió la experiencia en otros 4 casos.
Volvió a repetir la prueba en otros 4 casos. Todos enfermaron aunque él, conociendo cuáles eran las etapas más y menos peligrosas, tuvo la precaución de no provocar casos en los que la vida de los sujetos corriera peligro. Por el contrario, descubrió también que el individuo picado una vez por un mosquito infectado, quedaba inmunizado contra futuros ataques.
De allí nació la sueroterapia de la fiebre amarilla: inyecciones subcutáneas de suero de individuos inmunizados.
El 14 de agosto de ese año, ya comprobada su hipótesis, presentó ante la Academia de Ciencias Médicas de La Habana, su trabajo "El mosquito hipotéticamente considerado como agente transmisor de la fiebre amarilla.
Cauteloso y modesto dijo "hipotéticamente", aunque ya lo tenía todo comprobado. Todos sus hallazgos, incluyendo las varias formas de la enfermedad, desde la benigna y endémica, hasta la más grave, y la manera de producir una vacuna para evitar el mal, quedó plasmado en aquel trabajo. No se guardó nada para él.
Los miembros de la Academia no se atrevieron a rechazar este hallazgo científico. Pero tampoco a emitir una opinión. ¿Ignorancia?, ¿inseguridad y miedo al ridículo?,¿envidia?
Quizás de todo un poco. El trabajo quedó "sobre la mesa" para una revisión futura, la cual se prolongaría por espacio de 20 años. Mientras tanto, millares de seres humanos continuaban muriendo en Cuba (entre 200,000 y 300,000), en Estados Unidos (medio millón de casos, 30,000 muertes), en Brasil (20,000 muertes entre 1881 y 1883), en otros países.
Aunque el Dr. Finlay era conocido y admirado en México. España, Rusia, Francia, Inglaterra, Alemania (hablaba español, inglés, francés y alemán) por trabajos suyos en publicaciones científicas, en revistas y periódicos, tanto en su vida estudiantil de joven, como en su vida profesional, tuvo que vencer variados obstáculos erigidos a propósito. No había estudiado en España, sino en Francia y Estados Unidos. Era "un advenedizo" en su propia patria.
En nombre de la parquedad, podría decirse con respecto a sus investigaciones (cubrió una variada gama de campos médicos) que el mundo científico en Cuba y en Estados Unidos no estaba preparado aún para la grandeza de Finlay ni para comprender sus descubrimientos y el enorme alcance de éstos.
Estados Unidos envió en distintos tiempos cuatro comisiones de estudio de la fiebre amarilla. Por razones de espacio sólo se mencionará aquí la cuarta, conocida como la U.S. Army Yellow Fiver Commission, encabezada por el comandante Dr. Walter Reed e integrada por el Dr. Jesse W. Lazear, el Dr. Lewis Carroll, ambos militares, y el Dr. Arístides Agramonte, cubano nacido en Camagüey, como el Dr. Finlay.
La comisión fue directamente a estudiar la relación entre la fiebre amarilla y el bacilo de Saranelli, que este médico italiano había reportado en Montevideo en 1897 como causante de esa enfermedad. No había relacion alguna. Y la gente seguía muriendo. Investigaron otra teoría, la flora intestinal. Tampoco. El tiempo pasaba. Los seres humanos morían. Y las comisiones americanas continuaban empecinadas en ignorar la tesis de Finlay, más que comprobada por él.
El general Leonard Wood, gobernador de Cuba después de la Guerra Hispano-Cubano Americana, pidió a la comisión militar no abandonar Cuba sin probar la "teoría de Finlay". Este había continuado estudiando, experimentando. Ya tenía104 casos probados.
El 1ro. de agosto de 1900, Finlay entregó en La Habana a los médicos de la comisión, huevos del mosquito Culex o Aedes, los expedientes de los 104 experimentos que ya llevaba realizados. Les explicó cómo realizarlos cuidadosamente. Ellos comenzaron su trabajo el día 11, pero sin creer en los postulados de Finlay.
El Dr. Reed se fue a un cogreso sanitario en Indianapolis, el soldado William D. Sean y el Dr. Carroll se dejaron picar en broma por mosquitos infectados. Ambos enfermaron con síntomas de fiebre amarilla y ambos sobrevivieron. El 13 de septiembre el Dr. Lazear, de 34 años, aplicaba mosquitos a voluntarios cuando uno de los insectos infectados se le escapó y se posó en su mano. El lo vio pero como no creía en lo que estaba haciendo, se dejó picar. Murió de fiebre amarilla el día 25. No se habían molestado en leer las instrucciones de Finlay.
El Dr. Reed, quien ya llevaba un mes fuera de Cuba sin ocuparse de la investigación, fue cablegrafiado. La "teoría" del Dr. Finlay había quedado demostrada. En Estados Unidos se inició inmediatamente una intensa campaña para impedir que la gloria se la llevara el médico cubano. El mejor candidato era el Dr. Reed. Este había experimentado con el mosquito y había descubierto que era el transmisor de la fiebre amarilla.
No pudieron. En México, Brasil, España, Italia, Gran Bretaña, Alemania, Francia, sabían la verdad y no se quedaron de brazos cruzados. Entonces la versión cambió: el Dr. Reed había probado la "teoría" del Dr. Finlay. A lo largo de 20 años éste había inoculado 104 personas; la comisión solamente a 11. Reed murió repentinamente de un ataque apendicular en 1902.
En La Habana, la Academia de Ciencias Médicas, que durante 20 años había relegado el trabajo de Finlay, a pesar de haber presentado este numerosos trabajos posteriores, ahora reclamaba "el honor de compartir la gloria con nuestro querido miembro, el Dr. Carlos Finlay y Barres".
Menudeaban los homenajes al médico.
Por otra parte, el Dr. William Crawford Gorgas, médico militar que había llevado a cabo una encomiable labor de saneamiento en Santiago de Cuba, pero no había podido erradicar la fiebre amarilla, fue nombrado Jefe Superior de Sanidad en La Habana en diciembre de 1898.
Aunque no creía en la tesis de Finlay parece haber sido un hombre recto y honesto: se lo decía sinceramente a Finlay. Limpió La Habana, la saneó. Pero los casos de fiebre amarilla aumentaban en lugar de disminuir. El no lo entendía. Pidió a Finlay que le ayudara a conseguir médicos cubanos familiarizados con la fiebre amarilla. Así se creó la Comisión Cubana de la Fiebre Amarilla, la cual incluía a Finlay, quien no podía convencer a Gorgas de aplicar sus preceptos: guerra al mosquito y aislamiento de los enfermos.
La enfermedad continuaba avanzando. Cuando al fin Gorgas decidió probar (después de la comisión americana) la fiebre amarilla desapareció de la isla en sólo 7 meses.
Totalmente convencido, Gorgas aplicó los mismos principios indicados por Finlay al ser enviado a sanear el Itsmo de Panamá, en donde se construiría una de las más grandes obras de ingeniería realizadas por el hombre: el Canal de Panamá.
Había sido iniciativa de un grupo de hombres de negocio franceses. El grupo fracasó y se fue en bancarrota. El istmo era en esos días uno de los peores focos infecciosos del mundo: fiebre amarilla, malaria, peste bubónica. Cuando el gobierno de Estados Unidos adquirió el derecho en 1904 a construir el canal y a operarlo, comprendió que habría que sanear la zona porque los obreros enfermaban, morían, o simplemente rehusaban arriesgarse trabajar allí.
Siguiendo los preceptos de Finlay, para 1906 Gorgas había eliminado los mosquitos y con éstos, la fiebre amarilla. El nivel de malaria se había reducido considerablemente en 1913 y el 15 de agosto de 1914, con los principales trabajos terminados, pasaba el primer barco, del Océano Atlántico al Océano Pacífico a través del canal. Hasta a la maravillosa obra del Canal de Panamá había llegado la influencia del Dr. Carlos Finlay.
Esto no fue reconocido.
Una mentira o una verdad velada, repetida, acaba por ser tomada como cierta. Publicaciones prestigiosas como "The Concise Columbia Encyclopedia, tercera edición (1994), publicada por Columbia University Press, dice que la comisión presidida por Reed "probó la teoreia" de Finlay.
La obra del Dr. Carlos Finaly fue una gran contribución a la ciencia, a muchas naciones y a la humanidad.
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JOAQUIN ALBARRAN UROLOGO CUBANO NOMINADO AL PREMIO NOBEL DE MEDICINA
Joaquín María Albarrán y Domínguez: Microbiólogo, histólogo y urólogo – una vida entera desde huérfano en Cuba a nominado al Premio Nóbel*
ROWAN G. CASEY Y JOHN A. THORNHILL
Departamento de Urología, Adelaide and Meath Hospital (incluyendo National Children’s Hospital)[Hospital de Adelaide y Meath ( incluyendo el Hospital Nacional de Niños), Tallaght, Dublin, Irlanda
Introducción:
Joaquín María Albarrán y Domínguez (Figura 1) nació en el pequeño pueblo de Sagua La Grande, Cuba el 9 de mayo de 1860 cuando la Isla aún le pertenecía a España. Pasó sus años formativos estudiando bajo la supervisión de los Jesuitas en La Habana hasta la edad de los 9 años cuando queda huérfano, conjuntamente con otros cuatro hermanos. Un cirujano local de nacionalidad española (Dr. Fábregas) lo adoptó y él continuo su educación en Barcelona, donde mostró ser un alumno excepcional y se convirtió en licenciado en medicina a tan solo los 17 años de edad. Luego se mudó a Madrid para continuar los estudios para obtener el título de Doctor en Medicina con el cual recibió el Premio Extraordinario por su tesis sobre la tuberculosis y sus aspectos contagiosos. Continuó su educación médica en París, ciudad que era en aquel momento el centro de investigación y desarrollo. Allí comenzó a trabajar en el Laboratorie d’Histolgie [Laboratorio de Histología] con el Profesor Brissaud donde escribió su primera tesis sobre los tumores testiculares. Profundizó su temprana carrera en histología cuando comenzó a ejercer con Louis Antoine Ranvier. Fueron Ranvier y Louis Pasteur quienes lo persuadieron para que se quedara en Francia. Pasteur y Albarrán,se hicieron notables al acuñar el nombre Bacillus pyogenes, al cual luego se le dió el nombre Bacterium coli.1
Luego hizo un internado bajo la supervisión de Ulysse Trálata, Jacques-Joseph Grancher, Jean François Auguste Le Dentu y Jean-Casimir-Félix Guyon. Es de hacer notar que este último ejerció una gran influencia sobre el joven Albarrán. En 1884, se recibió como ‘ Interne des Hôpitaux’ [Médico Interno de Hospitales] y en 1888 y 1889 recibió la Medalla por Cirugía, el Premio de los Catedráticos y su Doctorado, respectivamente. Entre 1885 y 1893, Albarrán tuvo el privilegio de rotar en los hospitales más famosos y de más renombre de Paris – Charite, Cochin, Enfants Malades, Dieu Hotel, Necker and Salpetiere.2, 3 En 1890, fue nombrado Chef de Clinique [Jefe Clínico] para las enfermedades de las vías urinarias, Profesor Agregado en 1892 y en 1894 Cirujano de Hospitales. Sus clínicas fueron de renombre en el ámbito mundial y atrajeron a una base estudiantil de procedencia internacional. Finalmente en 1906, se convirtió en el sucesor de Guyón como Director del Departamento de Urología en el Hôpital Necker a la prodigiosa edad de 34 años. Guyón declaró que ‘ciertamente es un gran cirujano, un gran cerebro y un gran corazón... todas sus cualidades han alcanzado el mismo nivel: el grado superlativo.’
Produjo algunos de los más grandes tratados de aquella época incluyendo ‘Médicine opératoire des voies urinaires’ [Medicina de las operaciones de las vías urinarias] (París 1909) 4 su obra maestra. Sus trabajos también incluyeron tomos acerca de los adenomas renales, epiteliomas (1897) y tumores (escrito con Armand Imbert) 5 nefritis microbiana, 6 y nefritis de cáncer renal (1900). 7
Albarrán fue el primer cirujano en Francia que se conoce que llevara a cabo una prostatectomía perineal para cáncer de la próstata.4 Hizo de la cateterización uretral una práctica más común en el ejercicio clínico siguiendo su simplificación de la técnica utilizando un ‘onglet’ (Uña de Albarrán) de la instrumentación de dos urólogos alemanes, Leopold Casper y Max Nitze, que permitía la cateterización separada de los uréteres vía cistoscópica. Además, se le conoce más notablemente por haber modificado un instrumento que había sido diseñado por el más joven y menos conocido Armand Imberto, para refinar el movimiento del cistoscopio durante la cateterización de los orificios uretrales el cual se utiliza aún en la actualidad. (Palanca de Albarrán – Figura 2). En el ámbito clínico, se le da crédito por haber llevado a cabo la primera nefrostomía planificada 8 y por observar que en la anuria calculosa, el drenaje de nefrostomía es de primordial importancia previo cualquier tratamiento definitivo de los cálculos.
Sus intereses también incluían la fisiología renal y eso le condujo a que desarrollara un examen clínico de poliuria para detectar la insuficiencia renal – el Test de Albarrán. El Test de Albarrán consiste en la evaluación del grado de pérdida de la función renal como resultado de medir el volumen y concentración urinaria.9
Con sus antecedentes en bacteriología e histopatología, él también desarrolló un nuevo sistema de clasificación de tumores de la vejiga y describió los rasgos anatómicos y fisiológicos de la retención urinaria con Jean-Casimir-Felix Guyon. 10 Su nombre es también epónimo con su descripción de las diminutas glándulas sub-mucosas en la región sub-cervical de la próstata que en gran parte se vacían a la parte posterior de la uretra (glándulas de Albarrán) y su descripción conjunta de la fibrosis retro-peritoneal inflamatoria de etiología desconocida en la obstrucción uretral ( Síndrome Albarrán – Ormond. 11
Además, fue el primero en diagnosticar en 1903 el carcinoma de células en transición de la pelvis renal al detectar las células malignas en la orina aspirada desde la pelvis renal. Profundizó este enfoque al notar la hemorragia uretral en la presencia de un cáncer pélvico renal cuando el líquido inyectado en la pelvis renal lo distiende y conlleva al sangramiento. (Signo de Albarrán).
Su experiencia clínica también a comprobar que con trauma contuso, el riñón sufre una ruptura radial desde el hilio y basado en esto, diseñó una malla catgut a ser hilvanada debajo de la cápsula renal en casos de ruptura.
En tres ocasiones obtuvo el Premio Godard de la Academia Francesa de la Medicina y también recibió el Premio Tremblay. Fue Presidente del Primer Congreso Internacional de Urología en 1908. El Pabellón de Urología.del Hospital Cochin en París lleva el nombre de Joaquín Albarrán, así como también el Hospital Quirúrgico de La Habana. Su relieve también fue conmemorado en una moneda francesa acuñada (Figura 3).
Un urólogo excepcional, histólogo y bacteriólogo Joaquín Albarrán murió en París el 17 de enero de 1912 a la temprana edad de 52 años a consecuencia de los efectos devastadores de la tuberculosis. Irónicamente, sin darse cuenta, se cortó y se infectó con un bisturí que estaba utilizando para disecar un riñón que había extirpado debido a tuberculosis renal. 12 Está sepultado en el cementerio de Neuilly Sur-Seine. 13 En sus exequias, su colega, el Profesor Dupré dijo de Albarrán lo siguiente: ‘ Él fue cariñoso y caritativo con sus pacientes; fiel a sus discípulos; entusiasta con las causas justas, Albarrán ejerció todas las formas de solidaridad y altruismo sin reserva y con una espontaneidad magnánima y ferviente.’ En el año de su muerte fue nominado para el Premio Nóbel de Medicina.
*.- Traducido especial para finlay-en-línea del International Journal of Urology (2006) 13, 1159-1161
Referencias
1 Albarran J. Une Bactérie Pyogène et Son Rôle Dans L’infection Urinary.
Masson & Cie. Paris, 1888 Joaquín Albarrán: Una vida desde huérfano en Cuba a nominado al Premio Nóbel 1161
2. Historique de l’Hôpital Cochin. Joachim Albarran Foundation of L’Urologie Moderne. Disponible de la URL: http://www.uro-cochin.asso.fr/cufrhist.asp
3. Raymond G. Joachim Albarran. Prog. Urol. 1991; 1-499-502
4. Albarran J. Médecine Opératoire Des Voies Urinaires. Masson & Cie, Paris, 1909
5. Albarran J., Guyon F., Rumeurs Du Rein. Masson, Paris, 1905
6. Chatelain C., Albarran and microbial nephritis. Nephrologie 2000; 21: 185-92
7. Albarran, J. Sur un série de quarante opérations pratiqués sur la rein. Revue de Chirugic 1896; 16; 882-4
8. Albarran J. Retention renale par peri-ureterite, liberation externe de laureate, Assoc. Fr. Urol. 1905; 9: 511
9. Albarran, J. Guyon Jean-Gasimir-Felix, Anatomie et Physiologie Pathologique de la rétention de L’urine. Masson & Cie, 1890
10. Albarran J. Exploration de Functions Rénales. Masson & Cie, Paris, 1905
11. Ole Daniel Enersen, Albarran-Ormond Sydrome “ Who Named it? Disponible desde el URL:
http://www.whona-medit.com/synd.cfm/1212.html
12. Perksy, L. Joaquin Albarran (1860-1912) Invest. Urol. 1968; 5: 519-2 Chatelain C., Joachin Albarran (1860-1219) Ann. Chir. 2000; 1
Cistoscopio que muestra la Palanca de Albarrán que permite la deflección de los catéteres uretrales para asistir en la canulación del orificio uretral
Joaquín Albarrán, 1907. Moneda de cobre. Diseñado por el escultor francés Jean Victor Segoffin (1876-1925) y firmado por el escultor detrás del busto. Se le agradece el permiso para utilizar esta imagen de Christopher Eimer. Fine Medals and Medallic Art, London
ROWAN G. CASEY Y JOHN A. THORNHILL
Departamento de Urología, Adelaide and Meath Hospital (incluyendo National Children’s Hospital)[Hospital de Adelaide y Meath ( incluyendo el Hospital Nacional de Niños), Tallaght, Dublin, Irlanda
Introducción:
Joaquín María Albarrán y Domínguez (Figura 1) nació en el pequeño pueblo de Sagua La Grande, Cuba el 9 de mayo de 1860 cuando la Isla aún le pertenecía a España. Pasó sus años formativos estudiando bajo la supervisión de los Jesuitas en La Habana hasta la edad de los 9 años cuando queda huérfano, conjuntamente con otros cuatro hermanos. Un cirujano local de nacionalidad española (Dr. Fábregas) lo adoptó y él continuo su educación en Barcelona, donde mostró ser un alumno excepcional y se convirtió en licenciado en medicina a tan solo los 17 años de edad. Luego se mudó a Madrid para continuar los estudios para obtener el título de Doctor en Medicina con el cual recibió el Premio Extraordinario por su tesis sobre la tuberculosis y sus aspectos contagiosos. Continuó su educación médica en París, ciudad que era en aquel momento el centro de investigación y desarrollo. Allí comenzó a trabajar en el Laboratorie d’Histolgie [Laboratorio de Histología] con el Profesor Brissaud donde escribió su primera tesis sobre los tumores testiculares. Profundizó su temprana carrera en histología cuando comenzó a ejercer con Louis Antoine Ranvier. Fueron Ranvier y Louis Pasteur quienes lo persuadieron para que se quedara en Francia. Pasteur y Albarrán,se hicieron notables al acuñar el nombre Bacillus pyogenes, al cual luego se le dió el nombre Bacterium coli.1
Luego hizo un internado bajo la supervisión de Ulysse Trálata, Jacques-Joseph Grancher, Jean François Auguste Le Dentu y Jean-Casimir-Félix Guyon. Es de hacer notar que este último ejerció una gran influencia sobre el joven Albarrán. En 1884, se recibió como ‘ Interne des Hôpitaux’ [Médico Interno de Hospitales] y en 1888 y 1889 recibió la Medalla por Cirugía, el Premio de los Catedráticos y su Doctorado, respectivamente. Entre 1885 y 1893, Albarrán tuvo el privilegio de rotar en los hospitales más famosos y de más renombre de Paris – Charite, Cochin, Enfants Malades, Dieu Hotel, Necker and Salpetiere.2, 3 En 1890, fue nombrado Chef de Clinique [Jefe Clínico] para las enfermedades de las vías urinarias, Profesor Agregado en 1892 y en 1894 Cirujano de Hospitales. Sus clínicas fueron de renombre en el ámbito mundial y atrajeron a una base estudiantil de procedencia internacional. Finalmente en 1906, se convirtió en el sucesor de Guyón como Director del Departamento de Urología en el Hôpital Necker a la prodigiosa edad de 34 años. Guyón declaró que ‘ciertamente es un gran cirujano, un gran cerebro y un gran corazón... todas sus cualidades han alcanzado el mismo nivel: el grado superlativo.’
Produjo algunos de los más grandes tratados de aquella época incluyendo ‘Médicine opératoire des voies urinaires’ [Medicina de las operaciones de las vías urinarias] (París 1909) 4 su obra maestra. Sus trabajos también incluyeron tomos acerca de los adenomas renales, epiteliomas (1897) y tumores (escrito con Armand Imbert) 5 nefritis microbiana, 6 y nefritis de cáncer renal (1900). 7
Albarrán fue el primer cirujano en Francia que se conoce que llevara a cabo una prostatectomía perineal para cáncer de la próstata.4 Hizo de la cateterización uretral una práctica más común en el ejercicio clínico siguiendo su simplificación de la técnica utilizando un ‘onglet’ (Uña de Albarrán) de la instrumentación de dos urólogos alemanes, Leopold Casper y Max Nitze, que permitía la cateterización separada de los uréteres vía cistoscópica. Además, se le conoce más notablemente por haber modificado un instrumento que había sido diseñado por el más joven y menos conocido Armand Imberto, para refinar el movimiento del cistoscopio durante la cateterización de los orificios uretrales el cual se utiliza aún en la actualidad. (Palanca de Albarrán – Figura 2). En el ámbito clínico, se le da crédito por haber llevado a cabo la primera nefrostomía planificada 8 y por observar que en la anuria calculosa, el drenaje de nefrostomía es de primordial importancia previo cualquier tratamiento definitivo de los cálculos.
Sus intereses también incluían la fisiología renal y eso le condujo a que desarrollara un examen clínico de poliuria para detectar la insuficiencia renal – el Test de Albarrán. El Test de Albarrán consiste en la evaluación del grado de pérdida de la función renal como resultado de medir el volumen y concentración urinaria.9
Con sus antecedentes en bacteriología e histopatología, él también desarrolló un nuevo sistema de clasificación de tumores de la vejiga y describió los rasgos anatómicos y fisiológicos de la retención urinaria con Jean-Casimir-Felix Guyon. 10 Su nombre es también epónimo con su descripción de las diminutas glándulas sub-mucosas en la región sub-cervical de la próstata que en gran parte se vacían a la parte posterior de la uretra (glándulas de Albarrán) y su descripción conjunta de la fibrosis retro-peritoneal inflamatoria de etiología desconocida en la obstrucción uretral ( Síndrome Albarrán – Ormond. 11
Además, fue el primero en diagnosticar en 1903 el carcinoma de células en transición de la pelvis renal al detectar las células malignas en la orina aspirada desde la pelvis renal. Profundizó este enfoque al notar la hemorragia uretral en la presencia de un cáncer pélvico renal cuando el líquido inyectado en la pelvis renal lo distiende y conlleva al sangramiento. (Signo de Albarrán).
Su experiencia clínica también a comprobar que con trauma contuso, el riñón sufre una ruptura radial desde el hilio y basado en esto, diseñó una malla catgut a ser hilvanada debajo de la cápsula renal en casos de ruptura.
En tres ocasiones obtuvo el Premio Godard de la Academia Francesa de la Medicina y también recibió el Premio Tremblay. Fue Presidente del Primer Congreso Internacional de Urología en 1908. El Pabellón de Urología.del Hospital Cochin en París lleva el nombre de Joaquín Albarrán, así como también el Hospital Quirúrgico de La Habana. Su relieve también fue conmemorado en una moneda francesa acuñada (Figura 3).
Un urólogo excepcional, histólogo y bacteriólogo Joaquín Albarrán murió en París el 17 de enero de 1912 a la temprana edad de 52 años a consecuencia de los efectos devastadores de la tuberculosis. Irónicamente, sin darse cuenta, se cortó y se infectó con un bisturí que estaba utilizando para disecar un riñón que había extirpado debido a tuberculosis renal. 12 Está sepultado en el cementerio de Neuilly Sur-Seine. 13 En sus exequias, su colega, el Profesor Dupré dijo de Albarrán lo siguiente: ‘ Él fue cariñoso y caritativo con sus pacientes; fiel a sus discípulos; entusiasta con las causas justas, Albarrán ejerció todas las formas de solidaridad y altruismo sin reserva y con una espontaneidad magnánima y ferviente.’ En el año de su muerte fue nominado para el Premio Nóbel de Medicina.
*.- Traducido especial para finlay-en-línea del International Journal of Urology (2006) 13, 1159-1161
Referencias
1 Albarran J. Une Bactérie Pyogène et Son Rôle Dans L’infection Urinary.
Masson & Cie. Paris, 1888 Joaquín Albarrán: Una vida desde huérfano en Cuba a nominado al Premio Nóbel 1161
2. Historique de l’Hôpital Cochin. Joachim Albarran Foundation of L’Urologie Moderne. Disponible de la URL: http://www.uro-cochin.asso.fr/cufrhist.asp
3. Raymond G. Joachim Albarran. Prog. Urol. 1991; 1-499-502
4. Albarran J. Médecine Opératoire Des Voies Urinaires. Masson & Cie, Paris, 1909
5. Albarran J., Guyon F., Rumeurs Du Rein. Masson, Paris, 1905
6. Chatelain C., Albarran and microbial nephritis. Nephrologie 2000; 21: 185-92
7. Albarran, J. Sur un série de quarante opérations pratiqués sur la rein. Revue de Chirugic 1896; 16; 882-4
8. Albarran J. Retention renale par peri-ureterite, liberation externe de laureate, Assoc. Fr. Urol. 1905; 9: 511
9. Albarran, J. Guyon Jean-Gasimir-Felix, Anatomie et Physiologie Pathologique de la rétention de L’urine. Masson & Cie, 1890
10. Albarran J. Exploration de Functions Rénales. Masson & Cie, Paris, 1905
11. Ole Daniel Enersen, Albarran-Ormond Sydrome “ Who Named it? Disponible desde el URL:
http://www.whona-medit.com/synd.cfm/1212.html
12. Perksy, L. Joaquin Albarran (1860-1912) Invest. Urol. 1968; 5: 519-2 Chatelain C., Joachin Albarran (1860-1219) Ann. Chir. 2000; 1
Cistoscopio que muestra la Palanca de Albarrán que permite la deflección de los catéteres uretrales para asistir en la canulación del orificio uretral
Joaquín Albarrán, 1907. Moneda de cobre. Diseñado por el escultor francés Jean Victor Segoffin (1876-1925) y firmado por el escultor detrás del busto. Se le agradece el permiso para utilizar esta imagen de Christopher Eimer. Fine Medals and Medallic Art, London
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DR TOMAS ROMAY
Dr. Tomás Romay Chacón (1784-1849).
Apuntes para la reflexión.
Rev Cubana Hig Epidemiol 1997;35(2):120-3 Historia Serie: Figuras destacadas en la Higiene y la Epidemiología cubanas Instituto Nacional de Higiene, Epidemiología y Microbiología.
Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana
Dr. Manuel Diez Cabrera (1) y Dr. Gabriel G. Toledo Curbelo (2)
1 Especialista de I Grado en Epidemiología. Profesor Instructor Adjunto de la Escuela Nacional de Salud Pública "Carlos J. Finlay". Director del Subcentro Nacional de Referencia en Información de Higiene y Epidemiología.
2 Doctor en Ciencias Médicas. Especialista de II Grado en Epidemiología.
Profesor Titular. Profesor Principal de la Cátedra de Higiene y Epidemiología del Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana.
"Honrar, honra"
José Martí, 1876
1764. El doctor Tomás Romay Chacón nace el 21 de diciembre en la calle Empedrado número 71, en La Habana, hijo de Doña María de los Angeles Chacón y de Don Lorenzo Romay.
1783. El 24 de marzo recibe el grado de Bachiller en Artes.
1785. El 12 de marzo obtiene por oposición la cátedra de Texto Aristotélico, el 19 de abril tomó por la borla los títulos de Licenciatura y de Magisterio en Artes.
1789. Toma el grado de Bachiller en Medicina, en el Convento de San Juan de Letrán en La Habana, bajo los auspicios del doctor Don Francisco González del Álamo, en una institución médica en que la enseñanza que se impartía era escolástica, propia del siglo xvi.
Fue el trigésimo tercer graduado en Medicina en Cuba. Se reconoce que ninguno antes que él logró hacer aporte alguno para elevarla al rango de una verdadera ciencia, pues se considera que Romay llegó a convertirse en una figura señera de la Medicina científica, fue por entero un médico en la dimensión universal del siglo xviii, por su propio y solo esfuerzo , un autodidacta. Él le comunicó carácter científico a la Medicina en Cuba, a la vez que dio a conocer a los más renombrados autores médicos extranjeros.
Justo fue que lo llamasen el "Hipócrates habanero" o el "Syndeham cubano".
1791. El 12 de septiembre se presentó a examen ante el Real Tribunal del Protomedicato de La Habana, el cual le concede la licencia para poder ejercer, enseñar y hacer lo demás que deben hacer los maestros examinadores en Medicina.
En este mismo año, aspira y obtiene la cátedra de Patología en la Real y Pontificia Universidad de La Habana, de la cual se le dio posición el 6 de diciembre.
El 24 de diciembre obtiene el título de Licenciado en Medicina.
1792. El 10 de febrero publica su primer artículo médico en el Papel Periódico, en el cual rechazaba como específico para diversas enfermedades una "receta general para todo accidente conocido, como agua de mil flores, o de la boñiga de las reses".
El 24 de junio recibió el grado de Doctor en Medicina.
En la Universidad se desempeñó en distintas ocasiones y momentos como Miembro de Tribunales Examinadores, Asistente Real, Vocal, Maestro de Ceremonias, Tesorero y, por último, en 1832, ocupó el cargo de Decano de la Facultad de Medicina.
1793. El 17 de enero ingresa en la Sociedad Patriótica de Amigos del País de La Habana, como socio numerario y, por petición expresa, se incorpora a la clase de Ciencias y Artes.
Publicó en el Papel Periódico un artículo en homenaje a la constitución de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, que resultó a la vez un documento reivindicativo de su persona y de su profesión. Considerado de inestimable valor, porque traduce fielmente su programa de acción donde afirma con limpia sinceridad que su contribución al progreso de la Patria lo hará como médico.
1794. El 24 de julio en Sesión Ordinaria es premiado su Discurso, por la Sociedad Patriótica de La Habana, y es Socio Numerario.
1795. En el Papel Periódico de La Habana publica un artículo científico en el cual defiende la inoculación como método de preservación de las viruelas naturales, en los números 87 y 88 correspondientes a los días 29 de octubre y 1 de noviembre.
1796. El 4 de enero se casa con Doña Mariana González y dejó por hijos legítimos a Don Pedro María, Don Juan José, Don José de Jesús, Doña María de los Angeles, Doña Micaela y Doña Mariana.
1797. El 5 de febrero publica en el Papel Periódico de La Habana un artículo sobre viruelas en el que critica el método terapéutico que se sigue, el uso de cordiales y el encierro en piezas calurosas.
El 5 de abril, en la Junta Ordinaria de la Sociedad Patriótica de Amigos del País, lee su "Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente Vómito Negro, enfermedad epidémica de las Indias Occidentales", inaugura así la literatura médica científica en la Isla. Fue considerada ésta como una joya de la historia de la medicina cubana, al tener significado excepcional, por constituir una de las mejores monografías sobre fiebre amarilla que se publicara en aquella época.
Un ejemplar de la obra antes mencionada se conserva en la Biblioteca Nacional "José Martí" en La Habana.
1804. El 12 de febrero es aplicada por primera vez en La Habana, la vacuna contra la viruela, por el doctor Tomás Romay Chacón. De él dijo, el doctor Manuel Valero Soto, Secretario de la Junta Superior de Sanidad "La historia de la vacuna es la historia del doctor Romay porque a ella se entregó, con ejemplaridad en los años restantes de su existencia."
El 23 de marzo el doctor Tomás Romay Chacón, absolutamente convencido de su triunfo final, realiza la inoculación del pus de las viruelas naturales a niños, en presencia del Real Tribunal del Protomedicato de La Habana.
El 13 de julio se acuerda la creación de la Junta Central de la Vacuna, resulta su Presidente, el Gobernador Someruelos y su Director, el Obispo de Espada, su Secretario Facultativo, el doctor Tomás Romay , y fueron electos por unanimidad los doctores Bernardo Cozar, Juan Pérez Delgado y el Bachiller en Medicina, Marcos Sánchez Rubio. Se afirma, que "Romay era el guía y el mentor de la Junta, representando la acción. En todos sus informes se observa cómo resalta la labor que realizan todos y cada uno de los médicos vacunadores, cómo los estimula y alienta en su trabajo, qué interés despliega en trasmitir sus peticiones y cómo cuida de sus intereses económicos y científicos".
1806-1807. Comienzan a funcionar Juntas Subalternas de Vacunación de la Junta de La Habana, en centros afines, así se crearon las de Santiago de Cuba, Sancti Spíritus, Trinidad, Puerto Príncipe, Santa Clara, Bejucal, Güines y la de San Antonio de los Baños (esta última creada en 1834, entre otras esparcidas por toda la Isla).
1808. Motivado por los sucesos acaecidos en España, escribió los siguientes documentos históricos:
- Conjuración de Bonaparte y Don Manuel Godoy contra la monarquía española.
- Numerosos artículos conmemorativos del 2 de mayo.
- Discurso sobre la Defensa de Zaragoza.
1813. El 12 de mayo aparece publicado en el Diario de Gobierno de La Habana, un escrito firmado por el doctor Tomás Romay Chacón, donde describe un caso de hermafroditismo en un marinero. Se considera este artículo como el primero que trata de Endocrinología en Cuba.
1826. El 7 de abril renunció a su cargo de Profesor Vacunador.
1842. El 17 de diciembre tomó posesión de la Dirección de la Real Sociedad
Económica de Amigos del País de La Habana.
1849. Falleció víctima del cáncer, a las 2 y 30 de la madrugada del día 30 de marzo, en su casa de Obispo número 116, en La Habana.
1997. Se cumplió el bicentenario de su "Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente Vómito Negro, enfermedad epidémica de las Indias Occidentales", joya de la literatura médica.
Ojalá que el presente trabajo contribuya a la reflexión de los profesionales y técnicos de la salud con pensamiento epidemiológico e integral del valor de la salud del hombre.
Antes de finalizar, quisiéramos hacer un reconocimiento especial al doctor José López Sánchez, biógrafo del doctor Tomás Romay Chacón, por sus excelentes obras y enseñanzas.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
López Sánchez J. Vida y obra del sabio médico habanero Tomás Romay Chacón.
La Habana: Editorial Librería Selecta, 1950.
Tomás Romay y el origen de la ciencia en Cuba. La Habana: Academia de Ciencias, 1964.
López Serrano E. Efemérides Médicas Cubanas. Cua Hist Salud Pública, 1985;(69).
López Sánchez J. Ciencia y Medicina, historia de las ciencias. La Habana: Editorial Científico Técnica, 1986.
Apuntes para la reflexión.
Rev Cubana Hig Epidemiol 1997;35(2):120-3 Historia Serie: Figuras destacadas en la Higiene y la Epidemiología cubanas Instituto Nacional de Higiene, Epidemiología y Microbiología.
Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana
Dr. Manuel Diez Cabrera (1) y Dr. Gabriel G. Toledo Curbelo (2)
1 Especialista de I Grado en Epidemiología. Profesor Instructor Adjunto de la Escuela Nacional de Salud Pública "Carlos J. Finlay". Director del Subcentro Nacional de Referencia en Información de Higiene y Epidemiología.
2 Doctor en Ciencias Médicas. Especialista de II Grado en Epidemiología.
Profesor Titular. Profesor Principal de la Cátedra de Higiene y Epidemiología del Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana.
"Honrar, honra"
José Martí, 1876
1764. El doctor Tomás Romay Chacón nace el 21 de diciembre en la calle Empedrado número 71, en La Habana, hijo de Doña María de los Angeles Chacón y de Don Lorenzo Romay.
1783. El 24 de marzo recibe el grado de Bachiller en Artes.
1785. El 12 de marzo obtiene por oposición la cátedra de Texto Aristotélico, el 19 de abril tomó por la borla los títulos de Licenciatura y de Magisterio en Artes.
1789. Toma el grado de Bachiller en Medicina, en el Convento de San Juan de Letrán en La Habana, bajo los auspicios del doctor Don Francisco González del Álamo, en una institución médica en que la enseñanza que se impartía era escolástica, propia del siglo xvi.
Fue el trigésimo tercer graduado en Medicina en Cuba. Se reconoce que ninguno antes que él logró hacer aporte alguno para elevarla al rango de una verdadera ciencia, pues se considera que Romay llegó a convertirse en una figura señera de la Medicina científica, fue por entero un médico en la dimensión universal del siglo xviii, por su propio y solo esfuerzo , un autodidacta. Él le comunicó carácter científico a la Medicina en Cuba, a la vez que dio a conocer a los más renombrados autores médicos extranjeros.
Justo fue que lo llamasen el "Hipócrates habanero" o el "Syndeham cubano".
1791. El 12 de septiembre se presentó a examen ante el Real Tribunal del Protomedicato de La Habana, el cual le concede la licencia para poder ejercer, enseñar y hacer lo demás que deben hacer los maestros examinadores en Medicina.
En este mismo año, aspira y obtiene la cátedra de Patología en la Real y Pontificia Universidad de La Habana, de la cual se le dio posición el 6 de diciembre.
El 24 de diciembre obtiene el título de Licenciado en Medicina.
1792. El 10 de febrero publica su primer artículo médico en el Papel Periódico, en el cual rechazaba como específico para diversas enfermedades una "receta general para todo accidente conocido, como agua de mil flores, o de la boñiga de las reses".
El 24 de junio recibió el grado de Doctor en Medicina.
En la Universidad se desempeñó en distintas ocasiones y momentos como Miembro de Tribunales Examinadores, Asistente Real, Vocal, Maestro de Ceremonias, Tesorero y, por último, en 1832, ocupó el cargo de Decano de la Facultad de Medicina.
1793. El 17 de enero ingresa en la Sociedad Patriótica de Amigos del País de La Habana, como socio numerario y, por petición expresa, se incorpora a la clase de Ciencias y Artes.
Publicó en el Papel Periódico un artículo en homenaje a la constitución de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, que resultó a la vez un documento reivindicativo de su persona y de su profesión. Considerado de inestimable valor, porque traduce fielmente su programa de acción donde afirma con limpia sinceridad que su contribución al progreso de la Patria lo hará como médico.
1794. El 24 de julio en Sesión Ordinaria es premiado su Discurso, por la Sociedad Patriótica de La Habana, y es Socio Numerario.
1795. En el Papel Periódico de La Habana publica un artículo científico en el cual defiende la inoculación como método de preservación de las viruelas naturales, en los números 87 y 88 correspondientes a los días 29 de octubre y 1 de noviembre.
1796. El 4 de enero se casa con Doña Mariana González y dejó por hijos legítimos a Don Pedro María, Don Juan José, Don José de Jesús, Doña María de los Angeles, Doña Micaela y Doña Mariana.
1797. El 5 de febrero publica en el Papel Periódico de La Habana un artículo sobre viruelas en el que critica el método terapéutico que se sigue, el uso de cordiales y el encierro en piezas calurosas.
El 5 de abril, en la Junta Ordinaria de la Sociedad Patriótica de Amigos del País, lee su "Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente Vómito Negro, enfermedad epidémica de las Indias Occidentales", inaugura así la literatura médica científica en la Isla. Fue considerada ésta como una joya de la historia de la medicina cubana, al tener significado excepcional, por constituir una de las mejores monografías sobre fiebre amarilla que se publicara en aquella época.
Un ejemplar de la obra antes mencionada se conserva en la Biblioteca Nacional "José Martí" en La Habana.
1804. El 12 de febrero es aplicada por primera vez en La Habana, la vacuna contra la viruela, por el doctor Tomás Romay Chacón. De él dijo, el doctor Manuel Valero Soto, Secretario de la Junta Superior de Sanidad "La historia de la vacuna es la historia del doctor Romay porque a ella se entregó, con ejemplaridad en los años restantes de su existencia."
El 23 de marzo el doctor Tomás Romay Chacón, absolutamente convencido de su triunfo final, realiza la inoculación del pus de las viruelas naturales a niños, en presencia del Real Tribunal del Protomedicato de La Habana.
El 13 de julio se acuerda la creación de la Junta Central de la Vacuna, resulta su Presidente, el Gobernador Someruelos y su Director, el Obispo de Espada, su Secretario Facultativo, el doctor Tomás Romay , y fueron electos por unanimidad los doctores Bernardo Cozar, Juan Pérez Delgado y el Bachiller en Medicina, Marcos Sánchez Rubio. Se afirma, que "Romay era el guía y el mentor de la Junta, representando la acción. En todos sus informes se observa cómo resalta la labor que realizan todos y cada uno de los médicos vacunadores, cómo los estimula y alienta en su trabajo, qué interés despliega en trasmitir sus peticiones y cómo cuida de sus intereses económicos y científicos".
1806-1807. Comienzan a funcionar Juntas Subalternas de Vacunación de la Junta de La Habana, en centros afines, así se crearon las de Santiago de Cuba, Sancti Spíritus, Trinidad, Puerto Príncipe, Santa Clara, Bejucal, Güines y la de San Antonio de los Baños (esta última creada en 1834, entre otras esparcidas por toda la Isla).
1808. Motivado por los sucesos acaecidos en España, escribió los siguientes documentos históricos:
- Conjuración de Bonaparte y Don Manuel Godoy contra la monarquía española.
- Numerosos artículos conmemorativos del 2 de mayo.
- Discurso sobre la Defensa de Zaragoza.
1813. El 12 de mayo aparece publicado en el Diario de Gobierno de La Habana, un escrito firmado por el doctor Tomás Romay Chacón, donde describe un caso de hermafroditismo en un marinero. Se considera este artículo como el primero que trata de Endocrinología en Cuba.
1826. El 7 de abril renunció a su cargo de Profesor Vacunador.
1842. El 17 de diciembre tomó posesión de la Dirección de la Real Sociedad
Económica de Amigos del País de La Habana.
1849. Falleció víctima del cáncer, a las 2 y 30 de la madrugada del día 30 de marzo, en su casa de Obispo número 116, en La Habana.
1997. Se cumplió el bicentenario de su "Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente Vómito Negro, enfermedad epidémica de las Indias Occidentales", joya de la literatura médica.
Ojalá que el presente trabajo contribuya a la reflexión de los profesionales y técnicos de la salud con pensamiento epidemiológico e integral del valor de la salud del hombre.
Antes de finalizar, quisiéramos hacer un reconocimiento especial al doctor José López Sánchez, biógrafo del doctor Tomás Romay Chacón, por sus excelentes obras y enseñanzas.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
López Sánchez J. Vida y obra del sabio médico habanero Tomás Romay Chacón.
La Habana: Editorial Librería Selecta, 1950.
Tomás Romay y el origen de la ciencia en Cuba. La Habana: Academia de Ciencias, 1964.
López Serrano E. Efemérides Médicas Cubanas. Cua Hist Salud Pública, 1985;(69).
López Sánchez J. Ciencia y Medicina, historia de las ciencias. La Habana: Editorial Científico Técnica, 1986.
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Humor : Cubano
Efectividad de Comentarios y Análisis : 85
Puntos : 57702
Fecha de inscripción : 17/06/2008
LAS ESQUINAS DE PRADO
El cronista evoca los sitios que antaño existieron a lo largo de esa céntrica avenida habanera.
Situada más allá del cinturón amurallado que rodeaba la capital, como indica su nombre, la Alameda de Extramuros comenzó a construirse en 1772 bajo el mando insular del marqués de La Torre, cuyos sucesores —hasta Ricafort— la fueron mejorando considerablemente. Durante el gobierno del general Valdés (1841-1843), tomó el nombre de Alameda de Isabel II en honor de la reina que nos desgobernaba y ya en 1904, por acuerdo del Ayuntamiento, se le denominó Paseo Martí.
A pesar de todos estos nombres oficiales, siempre los habaneros le han conocido como Paseo del Prado, acaso por su semejanza con el que se extiende en el castizo Madrid, desde la fuente de La Cibeles hasta la estación ferroviaria de Atocha. En 1834, fue remodelado y obtuvo importantes mejoras en su pavimentación, mobiliario y alumbrado público.
Lo cierto es que, desde su fundación, el lugar fue escogido como favorito entre los vecinos que acudían a pie o en carruajes, teniéndolo como sitio de expansión y recreo. Larga es la historia de tan céntrico Paseo y resulta imposible, dentro del marco reducido de estas estampas, referirnos a él en forma minuciosa. Solamente hablaremos de sus principales esquinas, así como de algunos hechos ocurridos en sus alrededores.
Hasta donde mi memoria alcanza, recuerdo la glorieta situada en el comienzo de esa avenida, con su retreta semanal, ejecutada por la Banda del Estado Mayor del Ejército... Desde este sitio se hicieron nuestras primeras audiciones radiales.
La esquina de Malecón y Prado fue asiento del Hotel Miramar y, más tarde, del Miramar Garden, centro de reunión de la juventud bailadora de la época y lugar donde se celebraban movidas peleas de boxeo.
En la esquina de Cárcel se establece la agencia de los automóviles Packard y Cunnighamm, que administraba Juan Ulloa, y en los altos abrió sus puertas el primero de abril de 1940 lo que fue R.H.C. Cadena Azul, del magnate cigarrero Amado Trinidad.
En la de Genios, llamada así por la Fuente de los Genios, que estuvo instalada en la intersección de esas calles, había un espacioso caserón de tres pisos donde funcionaron por décadas los Juzgados de Instrucción y Primera Instancia de La Habana, Prado 1, asiento de la Cárcel y el Presidio. En este paseo imaginativo que estamos dando por el Prado, la siguiente esquina es Refugio. Todavía puede observarse allí la regia mansión en que vivió Frank Steinhart, primer cónsul norteamericano en la Isla, quien luego se convirtiera en magnate del transporte por una ocasión caprichosa.
Prado y Colón fue sitio preferido de la burguesía cubana, que acudía a presenciar los estrenos de las cintas cinematográficas en la pantalla del «Fausto», simpático cine de madera donde Francesca Bertini utilizaba dos rollos de celuloide para desmayarse agarrada a una cortina.
En la esquina de Trocadero, el general José Miguel Gómez adquirió una residencia después de haber pasado por la presidencia de la República, y la maledicencia pública asoció el lugar a la lotería, el canje de Arsenal por Villanueva, y demás cosillas que ocurrieron durante el mandato del hombre que se «bañaba y salpicaba».
En la de Ánimas estuvo el colegio del señor Mendive, al cual asistió en su infancia nuestro Apóstol. Frente al mismo funcionó un cine al aire libre llamado «Maxim».
En Prado y Virtudes tuvo su asiento el café El Pueblo, colindante a los periódicos La Noche y La Nación. Frente a ellos, el hotel Jerezano, en cuya acera cayó ajusticiado el 12 de agosto de 1933 Antonio Jiménez, jefe de la «porra» machadista.
La esquina final del Paseo —la de Neptuno— fue ocupada en la época colonial por el célebre «Bodegón de Alonso», propiedad de los Álvarez de la Campa, padre y tío del estudiante mártir del 71. ImageDerribado aquel bodegón, se construyó otro edificio de tres pisos: «Las Columnas», establecimiento que hizo famosa la esquina, cuya vigencia no habría de sucumbir, pues en los altos se daban tremendísimos bailes y en sus salones nació el rítmico chachachá. En los bajos funcionaron durante años el famoso restaurante Miami y una lujosa frutería.
En el Paseo del Prado se han escenificado también sonados «hechos de sangre» como los calificaba antaño la crónica policíaca. Al del porrista anteriormente mencionado, debemos agregar el duelo irregular a tiros entre los legisladores Quiñones y Collado, durante el que perdió la vida el primero.
Pero, de todos, los que seguramente algún viejo vecino de la capital recordará, son los llamadas «sucesos del Prado», ocurridos en la tarde del 9 de julio de 1913.
Sucedió que el entonces jefe de la Policía, Armando Riva, el general más joven de nuestra guerra emancipadora, dispuso la supresión del juego y el cierre de todos los garitos que funcionaban en La Habana. La medida lesionó los intereses de algunos politiqueros y, al pedirle éstos explicaciones y negárselas el bravo general, le hicieron varios disparos hasta acabar con su vida, sin respetar siquiera la presencia de sus dos pequeños hijos que lo acompañaban.
Aunque los autores fueron condenados, una amnistía los libró del castigo, y salió a relucir el «aquí no ha pasado nada y entre cubanos no vamos a andar con boberías». Queden estas viñetas de la avenida que se extiende desde la misma boca del Morro hasta el lugar en que, según el compositor Jorrín, «iba una chiquita que todos los hombres la querían conquistar...» y que después resultó ser «¡La Engañadora!».
Situada más allá del cinturón amurallado que rodeaba la capital, como indica su nombre, la Alameda de Extramuros comenzó a construirse en 1772 bajo el mando insular del marqués de La Torre, cuyos sucesores —hasta Ricafort— la fueron mejorando considerablemente. Durante el gobierno del general Valdés (1841-1843), tomó el nombre de Alameda de Isabel II en honor de la reina que nos desgobernaba y ya en 1904, por acuerdo del Ayuntamiento, se le denominó Paseo Martí.
A pesar de todos estos nombres oficiales, siempre los habaneros le han conocido como Paseo del Prado, acaso por su semejanza con el que se extiende en el castizo Madrid, desde la fuente de La Cibeles hasta la estación ferroviaria de Atocha. En 1834, fue remodelado y obtuvo importantes mejoras en su pavimentación, mobiliario y alumbrado público.
Lo cierto es que, desde su fundación, el lugar fue escogido como favorito entre los vecinos que acudían a pie o en carruajes, teniéndolo como sitio de expansión y recreo. Larga es la historia de tan céntrico Paseo y resulta imposible, dentro del marco reducido de estas estampas, referirnos a él en forma minuciosa. Solamente hablaremos de sus principales esquinas, así como de algunos hechos ocurridos en sus alrededores.
Hasta donde mi memoria alcanza, recuerdo la glorieta situada en el comienzo de esa avenida, con su retreta semanal, ejecutada por la Banda del Estado Mayor del Ejército... Desde este sitio se hicieron nuestras primeras audiciones radiales.
La esquina de Malecón y Prado fue asiento del Hotel Miramar y, más tarde, del Miramar Garden, centro de reunión de la juventud bailadora de la época y lugar donde se celebraban movidas peleas de boxeo.
En la esquina de Cárcel se establece la agencia de los automóviles Packard y Cunnighamm, que administraba Juan Ulloa, y en los altos abrió sus puertas el primero de abril de 1940 lo que fue R.H.C. Cadena Azul, del magnate cigarrero Amado Trinidad.
En la de Genios, llamada así por la Fuente de los Genios, que estuvo instalada en la intersección de esas calles, había un espacioso caserón de tres pisos donde funcionaron por décadas los Juzgados de Instrucción y Primera Instancia de La Habana, Prado 1, asiento de la Cárcel y el Presidio. En este paseo imaginativo que estamos dando por el Prado, la siguiente esquina es Refugio. Todavía puede observarse allí la regia mansión en que vivió Frank Steinhart, primer cónsul norteamericano en la Isla, quien luego se convirtiera en magnate del transporte por una ocasión caprichosa.
Prado y Colón fue sitio preferido de la burguesía cubana, que acudía a presenciar los estrenos de las cintas cinematográficas en la pantalla del «Fausto», simpático cine de madera donde Francesca Bertini utilizaba dos rollos de celuloide para desmayarse agarrada a una cortina.
En la esquina de Trocadero, el general José Miguel Gómez adquirió una residencia después de haber pasado por la presidencia de la República, y la maledicencia pública asoció el lugar a la lotería, el canje de Arsenal por Villanueva, y demás cosillas que ocurrieron durante el mandato del hombre que se «bañaba y salpicaba».
En la de Ánimas estuvo el colegio del señor Mendive, al cual asistió en su infancia nuestro Apóstol. Frente al mismo funcionó un cine al aire libre llamado «Maxim».
En Prado y Virtudes tuvo su asiento el café El Pueblo, colindante a los periódicos La Noche y La Nación. Frente a ellos, el hotel Jerezano, en cuya acera cayó ajusticiado el 12 de agosto de 1933 Antonio Jiménez, jefe de la «porra» machadista.
La esquina final del Paseo —la de Neptuno— fue ocupada en la época colonial por el célebre «Bodegón de Alonso», propiedad de los Álvarez de la Campa, padre y tío del estudiante mártir del 71. ImageDerribado aquel bodegón, se construyó otro edificio de tres pisos: «Las Columnas», establecimiento que hizo famosa la esquina, cuya vigencia no habría de sucumbir, pues en los altos se daban tremendísimos bailes y en sus salones nació el rítmico chachachá. En los bajos funcionaron durante años el famoso restaurante Miami y una lujosa frutería.
En el Paseo del Prado se han escenificado también sonados «hechos de sangre» como los calificaba antaño la crónica policíaca. Al del porrista anteriormente mencionado, debemos agregar el duelo irregular a tiros entre los legisladores Quiñones y Collado, durante el que perdió la vida el primero.
Pero, de todos, los que seguramente algún viejo vecino de la capital recordará, son los llamadas «sucesos del Prado», ocurridos en la tarde del 9 de julio de 1913.
Sucedió que el entonces jefe de la Policía, Armando Riva, el general más joven de nuestra guerra emancipadora, dispuso la supresión del juego y el cierre de todos los garitos que funcionaban en La Habana. La medida lesionó los intereses de algunos politiqueros y, al pedirle éstos explicaciones y negárselas el bravo general, le hicieron varios disparos hasta acabar con su vida, sin respetar siquiera la presencia de sus dos pequeños hijos que lo acompañaban.
Aunque los autores fueron condenados, una amnistía los libró del castigo, y salió a relucir el «aquí no ha pasado nada y entre cubanos no vamos a andar con boberías». Queden estas viñetas de la avenida que se extiende desde la misma boca del Morro hasta el lugar en que, según el compositor Jorrín, «iba una chiquita que todos los hombres la querían conquistar...» y que después resultó ser «¡La Engañadora!».
El Compañero- Admin/Fundador de Cuba Debate
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¡OH! LOS PADRES DE FAMILIA
¡Oh! Los padres de familia
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
La condición de padre de familia lleva implícita toda clase de reconocimientos concedidos a priori: seriedad, capacidad, honorabilidad, honradez, moralidad.
Uno de los títulos más productivos y explotables en la sociedad moderna, y supongo que en todas las épocas ocurriría algo parecido, es el de padre de familia. Es el rey del mundo, el centro de la creación. En cambio, la última carta de la baraja humana, es el solterón.
Las leyes todas se han hecho para los padres de familia. Es verdad que las han hecho los propios padres de familia. Es natural que arrimaran el ascua a su sardina.
El padre de familia es todo y para él es todo. Su título de tal sirve de salvoconducto para que se le abran todas las puertas y principalmente las de las cajas de los solterones.
Al padre de familia se le considera como el fundamento, base, eje, principio y fin de la sociedad, sin el cual no existiría la familia y sin la familia los pueblos, y sin los pueblos la Humanidad. En justa correspondencia, al padre de familia debe otorgarse cuanto demande y necesite.
La condición de padre de familia lleva implícita toda clase de reconocimientos concedidos a priori: seriedad, capacidad, honorabilidad, honradez, moralidad.
En cambio al solterón se le considera, apriorísticamente, también, como un ser egoísta, alocado, amoral, al que debía tenerse siempre sujeto a la vigilancia de la autoridad.
De este tan diverso concepto social de que goza el padre de familia y sufre el solterón, resulta que casi todos los individuos apenas se han puesto pantalones largos, han fumado el primer tabaco, asistido a la primera función de algún teatro pornográfico o cogido alguna enfermedad de las que se llaman secretas, porque son las que más saltan a la vista, señales todas evidentes de que ya se es hombre; apenas, repito, se poseen todas o la mayor parte de esas cualidades demostrativas y características de la hombría, aunque no sea de bien, el hombre se apresura a ascender a padre de familia.
¿Cómo se realiza esa metamorfosis prodigiosa?
Muy fácilmente, porque todo en la sociedad está preparado ad hoc para convertir rápidamente al hombre en padre de familia. Para lograrlo siempre hay dos familias consagradas exclusivamente a ese objeto. La de Él y la de Ella. (Ella es cualquier mujer con ánimo y disposición para el matrimonio, o sea todas las mujeres; cualquier mujer con saya por encima de la rodilla, aunque sea la reina de las canilludas, melenas a lo garzón aunque su cabeza sea el más deforme de los cocoriocos, y la menor cantidad de ropa encima, no importa sus buenas o malas formas, que para arreglarlas están los taumatúrgicos engañabobos capaces de convertir los inmensos montgolfiers en bellísimas pomas y sacar provocantes ondulaciones a una tabla de planchar.
Aliadas, aunque no se conozcan, la familia de Él y la de Ella, el matrimonio surge enseguida, y antes del año nace? ¡desde luego, el niño, pero también, necesariamente, y es lo que nos interesa, el padre de familia!
¡Ya está! ¡Ya hizo su carrera! Leyes y tribunales están a su disposición. Con ese preciado título puede circular tranquilo por el mundo.
Cuando quiera un destino, cuando solicite protección y ayuda y hasta cuando pida limosna, el argumento decisivo, el «sésamo ábrete», será su título de padre de familia; y si es un padre de familia de primera categoría –cargado de hijos– entonces su éxito es completo. Entre dos individuos que aspiren a un destino, uno de ellos soltero y el otro padre de familia, éste se llevará, seguramente, el puesto, porque lo necesita más que el soltero, infunde más confianza, se supone que tiene más asiento. Cuando la pelea es entre dos padres de familia, entonces la victoria la alcanza el que está más cargado de hijos.
Si un solterón comete un delito, ya sea contra las personas o la propiedad, ¡ah!, enseguida se le anatematiza: «¡Claro! ¡Tenía que ser! ¡La vida que llevaría! ¡La de todos los solterones! Con seguridad que era un corrompido, un inmoral, un disoluto. ¡Sin haber formado familia! ¡Un egoistón!»
En cambio, si el que ha delinquido es un hombre casado y con hijos, cuanto haya hecho, por abominable que sea tendrá excusa: «¡El pobre, Dios sabe los apuros que pasaba, las necesidades que tenía, los conflictos que se le presentaban! ¡Es padre de familia!»
Y en un padre de familia se tolera, se hace la vista gorda, se explica, se justifica y así se aplaude que hurte, estafe o robe, que atropelle o mate a otro. ¿Sabéis lo que representan las obligaciones inherentes a una familia? ¡Tiene que sostener una familia!
Hasta los mendigos profesionales invocan este título para conmover mejor y hacer abrir la mano o vaciar el bolsillo a sus víctimas. A ningún pordiosero se le ha ocurrido ni se le ocurrirá jamás pedir limosna invocando que es un pobre solterón. Todos pasarían de largo sin socorrerlo y hasta llamarían a un vigilante para que lo condujera a la Estación por presunto delincuente. En cambio, para un limosnero es más eficaz que el ser ciego, cojo o manco, el ser ¡padre de familia!
–¡Una limosnita señor para este pobre padre de familia cargado de hijos!– ¿Quién se resiste ante esta razonada demanda? Efectivamente ese pobre padre de familia, tiene, puede decirse que el derecho de exigir a los demás que lo socorran, que lo ayuden a sostener a su familia, aunque los demás no hayan tenido parte en ella, pero es ¡padre de familia!, base y fundamento de la sociedad. Y todos, llenos de conmiseración socorren al pobre padre de familia, y pasarán de largo al que invocara ser un pobre solterón. ¡No, es que no habría quien se atreviera, ni aún estando loco!
En política, casi todos los crímenes que se han cometido ya desde la oposición, ya, sobre todo, desde el gobierno, lo han sido por padres de familia y por ser tales. Los chivos, los negocios sucios, las botellas, las colecturías, todo ello no tiene más explicación que ser un padre de familia, porque si con todo ello se roba al Estado, se hace por algo muy santo: la familia, el bienestar de los hijos (aunque se le quite a otros hijos o a otras familias, pero la caridad bien ordenada empieza por sí mismo).
Si un solterón tiene botellas o colecturías, se le considera como un sinvergüenza, un perdido, porque ese dinero lo empleará en parrandas y vicios; pero en cambio, ¿cómo se le van a negar botellas y colecturías a un padre de familia? La vida es cada día más cara, las necesidades incontables, los hijos, los hijos cuestan un dineral! ¡Toda protección siempre será poca, cuando se trate de un pobre padre de familia!
¡Bienaventurados los padres de familia porque para ellos creó Dios el mundo y por ellos y para ellos se inventaron chivos, botellas, colecturías, consignaciones de palacio!
¡Bienaventurados los padres de familia, aunque sean guatacas y cepillotes, porque en ellos está justificado, por despreciable y desvergonzado que sea, hasta la guataquería y el pepillotismo!
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
La condición de padre de familia lleva implícita toda clase de reconocimientos concedidos a priori: seriedad, capacidad, honorabilidad, honradez, moralidad.
Uno de los títulos más productivos y explotables en la sociedad moderna, y supongo que en todas las épocas ocurriría algo parecido, es el de padre de familia. Es el rey del mundo, el centro de la creación. En cambio, la última carta de la baraja humana, es el solterón.
Las leyes todas se han hecho para los padres de familia. Es verdad que las han hecho los propios padres de familia. Es natural que arrimaran el ascua a su sardina.
El padre de familia es todo y para él es todo. Su título de tal sirve de salvoconducto para que se le abran todas las puertas y principalmente las de las cajas de los solterones.
Al padre de familia se le considera como el fundamento, base, eje, principio y fin de la sociedad, sin el cual no existiría la familia y sin la familia los pueblos, y sin los pueblos la Humanidad. En justa correspondencia, al padre de familia debe otorgarse cuanto demande y necesite.
La condición de padre de familia lleva implícita toda clase de reconocimientos concedidos a priori: seriedad, capacidad, honorabilidad, honradez, moralidad.
En cambio al solterón se le considera, apriorísticamente, también, como un ser egoísta, alocado, amoral, al que debía tenerse siempre sujeto a la vigilancia de la autoridad.
De este tan diverso concepto social de que goza el padre de familia y sufre el solterón, resulta que casi todos los individuos apenas se han puesto pantalones largos, han fumado el primer tabaco, asistido a la primera función de algún teatro pornográfico o cogido alguna enfermedad de las que se llaman secretas, porque son las que más saltan a la vista, señales todas evidentes de que ya se es hombre; apenas, repito, se poseen todas o la mayor parte de esas cualidades demostrativas y características de la hombría, aunque no sea de bien, el hombre se apresura a ascender a padre de familia.
¿Cómo se realiza esa metamorfosis prodigiosa?
Muy fácilmente, porque todo en la sociedad está preparado ad hoc para convertir rápidamente al hombre en padre de familia. Para lograrlo siempre hay dos familias consagradas exclusivamente a ese objeto. La de Él y la de Ella. (Ella es cualquier mujer con ánimo y disposición para el matrimonio, o sea todas las mujeres; cualquier mujer con saya por encima de la rodilla, aunque sea la reina de las canilludas, melenas a lo garzón aunque su cabeza sea el más deforme de los cocoriocos, y la menor cantidad de ropa encima, no importa sus buenas o malas formas, que para arreglarlas están los taumatúrgicos engañabobos capaces de convertir los inmensos montgolfiers en bellísimas pomas y sacar provocantes ondulaciones a una tabla de planchar.
Aliadas, aunque no se conozcan, la familia de Él y la de Ella, el matrimonio surge enseguida, y antes del año nace? ¡desde luego, el niño, pero también, necesariamente, y es lo que nos interesa, el padre de familia!
¡Ya está! ¡Ya hizo su carrera! Leyes y tribunales están a su disposición. Con ese preciado título puede circular tranquilo por el mundo.
Cuando quiera un destino, cuando solicite protección y ayuda y hasta cuando pida limosna, el argumento decisivo, el «sésamo ábrete», será su título de padre de familia; y si es un padre de familia de primera categoría –cargado de hijos– entonces su éxito es completo. Entre dos individuos que aspiren a un destino, uno de ellos soltero y el otro padre de familia, éste se llevará, seguramente, el puesto, porque lo necesita más que el soltero, infunde más confianza, se supone que tiene más asiento. Cuando la pelea es entre dos padres de familia, entonces la victoria la alcanza el que está más cargado de hijos.
Si un solterón comete un delito, ya sea contra las personas o la propiedad, ¡ah!, enseguida se le anatematiza: «¡Claro! ¡Tenía que ser! ¡La vida que llevaría! ¡La de todos los solterones! Con seguridad que era un corrompido, un inmoral, un disoluto. ¡Sin haber formado familia! ¡Un egoistón!»
En cambio, si el que ha delinquido es un hombre casado y con hijos, cuanto haya hecho, por abominable que sea tendrá excusa: «¡El pobre, Dios sabe los apuros que pasaba, las necesidades que tenía, los conflictos que se le presentaban! ¡Es padre de familia!»
Y en un padre de familia se tolera, se hace la vista gorda, se explica, se justifica y así se aplaude que hurte, estafe o robe, que atropelle o mate a otro. ¿Sabéis lo que representan las obligaciones inherentes a una familia? ¡Tiene que sostener una familia!
Hasta los mendigos profesionales invocan este título para conmover mejor y hacer abrir la mano o vaciar el bolsillo a sus víctimas. A ningún pordiosero se le ha ocurrido ni se le ocurrirá jamás pedir limosna invocando que es un pobre solterón. Todos pasarían de largo sin socorrerlo y hasta llamarían a un vigilante para que lo condujera a la Estación por presunto delincuente. En cambio, para un limosnero es más eficaz que el ser ciego, cojo o manco, el ser ¡padre de familia!
–¡Una limosnita señor para este pobre padre de familia cargado de hijos!– ¿Quién se resiste ante esta razonada demanda? Efectivamente ese pobre padre de familia, tiene, puede decirse que el derecho de exigir a los demás que lo socorran, que lo ayuden a sostener a su familia, aunque los demás no hayan tenido parte en ella, pero es ¡padre de familia!, base y fundamento de la sociedad. Y todos, llenos de conmiseración socorren al pobre padre de familia, y pasarán de largo al que invocara ser un pobre solterón. ¡No, es que no habría quien se atreviera, ni aún estando loco!
En política, casi todos los crímenes que se han cometido ya desde la oposición, ya, sobre todo, desde el gobierno, lo han sido por padres de familia y por ser tales. Los chivos, los negocios sucios, las botellas, las colecturías, todo ello no tiene más explicación que ser un padre de familia, porque si con todo ello se roba al Estado, se hace por algo muy santo: la familia, el bienestar de los hijos (aunque se le quite a otros hijos o a otras familias, pero la caridad bien ordenada empieza por sí mismo).
Si un solterón tiene botellas o colecturías, se le considera como un sinvergüenza, un perdido, porque ese dinero lo empleará en parrandas y vicios; pero en cambio, ¿cómo se le van a negar botellas y colecturías a un padre de familia? La vida es cada día más cara, las necesidades incontables, los hijos, los hijos cuestan un dineral! ¡Toda protección siempre será poca, cuando se trate de un pobre padre de familia!
¡Bienaventurados los padres de familia porque para ellos creó Dios el mundo y por ellos y para ellos se inventaron chivos, botellas, colecturías, consignaciones de palacio!
¡Bienaventurados los padres de familia, aunque sean guatacas y cepillotes, porque en ellos está justificado, por despreciable y desvergonzado que sea, hasta la guataquería y el pepillotismo!
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Localización : Donde mora la libertad, allí está mi patria
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COSTUMBRES PUBLICAS O CUBICHES
Costumbres públicas «cubiches»
Por: Emilio Roig de Leuchsenring.
«…en estos cinco años no han variado en absoluto las costumbres públicas cubanas, pues aunque aparentemente hayan surgido algunas costumbres y tipos nuevos, éstas y aquéllos son más bien variantes o transformaciones de los que ya existían antes del 12 de agosto de 1933».
No podía faltar en este número rememorativo del quinto aniversario del 12 de agosto de 1933, el análisis y estudio costumbristas de esos cinco años transcurridos desde la caída de la tiranía machadista hasta los días presentes.
Otros enjuiciarán dicho lustro en su carácter de políticos, gobernantes, estadistas, o como jefes o líderes de partidos o agrupaciones, o como participantes en la campaña oposicionista desenvuelta contra el desgobierno de Machado.
A este Curioso Parlanchín toca hacer, en rápido bosquejo, una revisión general de las costumbres públicas de la referida época, comparándolas con las de tiempos anteriores, a fin de descubrir si éstas han mejorado o empeorado, o si nos encontramos en igual situación que cuando se produjo, hace cinco años, la huída, por escotillón —que en este caso fue por aeroplano— de Gerardito y sus amigos.
Si el lector ha tenido la paciencia de seguir, semana tras semana, estas Habladurías y recuerda, además, las que publicábamos durante los años machadistas, y se coloca durante unos minutos en la interesante y bastante incomoda actitud de El Pensador de Rodin, ha de llegar, sin gran esfuerzo, a la conclusión de que en estos cinco años no han variado en absoluto las costumbres públicas cubanas, pues aunque aparentemente hayan surgido algunas costumbres y tipos nuevos, éstas y aquéllos son más bien variantes o transformaciones de los que ya existían antes del 12 de agosto de 1933.
El panorama político nacional nos ofrece, más o menos, los mismos partidos de ayer, y tan partidos como ayer, aunque algunos hayan variado de nombre, o de collar, pero los personajes, o los perros, son idénticos.
Y para que la semejanza entre antaño y ogaño sea aún mayor, nos encontramos con que esos partidos practican aquella famosa y aprovechada formula del cooperativismo desde el Poder, que sirvió de puntal y de manto camouflageador a todas las barbaridades del machadismo.
Hoy como ayer se invoca en defensa de ese cooperativismo, la salvación de la patria, pero hoy como ayer resulta que los que se salvan son los máximos muñidores de la susodicha doctrina política utilitarista, que en el fondo no tuvo, ni tiene, otra finalidad que el amigable reparto entre unos cuantos señores, de puestos, botellas, posiciones, colecturías, prebendas, canonjías, negocios, etc., etc., a costa del tesoro público y en perjuicio del siempre —ayer como hoy— pagano y atropellado Liborio.
Ogaño como antaño, esos partidos políticos siguen dirigidos por la camarilla de líderes, caciques y congresistas, vueltos de espaldas a la masa de correligionarios. Y algunos de ellos, por esta actitud de sus dirigentes, no poseen más correligionarios que aquellos afortunados que pueden disfrutar de algún puestecito en alguna de las oficinas publicas. Y se sigue hablando, todavía, al igual que hace cinco años, de si será conveniente o no la reorganización de esos partidos, opinando muy seriamente algunos connotados políticos que la tal reorganización no debe llevarse a cabo, pues ocasionaría gran trastorno en el país, perturbando el delicioso estado de paz bucólica de que hoy disfrutamos.
En lo que se refiere a problemas electorales, todo está igual… parece que fue ayer. Las últimas elecciones resultaron un modelo perfecto de chanchullos, bravas, forros y falseamiento de la voluntad de los pocos electores que a ellas acudieron. Han pasado varios meses y todavía no se sabe quiénes han salido electos representantes en esta provincia de La Habana; y eso que las piñas, los cartabones y las combinaciones fueron tan abundantes como en época de Machado, y el dinero corrió de manera pródiga como causa y razón única para lograr la conquista de muchas actas de padres de la patria.
Del Congreso… ¿qué voy a decir ahora que ya no lo haya dicho mil y una veces en Habladurías publicadas hace cinco años?
Basta hojear la Prensa diaria y semanal para convencerse hasta la saciedad de que no hemos variado un ápice en la mala costumbre legislativa de votar leyes y más leyes en sesiones interminables, durante las horas de la noche, que en nada benefician al país, pero que sí favorecen extraordinariamente a los respetables… padrastros de la República. Ya éstos se confiesan públicamente autores de espantosas irregularidades, aunque cargándoles el sambenito a otros compañeros; y se verifican repartos jugosos de comisiones y tantos por ciento; y aparecen aprobadas leyes personalistas que algunos padres de la patria no recuerdan que se discutieran ni votaran en la sesión en que así consta oficialmente, no obstante haber asistido a la misma sin dar siquiera un cabezazo ni ausentarse, del hemiciclo; y se votan amnistías para gusto y capricho de los parientes o amigos de los señores congresistas, tal como acaba de ocurrir con la última de estas leyes, en la que, al decir del periódico tan sesudo como Diario de la Marina, casi todos los artículos «aparecían con un marcado sello personalista y sólo les faltaba expresar el nombre del individuo que habría de beneficiar», introduciéndose, además, y por si fuera poco lo anterior, enmiendas como éstas: «que el agresor tuviera un pariente recluido en Mazorra o que el proyectil que causó la muerte fuera de calibre 22»; y hasta se han votado y se trata de seguir votando —igualito que ayer— leyes de remache o convalidación electoral para impedir prosperen los recursos y apelaciones establecidos contra los grandes y numerosos desaguisados de los últimos comicios. En una palabra, el Capitolio no ha perdido el alias, que apenas construido comenzó a darle el público, del «Capitolio más inútil y costoso del mundo» y «el Panteón Nacional»; pues si el enchape de oro de la cúpula ya no tiene el brillo de que gozaba al inaugurarlo, estos alias gozan cada día de más rutilante esplendor.
Debemos anotar una novedad en cuestiones políticas. Y no es otra que el voto femenino; pero esta novedad, así como la de disfrutar ya las mujeres del privilegio de poder llegar a madres de la patria y a alcaldesas, consejeras, concejalas. etc., no se ha traducido en nuevas costumbres políticas, sino que las féminas se han adaptado inmediatamente a las viejas costumbres masculinas en este orden de cosas.
Los presupuestos nacionales han corrido parejos en estos cinco años, en cuanto a desbarajuste y prodigalidad y ausencia de bien público, con los que padecimos durante el machadato, recontrarreafirmándose el juicio, ya expuesto en otras Habladurías, que se forma el costumbrista sobre la verdadera razón de existencia del Estado cubano: la exclusiva satisfacción de las ansias incontenibles que una minoría aprovechada de ciudadanos tiene de vivir, lo mas cómoda y regaladamente posible, a costa del tesoro nacional.
Los mediocres no han dejado de imperar en el gobierno del país, y se continúa aspirando a los cargos, y desempeñándolos, por el cargo en sí, o sea por el sueldo y lo que se pega, importando poco que no se tenga capacidad técnica de ninguna clase para desempeñarlos.
Se siguen escuchando y leyendo los altisonantes discursos de fuegos artificiales, los manifiestos, los programas y las declaraciones, abundantísimos en palabrería demagógica,
en promesas y juramentos, pero completamente vacíos de buena fe, pureza de intenciones y conocimiento de los problemas nacionales.
El bluff continúa siendo gran señor que se pasea muy orondo y satisfecho, poseído del importantísimo papel que desempeña en nuestra sociedad, por los salones y despachos de las oficinas públicas, por la sala de pasos perdidos y hemiciclos del Capitolio, por las academias y corporaciones culturales, por las redacciones y columnas de los periódicos, por las páginas de folletos y libros, y se encarama en la tribuna política, y en la legislativa, lo mismo que en la académica y en los estrados de los tribunales de justicia, e invade con su presencia —todo camelo y figurao— la Universidad, los Institutos y otros centros educativos.
Desde el Palacio Presidencial hasta la última oficina pública, permanece inalterable la clásica costumbre de «derecho de mampara», de que gozan lo mismo el político influyente, el pariente o amigo de los altos funcionarios, que el negociante compuñero de utilidades patriótico-personalistas.
Desde luego que de este derecho —sésamo ábrete de las cuevas de los Ali-Babá criollos— no disfruta el ciudadano anónimo que en vano hará hoy antesala, como ayer, durante días, semanas y meses, sin lograr ser recibido por los altos funcionarios, ni que éstos escuchen sus demandas y sus quejas.
Miles de automóviles oficiales y oficiosos, con choferes y gasolina pagados por el Estado y con chapas de impunidad para el tránsito libre por calles y carreteras, circulan por toda la República, a tal extremo que casi me atrevería a decir que es este Curioso Parlanchín el único cubiche con algún título o cargo —costumbrista profesional— que monta a diario en guaguas y tranvías.
Pero, ¿a qué seguir enumerando todas y cada una de las costumbres públicas que permanecen inalterables, como en tiempos del machadato, a los cinco años del 12 de agosto de 1933?
Sólo me resta dedicar párrafo aparte, como dicen los cronistas sociales cuando quieren hacer mención especial de algún prominente personaje o dama de la alta sociedad, a una costumbre que caracterizó la época machadista, la engendró y la mantuvo, y gracias a la cual pudieron Machado y sus cómplices desenvolver sin trabas de ninguna clase, todo su programa de desafueros políticos, administrativos, económicos y personales: la guataquería.
De nada ha servido el doloroso calvario que Cuba padeció a consecuencia de la guataquería general imperante en aquella época. No hemos escarmentado. Y hoy la guataqueria es flor tan lozana en esta fermosa Isla como lo fue hace un lustro. Y en lugar de ofrecerse orientaciones, consejos y razonadas críticas a los Altos Poderes Gobernantes, se les loa hasta la estratosfera de los superlativos ditirámbicos, agitando ante ellos a todas horas el botafumeiro de la adulación y del servilismo…
Por: Emilio Roig de Leuchsenring.
«…en estos cinco años no han variado en absoluto las costumbres públicas cubanas, pues aunque aparentemente hayan surgido algunas costumbres y tipos nuevos, éstas y aquéllos son más bien variantes o transformaciones de los que ya existían antes del 12 de agosto de 1933».
No podía faltar en este número rememorativo del quinto aniversario del 12 de agosto de 1933, el análisis y estudio costumbristas de esos cinco años transcurridos desde la caída de la tiranía machadista hasta los días presentes.
Otros enjuiciarán dicho lustro en su carácter de políticos, gobernantes, estadistas, o como jefes o líderes de partidos o agrupaciones, o como participantes en la campaña oposicionista desenvuelta contra el desgobierno de Machado.
A este Curioso Parlanchín toca hacer, en rápido bosquejo, una revisión general de las costumbres públicas de la referida época, comparándolas con las de tiempos anteriores, a fin de descubrir si éstas han mejorado o empeorado, o si nos encontramos en igual situación que cuando se produjo, hace cinco años, la huída, por escotillón —que en este caso fue por aeroplano— de Gerardito y sus amigos.
Si el lector ha tenido la paciencia de seguir, semana tras semana, estas Habladurías y recuerda, además, las que publicábamos durante los años machadistas, y se coloca durante unos minutos en la interesante y bastante incomoda actitud de El Pensador de Rodin, ha de llegar, sin gran esfuerzo, a la conclusión de que en estos cinco años no han variado en absoluto las costumbres públicas cubanas, pues aunque aparentemente hayan surgido algunas costumbres y tipos nuevos, éstas y aquéllos son más bien variantes o transformaciones de los que ya existían antes del 12 de agosto de 1933.
El panorama político nacional nos ofrece, más o menos, los mismos partidos de ayer, y tan partidos como ayer, aunque algunos hayan variado de nombre, o de collar, pero los personajes, o los perros, son idénticos.
Y para que la semejanza entre antaño y ogaño sea aún mayor, nos encontramos con que esos partidos practican aquella famosa y aprovechada formula del cooperativismo desde el Poder, que sirvió de puntal y de manto camouflageador a todas las barbaridades del machadismo.
Hoy como ayer se invoca en defensa de ese cooperativismo, la salvación de la patria, pero hoy como ayer resulta que los que se salvan son los máximos muñidores de la susodicha doctrina política utilitarista, que en el fondo no tuvo, ni tiene, otra finalidad que el amigable reparto entre unos cuantos señores, de puestos, botellas, posiciones, colecturías, prebendas, canonjías, negocios, etc., etc., a costa del tesoro público y en perjuicio del siempre —ayer como hoy— pagano y atropellado Liborio.
Ogaño como antaño, esos partidos políticos siguen dirigidos por la camarilla de líderes, caciques y congresistas, vueltos de espaldas a la masa de correligionarios. Y algunos de ellos, por esta actitud de sus dirigentes, no poseen más correligionarios que aquellos afortunados que pueden disfrutar de algún puestecito en alguna de las oficinas publicas. Y se sigue hablando, todavía, al igual que hace cinco años, de si será conveniente o no la reorganización de esos partidos, opinando muy seriamente algunos connotados políticos que la tal reorganización no debe llevarse a cabo, pues ocasionaría gran trastorno en el país, perturbando el delicioso estado de paz bucólica de que hoy disfrutamos.
En lo que se refiere a problemas electorales, todo está igual… parece que fue ayer. Las últimas elecciones resultaron un modelo perfecto de chanchullos, bravas, forros y falseamiento de la voluntad de los pocos electores que a ellas acudieron. Han pasado varios meses y todavía no se sabe quiénes han salido electos representantes en esta provincia de La Habana; y eso que las piñas, los cartabones y las combinaciones fueron tan abundantes como en época de Machado, y el dinero corrió de manera pródiga como causa y razón única para lograr la conquista de muchas actas de padres de la patria.
Del Congreso… ¿qué voy a decir ahora que ya no lo haya dicho mil y una veces en Habladurías publicadas hace cinco años?
Basta hojear la Prensa diaria y semanal para convencerse hasta la saciedad de que no hemos variado un ápice en la mala costumbre legislativa de votar leyes y más leyes en sesiones interminables, durante las horas de la noche, que en nada benefician al país, pero que sí favorecen extraordinariamente a los respetables… padrastros de la República. Ya éstos se confiesan públicamente autores de espantosas irregularidades, aunque cargándoles el sambenito a otros compañeros; y se verifican repartos jugosos de comisiones y tantos por ciento; y aparecen aprobadas leyes personalistas que algunos padres de la patria no recuerdan que se discutieran ni votaran en la sesión en que así consta oficialmente, no obstante haber asistido a la misma sin dar siquiera un cabezazo ni ausentarse, del hemiciclo; y se votan amnistías para gusto y capricho de los parientes o amigos de los señores congresistas, tal como acaba de ocurrir con la última de estas leyes, en la que, al decir del periódico tan sesudo como Diario de la Marina, casi todos los artículos «aparecían con un marcado sello personalista y sólo les faltaba expresar el nombre del individuo que habría de beneficiar», introduciéndose, además, y por si fuera poco lo anterior, enmiendas como éstas: «que el agresor tuviera un pariente recluido en Mazorra o que el proyectil que causó la muerte fuera de calibre 22»; y hasta se han votado y se trata de seguir votando —igualito que ayer— leyes de remache o convalidación electoral para impedir prosperen los recursos y apelaciones establecidos contra los grandes y numerosos desaguisados de los últimos comicios. En una palabra, el Capitolio no ha perdido el alias, que apenas construido comenzó a darle el público, del «Capitolio más inútil y costoso del mundo» y «el Panteón Nacional»; pues si el enchape de oro de la cúpula ya no tiene el brillo de que gozaba al inaugurarlo, estos alias gozan cada día de más rutilante esplendor.
Debemos anotar una novedad en cuestiones políticas. Y no es otra que el voto femenino; pero esta novedad, así como la de disfrutar ya las mujeres del privilegio de poder llegar a madres de la patria y a alcaldesas, consejeras, concejalas. etc., no se ha traducido en nuevas costumbres políticas, sino que las féminas se han adaptado inmediatamente a las viejas costumbres masculinas en este orden de cosas.
Los presupuestos nacionales han corrido parejos en estos cinco años, en cuanto a desbarajuste y prodigalidad y ausencia de bien público, con los que padecimos durante el machadato, recontrarreafirmándose el juicio, ya expuesto en otras Habladurías, que se forma el costumbrista sobre la verdadera razón de existencia del Estado cubano: la exclusiva satisfacción de las ansias incontenibles que una minoría aprovechada de ciudadanos tiene de vivir, lo mas cómoda y regaladamente posible, a costa del tesoro nacional.
Los mediocres no han dejado de imperar en el gobierno del país, y se continúa aspirando a los cargos, y desempeñándolos, por el cargo en sí, o sea por el sueldo y lo que se pega, importando poco que no se tenga capacidad técnica de ninguna clase para desempeñarlos.
Se siguen escuchando y leyendo los altisonantes discursos de fuegos artificiales, los manifiestos, los programas y las declaraciones, abundantísimos en palabrería demagógica,
en promesas y juramentos, pero completamente vacíos de buena fe, pureza de intenciones y conocimiento de los problemas nacionales.
El bluff continúa siendo gran señor que se pasea muy orondo y satisfecho, poseído del importantísimo papel que desempeña en nuestra sociedad, por los salones y despachos de las oficinas públicas, por la sala de pasos perdidos y hemiciclos del Capitolio, por las academias y corporaciones culturales, por las redacciones y columnas de los periódicos, por las páginas de folletos y libros, y se encarama en la tribuna política, y en la legislativa, lo mismo que en la académica y en los estrados de los tribunales de justicia, e invade con su presencia —todo camelo y figurao— la Universidad, los Institutos y otros centros educativos.
Desde el Palacio Presidencial hasta la última oficina pública, permanece inalterable la clásica costumbre de «derecho de mampara», de que gozan lo mismo el político influyente, el pariente o amigo de los altos funcionarios, que el negociante compuñero de utilidades patriótico-personalistas.
Desde luego que de este derecho —sésamo ábrete de las cuevas de los Ali-Babá criollos— no disfruta el ciudadano anónimo que en vano hará hoy antesala, como ayer, durante días, semanas y meses, sin lograr ser recibido por los altos funcionarios, ni que éstos escuchen sus demandas y sus quejas.
Miles de automóviles oficiales y oficiosos, con choferes y gasolina pagados por el Estado y con chapas de impunidad para el tránsito libre por calles y carreteras, circulan por toda la República, a tal extremo que casi me atrevería a decir que es este Curioso Parlanchín el único cubiche con algún título o cargo —costumbrista profesional— que monta a diario en guaguas y tranvías.
Pero, ¿a qué seguir enumerando todas y cada una de las costumbres públicas que permanecen inalterables, como en tiempos del machadato, a los cinco años del 12 de agosto de 1933?
Sólo me resta dedicar párrafo aparte, como dicen los cronistas sociales cuando quieren hacer mención especial de algún prominente personaje o dama de la alta sociedad, a una costumbre que caracterizó la época machadista, la engendró y la mantuvo, y gracias a la cual pudieron Machado y sus cómplices desenvolver sin trabas de ninguna clase, todo su programa de desafueros políticos, administrativos, económicos y personales: la guataquería.
De nada ha servido el doloroso calvario que Cuba padeció a consecuencia de la guataquería general imperante en aquella época. No hemos escarmentado. Y hoy la guataqueria es flor tan lozana en esta fermosa Isla como lo fue hace un lustro. Y en lugar de ofrecerse orientaciones, consejos y razonadas críticas a los Altos Poderes Gobernantes, se les loa hasta la estratosfera de los superlativos ditirámbicos, agitando ante ellos a todas horas el botafumeiro de la adulación y del servilismo…
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LAS RIDICULECES DE LOS MARIDOS CELOSOS
Las ridiculeces de los maridos celosos
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Como la ocupación esencial del marido celoso es la vigilancia de su mujer, va llamando la atención con su actitud, donde quiera que se encuentren.
En los celos masculinos influye mucho el qué dirán, el ridículo que se cree hacer ante amigos y conocidos, en una palabra: la opinión pública.
Y esto se comprueba totalmente en el hecho, muchas veces repetido, de que se sienten celos por una mujer a la que no se ama y hasta se le odia y se desea que un rayo piadoso acabe con ella.
Y resulta que por evitar el ridículo se cae en él con mayor gravedad aún.
Porque es el ridículo, como vimos en el artículo anterior, la esencia y sustancia de los celos, no ya como expusimos entonces, por lo que el marido, novio o amante da a conocer y demuestra al sentir celos de otro u otros hombres por el estado de incapacidad e inferioridad en que confiesa públicamente estar respecto a su mujer y por el grado de infelicidad a que desciende ante los ojos de esta, sino también por los papeles ridículos que a diario representa ante la sociedad y ante su esposa y que incitan y provocan a una y otra para burlarse de él y tomarle el pelo.
En un artículo publicado hace tiempo calificaba yo a los maridos celosos como carceleros de su mujer. Efectivamente esto es lo que parecen. Donde quiera que van los cónyuges, el marido está siempre vigilando y espiando los menores gestos y miradas de su mujer y los de los hombres con que tropiecen en la calle, el paseo o el teatro. Si su mujer saluda a alguien, le preguntará quién es, dónde lo conoció, por qué lo saludó tan afectuosamente. ¡Y no se diga nada si a ese amigo de su esposa, desconocido para él, se le ocurre acercarse a charlar un rato y el marido se da cuenta que aquél tiene cierta confianza con su mujer, que la trata de tu, y que los dos recuerdan tiempos pasados que les fueron gratos! Esa noche se arma la bronca en la casa. Y la película sube de punto si la esposa, al interrogatorio del marido, declara:
–Fulano, es un antiguo amigo, un hombre muy simpático e inteligente, que fue enamorado mío.
Entonces el pobre celoso se dedicará a averiguar la vida y milagros del «antiguo y simpático amigo», procurando, con cuentos y chismes, desacreditarlo ante ella. Y si ésta, por mortificarlo o por verdadera simpatía, defiende a aquel, la película entre los dos esposos será de largo metraje, por episodios y de carácter melo-dramo-espeluznante.
Como la ocupación esencial del marido celoso es la vigilancia de su mujer, va llamando la atención con su actitud, donde quiera que se encuentren. Los he visto que hasta han obligado a su esposa a cambiar de asiento en un restaurant para que no la miraran los señores de las mesas cercanas.
Hoy, las modas modernas constituyen una moda más para los maridos celosos, porque, como los trajes actuales dejan admirar o enseñan bastante y hasta demasiado a las claras, los pechos, brazos, piernas, muslos, etc, etc., (sí, lectores, a veces también, además de lo enumerado, enseñan las mujeres uno o varios etcéteras), los hombres rascabuchean con la vista mucho más que antaño a las mujeres, no ya porque una determinada les guste, sino por simple placer o vicio rascabucheador , estando limitada su atención a una sola parte del cuerpo de la mujer, aquella que más enseña o mejor se contempla a las claras, no fijándose en el resto del cuerpo y a veces ni en la cara de esa mujer. Pero el marido toma por conquista lo que no es más que rascabucheo, (y hay que tener en cuenta que el verdadero rascabucheador no es conquistador, pues su placer no está en la posesión, sino en la visión), y para cortar por lo sano, pretende entonces que su mujer no se vista «tan a la moda», exigencia que, como es natural, no acepta ni se presta a cumplir ninguna mujer moderna.
–Todo lo que tu quieras menos eso– le replica. –¡No vestirme a la moda! ¡Que va! ¡Eso si que no! ¿Ponerme una saya larga, mangas hasta las muñecas, blusa cerrada hasta el cuello y no ajustada en el seno, ajustador de tela gruesa? ¡No, hijo! Estoy muy joven aún y muy buena para hacer papeles de vieja antidiluviana.
Y el infeliz marido celoso tiene que soportar día tras día el ininterrumpido rascabucheo de que es objeto su mujer por cuantos encuentran en la calle, teatros u otro sitio público.
Como el celoso es perseguido siempre por el fantasma del engaño de que se cree víctima por su mujer y desconfía de ella, no sólo la espía en la calle sino en la propia casa.
–Yo– me decía uno de estos celosos– tengo el sistema de aparecerme de cuando en cuando, a horas desacostumbradas, en mi casa, cuando mi mujer me cree muy lejos de allí o en ocupaciones o sitios imposibles de abandonar. De esta manera es fácil sorprenderla, si hace algo que no esté bien, habla con algún hombre por teléfono o lo recibe en nuestra casa. ¡Ah! Si esto ocurriera, llevo siempre mi pistola para castigar a los adúlteros, con la impunidad que me da ese previsor, sabio y moral artículo 437 del Código penal, que autoriza al marido a matar cuando sorprenda en adulterio a su mujer. Otras veces –me agregó– finjo que me pasaré en el campo varios días, y, o no me voy, o regreso antes de la fecha indicada. Yo aconsejaría –terminó– a todos los maridos, por muy seguros que estuviesen de su mujer, emplearan de cuando en cuando este procedimiento. Es de los más eficaces para evitar o descubrir el ser coronado.
Otros, no conformes con esto, registran también a menudo, la bolsa de su mujer o alguna gaveta o tabla del escaparate.
El teléfono es, asimismo, tortura moderna de los maridos celosos. Los hay que llaman frecuentemente a su casa para averiguar si está ocupado, y si resulta así, llaman a los de aquellos hombres sobre los que tienen sospechas de posible inteligencia con su mujer. ¡Figúrense ustedes lo que ocurre cuando también encuentran ese otro aparato ocupado!
Si están en la casa y al sonar el timbre telefónico va el marido al aparato y no le contestan, duda mortal le asaltará y hasta convencimiento horrible: es el amante de su mujer que, al no salir ella al teléfono, conociendo que era la voz de él, el marido, colgó. Me han contado que en uno de estos casos, en que efectivamente era cierta la suposición del marido, éste, indignado, le lanzó al anónimo comunicante telefónico, una palabra gruesa, precisamente la que le correspondía y calificaba, no al amante, sino a él, marido, ciertamente engañado.
Conozco algún caso en que en el afán de descubrir el supuesto engaño, se ha llegado por el marido a establecer una verdadera red telefónica secreta, pagando a un hombre para que interceptara y le copiara las conversaciones que sostenía su mujer.
¡Y en cierto caso de estos, resultó que la mujer se entendía con el propio sujeto que puso el marido de vigilante o espía!
Seguiremos que hay mucha tela por donde cortar.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Como la ocupación esencial del marido celoso es la vigilancia de su mujer, va llamando la atención con su actitud, donde quiera que se encuentren.
En los celos masculinos influye mucho el qué dirán, el ridículo que se cree hacer ante amigos y conocidos, en una palabra: la opinión pública.
Y esto se comprueba totalmente en el hecho, muchas veces repetido, de que se sienten celos por una mujer a la que no se ama y hasta se le odia y se desea que un rayo piadoso acabe con ella.
Y resulta que por evitar el ridículo se cae en él con mayor gravedad aún.
Porque es el ridículo, como vimos en el artículo anterior, la esencia y sustancia de los celos, no ya como expusimos entonces, por lo que el marido, novio o amante da a conocer y demuestra al sentir celos de otro u otros hombres por el estado de incapacidad e inferioridad en que confiesa públicamente estar respecto a su mujer y por el grado de infelicidad a que desciende ante los ojos de esta, sino también por los papeles ridículos que a diario representa ante la sociedad y ante su esposa y que incitan y provocan a una y otra para burlarse de él y tomarle el pelo.
En un artículo publicado hace tiempo calificaba yo a los maridos celosos como carceleros de su mujer. Efectivamente esto es lo que parecen. Donde quiera que van los cónyuges, el marido está siempre vigilando y espiando los menores gestos y miradas de su mujer y los de los hombres con que tropiecen en la calle, el paseo o el teatro. Si su mujer saluda a alguien, le preguntará quién es, dónde lo conoció, por qué lo saludó tan afectuosamente. ¡Y no se diga nada si a ese amigo de su esposa, desconocido para él, se le ocurre acercarse a charlar un rato y el marido se da cuenta que aquél tiene cierta confianza con su mujer, que la trata de tu, y que los dos recuerdan tiempos pasados que les fueron gratos! Esa noche se arma la bronca en la casa. Y la película sube de punto si la esposa, al interrogatorio del marido, declara:
–Fulano, es un antiguo amigo, un hombre muy simpático e inteligente, que fue enamorado mío.
Entonces el pobre celoso se dedicará a averiguar la vida y milagros del «antiguo y simpático amigo», procurando, con cuentos y chismes, desacreditarlo ante ella. Y si ésta, por mortificarlo o por verdadera simpatía, defiende a aquel, la película entre los dos esposos será de largo metraje, por episodios y de carácter melo-dramo-espeluznante.
Como la ocupación esencial del marido celoso es la vigilancia de su mujer, va llamando la atención con su actitud, donde quiera que se encuentren. Los he visto que hasta han obligado a su esposa a cambiar de asiento en un restaurant para que no la miraran los señores de las mesas cercanas.
Hoy, las modas modernas constituyen una moda más para los maridos celosos, porque, como los trajes actuales dejan admirar o enseñan bastante y hasta demasiado a las claras, los pechos, brazos, piernas, muslos, etc, etc., (sí, lectores, a veces también, además de lo enumerado, enseñan las mujeres uno o varios etcéteras), los hombres rascabuchean con la vista mucho más que antaño a las mujeres, no ya porque una determinada les guste, sino por simple placer o vicio rascabucheador , estando limitada su atención a una sola parte del cuerpo de la mujer, aquella que más enseña o mejor se contempla a las claras, no fijándose en el resto del cuerpo y a veces ni en la cara de esa mujer. Pero el marido toma por conquista lo que no es más que rascabucheo, (y hay que tener en cuenta que el verdadero rascabucheador no es conquistador, pues su placer no está en la posesión, sino en la visión), y para cortar por lo sano, pretende entonces que su mujer no se vista «tan a la moda», exigencia que, como es natural, no acepta ni se presta a cumplir ninguna mujer moderna.
–Todo lo que tu quieras menos eso– le replica. –¡No vestirme a la moda! ¡Que va! ¡Eso si que no! ¿Ponerme una saya larga, mangas hasta las muñecas, blusa cerrada hasta el cuello y no ajustada en el seno, ajustador de tela gruesa? ¡No, hijo! Estoy muy joven aún y muy buena para hacer papeles de vieja antidiluviana.
Y el infeliz marido celoso tiene que soportar día tras día el ininterrumpido rascabucheo de que es objeto su mujer por cuantos encuentran en la calle, teatros u otro sitio público.
Como el celoso es perseguido siempre por el fantasma del engaño de que se cree víctima por su mujer y desconfía de ella, no sólo la espía en la calle sino en la propia casa.
–Yo– me decía uno de estos celosos– tengo el sistema de aparecerme de cuando en cuando, a horas desacostumbradas, en mi casa, cuando mi mujer me cree muy lejos de allí o en ocupaciones o sitios imposibles de abandonar. De esta manera es fácil sorprenderla, si hace algo que no esté bien, habla con algún hombre por teléfono o lo recibe en nuestra casa. ¡Ah! Si esto ocurriera, llevo siempre mi pistola para castigar a los adúlteros, con la impunidad que me da ese previsor, sabio y moral artículo 437 del Código penal, que autoriza al marido a matar cuando sorprenda en adulterio a su mujer. Otras veces –me agregó– finjo que me pasaré en el campo varios días, y, o no me voy, o regreso antes de la fecha indicada. Yo aconsejaría –terminó– a todos los maridos, por muy seguros que estuviesen de su mujer, emplearan de cuando en cuando este procedimiento. Es de los más eficaces para evitar o descubrir el ser coronado.
Otros, no conformes con esto, registran también a menudo, la bolsa de su mujer o alguna gaveta o tabla del escaparate.
El teléfono es, asimismo, tortura moderna de los maridos celosos. Los hay que llaman frecuentemente a su casa para averiguar si está ocupado, y si resulta así, llaman a los de aquellos hombres sobre los que tienen sospechas de posible inteligencia con su mujer. ¡Figúrense ustedes lo que ocurre cuando también encuentran ese otro aparato ocupado!
Si están en la casa y al sonar el timbre telefónico va el marido al aparato y no le contestan, duda mortal le asaltará y hasta convencimiento horrible: es el amante de su mujer que, al no salir ella al teléfono, conociendo que era la voz de él, el marido, colgó. Me han contado que en uno de estos casos, en que efectivamente era cierta la suposición del marido, éste, indignado, le lanzó al anónimo comunicante telefónico, una palabra gruesa, precisamente la que le correspondía y calificaba, no al amante, sino a él, marido, ciertamente engañado.
Conozco algún caso en que en el afán de descubrir el supuesto engaño, se ha llegado por el marido a establecer una verdadera red telefónica secreta, pagando a un hombre para que interceptara y le copiara las conversaciones que sostenía su mujer.
¡Y en cierto caso de estos, resultó que la mujer se entendía con el propio sujeto que puso el marido de vigilante o espía!
Seguiremos que hay mucha tela por donde cortar.
El Compañero- Admin/Fundador de Cuba Debate
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LOS PICAPLEITOS
El picapleitos
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Semanario Carteles
5 de abril de 1931.
Tipo tan arraigado en la vida cubana como el picapleitos, natural es que nuestros costumbristas le dedicaran preferente atención.
Es indudable que a través de todos los tiempos y casi desde los albores de la colonización, ha existido en esta Ínsula, y aún existe, viviendo y medrando a costa de sus infelices víctimas, el picapleitos, intrigante y enredador, hombre sin pudores ni conciencia, cuya única habilidad e inteligencia consisten en saberle buscar «las cosquillas a la ley», capaz de pleitear con el mismo Satanás, y de embargarle, «en pago de costas y honorarios», los cuernos a la Luna.
Cuba ha sido tierra pródiga en famosos picapleitos. Ya en 1777 y gobernando esta Isla Don Diego José Navarro, era tal la desmoralización que existía en los tribunales de justicia, que un historiador de aquella época Valdés, declara que «ningún otro pueblo excede a La Habana en su arraigada y destructora intriga, excepto, acaso, algunos pueblos del interior; pero el descaro e inmoralidad de los papelistas de La Habana es capaz de imponer temor a todo hombre de bien, celoso de su honor y tranquilidad… En La Habana está tan desacreditada la fe pública, que basta que cualquier atrevido papelista se empeñe en eludir los contratos más autorizados para que queden sin efecto, pues para todo encuentran evasivas legales… En La Habana ninguno gana un pleito, pues proporcionalmente las costas son proporcionales a la gravedad del pleito y su demora tanta que muchas veces, aburridos y espantados, huyen los litigantes de sus defensores y este mal es de gran extensión».
Esta inmoralidad en los asuntos judiciales, que se extendía, desde luego, a las cuestiones administrativas, llegó a alcanzar tal grado de corrupción que cuando la dominación inglesa, el Conde de Albemarle se vio en la necesidad de publicar un bando en 4 de noviembre de 1762, a fin de reprimir tan desmoralizador y perjudicial sistema, bando en el que se declara que: «Por cuanto ha sido siempre costumbre hacer regalías muy considerables en dinero o efectos a los Señores Gobernadores de esta Isla, y sus asesores, a fin de conseguir la favorable conclusión de pleitos, etc.», ordenó Albemarle al pueblo «que esta práctica se quite absolutamente de aquí en adelante, bajo la pena de su disgusto, por ser cosa que nunca ha practicado, ni permitirá que se hagan dichas regalías por administrar justicia: su determinación es distribuirla con imparcialidad, sin favorecer al superior ni al inferior, al rico ni al pobre, pero sí despacharla con equidad y con la brevedad que admitan las leyes del país».
Fue esa medida uno de los muchos y muy saludables beneficios que a Cuba reportó el breve pero fecundo período de la dominación inglesa.
Tipo tan arraigado en la vida cubana como el picapleitos, natural es que nuestros costumbristas le dedicaran preferente atención.
Uno de los primeros que sobre el picapleitos escribió fue José Victoriano Betancourt. Una vez recibido de abogado, carrera que practicó con Anacleto Bermúdez, y abierto bufete, Betancourt satirizó las costumbres y los tipos del foro cubano de 184…
Así, en El Foro Industrial de La Habana, habla ya del amanuense o dictalógrafo en su artículo «La máquina de escribir», ya de las «Flaquezas de un abogado padre», el que según él, «presenta dos fases: una como sacerdote de la justicia y otra como multiplicador de la especie humana»; ya en «El examen de don Buitre» da a conocer sus opiniones sobre el derecho; ya, en fin, dice en «El picapleitos» que éste «posee lo que algunos ignorantes llaman la ciencia de los portales; éstos fueron su escuela; ahí bebió las perniciosas doctrinas que profesa, porque en ese lugar se fraguan las intrigas forenses, de las cuales depende las más veces el triunfo de principios jurídicos y de injustos litigios sostenidos por la prueba testifical que concibió la sabiduría del legislador para garantir la verdad de un hecho dudoso, y que se convierte en objeto de criminal especulación, que trae como consecuencia necesaria el perjurio y hace del juramento un vínculo de iniquidad».
En Los cubanos pintados por sí mismos (1852), aparece un artículo sobre el picapleitos, de Andrés López Consuegra, artículo que empieza declarando su autor que «este es un tipo que se puede decir peculiar al foro cubano». Para López Consuegra las cualidades características del picapleitos son sus vicios. Y dice que este «murciélago forense» se ha hecho inmortal por sus mismos defectos, por sus mismos desórdenes, por su inmoralidad, a la manera que un hombre cruel lo inmortalizan también sus escenas sangrientas… Picapleitos quiere decir embustero que usa de tracamandería, enredo y trampa».
Y lo define así:
«El picapleitos es la mentira encarnada, porque tiene que vivir de ella y de la candidez del prójimo; se arrastra como la culebra para introducirse en las familias, tiene astucia de la zorra, el olfato del perro, la humildad del cordero, el corazón del tigre, las garras del buitre y las piernas del galgo. Es la divinidad maléfica que Júpiter arrojó del cielo, la discordia, en fin, que se complace en arrojar la terrible manzana entre los mortales, consistiendo su mayor gloria en dejar a su cliente y al contrario, como dicen que quedó el gallo de Mórón: sin plumas y cacareando».
La escuela del picapleitos antiguo estaba para López Consuegra, como vimos indicó Betancourt, «en los portales del Gobierno, en las escribanías, en llevar la pluma a un letrado o la agencia de su estudio». Y agrega que en esa escuela aprendió la ciencia del estira y afloja, de las tretas forenses, de alargar los pleitos, de plantear excepciones delatoras y perentorias, de citar doscientos autores y sus doctrinas imaginarias, de hablar de todo menos del punto discutido de los testigos falsos y su arancel de servicios, de los letrados sin ciencia ni conciencia pero con maldad, de no soltar jamás el dinero recibido, de atizar la tea de la discordia entre las partes y éstas y los jueces, de engañar a los pobres presos y arrancarles su última peseta, de pedir para gratificar a jueces y escribanos y después quedarse con el dinero o darles una tercera parte, de romper la paz de los matrimonios.
Termina López Consuegra diciendo que «donde quiera que se ve un testamento falso, una firma suplantada, una reclamación injusta, una ruina ocasionada por un temerario litigio, el llanto del huérfano, la queja de la viuda, se puede asegurar que por allí pasó el viento mortífero del picapleitos».
No menos negra –justamente–, es la pintura que Valerio hace sus Cuadros Sociales (1865) del picapleitos de su tiempo: «Si no tiene la fuerza física de un ganapán, por lo menos tiene la fuerza de voluntad para prescindir de todos, con tal de aparecer como un deshacedor de agravios, cuando no es más que un enredador de negocios, para despojar a los incautos que se ponen en sus manos y a los que sin ponerse en sus garras no pueden escaparse de ellas».
Así eran, lector, los picapleitos de antaño. Los de hoy son peores, en astucia, en maldad, en falta de conciencia, en despreocupación moral, en habilidosos procedimientos.
Pero, de todos los picapleitos, los más malvados, los más nocivos, ayer y hoy, hoy más que ayer, son estos dos tipos: 1º, el gran abogado, con un gran bufete, ciencia vastísima, nombre consagrado, que pone todas estas fuerzas y cualidades al servicio del más desenfrenado lucro, para sí o para sus poderosos clientes, en perjuicio de los pobres y los humildes, y en perjuicio, también de la patria, de los intereses nacionales; 2º, el juez o magistrado convertido en picapleitos, utilizando triquiñuelas y argucias leguyescas para no hacer justicia y mejor servir al gobernante y al poderoso, dejando en doloroso desamparo al ciudadano que demanda protección y justicia.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Semanario Carteles
5 de abril de 1931.
Tipo tan arraigado en la vida cubana como el picapleitos, natural es que nuestros costumbristas le dedicaran preferente atención.
Es indudable que a través de todos los tiempos y casi desde los albores de la colonización, ha existido en esta Ínsula, y aún existe, viviendo y medrando a costa de sus infelices víctimas, el picapleitos, intrigante y enredador, hombre sin pudores ni conciencia, cuya única habilidad e inteligencia consisten en saberle buscar «las cosquillas a la ley», capaz de pleitear con el mismo Satanás, y de embargarle, «en pago de costas y honorarios», los cuernos a la Luna.
Cuba ha sido tierra pródiga en famosos picapleitos. Ya en 1777 y gobernando esta Isla Don Diego José Navarro, era tal la desmoralización que existía en los tribunales de justicia, que un historiador de aquella época Valdés, declara que «ningún otro pueblo excede a La Habana en su arraigada y destructora intriga, excepto, acaso, algunos pueblos del interior; pero el descaro e inmoralidad de los papelistas de La Habana es capaz de imponer temor a todo hombre de bien, celoso de su honor y tranquilidad… En La Habana está tan desacreditada la fe pública, que basta que cualquier atrevido papelista se empeñe en eludir los contratos más autorizados para que queden sin efecto, pues para todo encuentran evasivas legales… En La Habana ninguno gana un pleito, pues proporcionalmente las costas son proporcionales a la gravedad del pleito y su demora tanta que muchas veces, aburridos y espantados, huyen los litigantes de sus defensores y este mal es de gran extensión».
Esta inmoralidad en los asuntos judiciales, que se extendía, desde luego, a las cuestiones administrativas, llegó a alcanzar tal grado de corrupción que cuando la dominación inglesa, el Conde de Albemarle se vio en la necesidad de publicar un bando en 4 de noviembre de 1762, a fin de reprimir tan desmoralizador y perjudicial sistema, bando en el que se declara que: «Por cuanto ha sido siempre costumbre hacer regalías muy considerables en dinero o efectos a los Señores Gobernadores de esta Isla, y sus asesores, a fin de conseguir la favorable conclusión de pleitos, etc.», ordenó Albemarle al pueblo «que esta práctica se quite absolutamente de aquí en adelante, bajo la pena de su disgusto, por ser cosa que nunca ha practicado, ni permitirá que se hagan dichas regalías por administrar justicia: su determinación es distribuirla con imparcialidad, sin favorecer al superior ni al inferior, al rico ni al pobre, pero sí despacharla con equidad y con la brevedad que admitan las leyes del país».
Fue esa medida uno de los muchos y muy saludables beneficios que a Cuba reportó el breve pero fecundo período de la dominación inglesa.
Tipo tan arraigado en la vida cubana como el picapleitos, natural es que nuestros costumbristas le dedicaran preferente atención.
Uno de los primeros que sobre el picapleitos escribió fue José Victoriano Betancourt. Una vez recibido de abogado, carrera que practicó con Anacleto Bermúdez, y abierto bufete, Betancourt satirizó las costumbres y los tipos del foro cubano de 184…
Así, en El Foro Industrial de La Habana, habla ya del amanuense o dictalógrafo en su artículo «La máquina de escribir», ya de las «Flaquezas de un abogado padre», el que según él, «presenta dos fases: una como sacerdote de la justicia y otra como multiplicador de la especie humana»; ya en «El examen de don Buitre» da a conocer sus opiniones sobre el derecho; ya, en fin, dice en «El picapleitos» que éste «posee lo que algunos ignorantes llaman la ciencia de los portales; éstos fueron su escuela; ahí bebió las perniciosas doctrinas que profesa, porque en ese lugar se fraguan las intrigas forenses, de las cuales depende las más veces el triunfo de principios jurídicos y de injustos litigios sostenidos por la prueba testifical que concibió la sabiduría del legislador para garantir la verdad de un hecho dudoso, y que se convierte en objeto de criminal especulación, que trae como consecuencia necesaria el perjurio y hace del juramento un vínculo de iniquidad».
En Los cubanos pintados por sí mismos (1852), aparece un artículo sobre el picapleitos, de Andrés López Consuegra, artículo que empieza declarando su autor que «este es un tipo que se puede decir peculiar al foro cubano». Para López Consuegra las cualidades características del picapleitos son sus vicios. Y dice que este «murciélago forense» se ha hecho inmortal por sus mismos defectos, por sus mismos desórdenes, por su inmoralidad, a la manera que un hombre cruel lo inmortalizan también sus escenas sangrientas… Picapleitos quiere decir embustero que usa de tracamandería, enredo y trampa».
Y lo define así:
«El picapleitos es la mentira encarnada, porque tiene que vivir de ella y de la candidez del prójimo; se arrastra como la culebra para introducirse en las familias, tiene astucia de la zorra, el olfato del perro, la humildad del cordero, el corazón del tigre, las garras del buitre y las piernas del galgo. Es la divinidad maléfica que Júpiter arrojó del cielo, la discordia, en fin, que se complace en arrojar la terrible manzana entre los mortales, consistiendo su mayor gloria en dejar a su cliente y al contrario, como dicen que quedó el gallo de Mórón: sin plumas y cacareando».
La escuela del picapleitos antiguo estaba para López Consuegra, como vimos indicó Betancourt, «en los portales del Gobierno, en las escribanías, en llevar la pluma a un letrado o la agencia de su estudio». Y agrega que en esa escuela aprendió la ciencia del estira y afloja, de las tretas forenses, de alargar los pleitos, de plantear excepciones delatoras y perentorias, de citar doscientos autores y sus doctrinas imaginarias, de hablar de todo menos del punto discutido de los testigos falsos y su arancel de servicios, de los letrados sin ciencia ni conciencia pero con maldad, de no soltar jamás el dinero recibido, de atizar la tea de la discordia entre las partes y éstas y los jueces, de engañar a los pobres presos y arrancarles su última peseta, de pedir para gratificar a jueces y escribanos y después quedarse con el dinero o darles una tercera parte, de romper la paz de los matrimonios.
Termina López Consuegra diciendo que «donde quiera que se ve un testamento falso, una firma suplantada, una reclamación injusta, una ruina ocasionada por un temerario litigio, el llanto del huérfano, la queja de la viuda, se puede asegurar que por allí pasó el viento mortífero del picapleitos».
No menos negra –justamente–, es la pintura que Valerio hace sus Cuadros Sociales (1865) del picapleitos de su tiempo: «Si no tiene la fuerza física de un ganapán, por lo menos tiene la fuerza de voluntad para prescindir de todos, con tal de aparecer como un deshacedor de agravios, cuando no es más que un enredador de negocios, para despojar a los incautos que se ponen en sus manos y a los que sin ponerse en sus garras no pueden escaparse de ellas».
Así eran, lector, los picapleitos de antaño. Los de hoy son peores, en astucia, en maldad, en falta de conciencia, en despreocupación moral, en habilidosos procedimientos.
Pero, de todos los picapleitos, los más malvados, los más nocivos, ayer y hoy, hoy más que ayer, son estos dos tipos: 1º, el gran abogado, con un gran bufete, ciencia vastísima, nombre consagrado, que pone todas estas fuerzas y cualidades al servicio del más desenfrenado lucro, para sí o para sus poderosos clientes, en perjuicio de los pobres y los humildes, y en perjuicio, también de la patria, de los intereses nacionales; 2º, el juez o magistrado convertido en picapleitos, utilizando triquiñuelas y argucias leguyescas para no hacer justicia y mejor servir al gobernante y al poderoso, dejando en doloroso desamparo al ciudadano que demanda protección y justicia.
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INVENTOS DOMESTICOS CONTEMPORANEOS: DEL QUITRIN AL AUTO AERODINAMICO
Inventos domésticos contemporáneos: del quitrín al auto aerodinámico
Por: Emilio Roig de Leuchsenring.
El automóvil constituye hoy la aspiración suprema en la lucha por la vida. Se trabaja, se intriga, por llegar a poseer automóvil.
No obstante la competencia violentísima que le hacen el cine y el radio, continúa el automóvil manteniendo el cetro de la popularidad entre los más prodigiosos inventos contemporáneos.
Y no sólo el automóvil sigue siendo el más codiciado mueble o artefacto de nuestra época, sino que ha sido elegido por el ilustre pensador norteamericano Waldo Frank, como el símbolo representativo del espíritu del hombre de nuestros días, y el insigne sabio alemán conde Keyserling sostiene en su obra El mundo que nace que el tipo del chofer encarna el moderno espíritu de la muchedumbre.
Lo que ahora acontece con el automóvil, ocurrió antaño con el quitrín y los otros carruajes, sus sucesores, que heredaron las simpatías y el favor públicos de que aquél disfrutó primeramente en nuestra sociedad.
Tan fue el quitrín símbolo de su época —como hoy lo es el automóvil—, que Idelfonso Estrada y Zenea, máximo apologista de este vehículo criollísimo, en un folleto de 1880, afirma que «el quitrín es la representación genuina del carácter, de la índole, de las aspiraciones de las necesidades y de los goces cubanos», y que si el escudo de La Habana consta de tres castillos de plata y una llave de oro en campo azul, «aunque un antiguo amigo mío pretendía que el escudo de la isla debiera ser una caja de azúcar en campo de caña, yo le hubiera sustituido por un quitrín con tres caballos que por una guardarraya de palmas reales se dirige a la casa de vivienda de un ingenio, conduciendo dentro al dueño de la finca».
Como bien dice Estrada y Zenea, «las necesidades del país dieron vida al quitrín», o sea el estado intransitable de los caminos rurales y las calles urbanas, produjo forzosamente ese carruaje hecho para malos caminos, para baches, precipicios, obstáculos de toda índole, que sólo era posible salvar cómodamente en un vehículo cuya caja estuviese montada sobre sopandas de cuero en lugar de hacerlo sobre muelles, «que siempre son más duros, que están expuestos a romperse y que jamás pueden comunicar a un carruaje el movimiento lateral que producen las sopandas y el vaivén que atenúa las sacudiodas que ocasionan los baches, y que los muelles, por su propia elasticidad hacen más violentos». Completaban la armónica construcción —exclusiva para malos caminos— de los quitrines, sus largas, fuertes y flexibles barras de cimbreante majagua, y sus ruedas desmesuradamente grandes.
Esta identificación entre los malos caminos coloniales de nuestra isla y el quitrín subsistió hasta que la moda, pasando por encima de la conveniencia práctica, introdujo el uso de los coches de muelle mucho antes de que Cuba poseyera caminos transitables, que no los poseyó hasta después del cese de la dominación española. Y Estrada y Zenea protesta en 1880 de la moda entonces naciente de los coches de muelles. Su protesta está fundada en la persistencia de los largos caminos en el campo y de las calles detestables en las poblaciones. Y no vislumbra posibilidades de mejora en este sentido, pues sostiene que el quitrín «jamás podrá ser remplazado por carruaje alguno que reúna las circunstancias y las condiciones que recomendaban a aquel vehículo, desechado ya por la veleidad, la ingratitud, el imperio de la moda y quién sabe por cuántos más injustificados motivos, para darnos en su lugar los coches de muelle que hacen brincar sobre el asiento a quien los ocupa, produciendo el efecto del trampolín al hacer rebotar como una pelota a los que van dentro del carruaje. ¡Ay de la cintura!, ¡ay de los riñones!, ¡ay del hígado!, ¡ay de las pobres señoras que han abandonado el quitrín y que pasean en coche!»
La preponderancia doméstica y social del quitrín en su época queda demostrada con varios ejemplos que cita Estrada y Zenea y que sintéticamente referiré aquí.
Cuando se adquiría un quitrín nuevo, era de ritual que antes de usarlo la familia se pusiese a disposición del cura para que este lo estrenase en alguna salida del viático, de manera que fuese el santísimo su primer ocupante, con lo que el quitrín quedaba bendito y libre de todo riesgo futuro. Este talismán no siempre daba buen efecto, pues el propio cronista refiere el caso de un lujoso quitrín estrenado en esa forma, pero que tirado de un caballo demasiado fogoso, «apenas el negrito que tocaba la campanilla empezó a hacer sonar aquélla, cuando estando ya el cura dentro del carruaje y el monaguillo que lo acompañaba, espantose el caballo y partió desbocado, causando algunas averías a los transeúntes y a otros carruajes con que tropezó, habiéndose deshecho contra una esquina donde vino a parar, y en donde corrieron gran peligro de ser estropeados el señor cura y el monaguillo, los cuales se lanzaron del quitrín, no sin haber recibido algunas contusiones».
El quitrín era el complemento indispensable de todo buen médico, que si carecía de quitrín se le consideraba un vulgar matasanos. Y cuando alguna familia pudiente quería expresar su gratitud a su médico por haberle salvado la vida a cualquier familiar querido, no había otro obsequio más adecuado que un quitrín, con su pareja de alazanes y hasta con el negro calesero, puesto todo a la puerta de la casa del galeno.
Como hoy el chofer —y mañana el piloto aviador—, ayer el calesero era el toro entre la servidumbre de infelices esclavos, disfrutando de la confianza de sus amos y siendo depositario de los secretos y trapisonderías de éstos, lo que le proporcionaba un trato humano de que estaban excluido los demás esclavos, principalmente los rurales.
Los carruajes de cuatro ruedas fueron desplazando poco a poco al quitrín y a su hermano menor la volanta de alquiler. La duquesa, la victoria, el milord, el tílburi, ya tirados por un solo caballo, ya por una pareja de ellos, gozaron en La Habana de las preferencias de la gente rica, quedando relegado el quitrín al uso exclusivo de los ingenios y fincas rusticas, hasta su total desaparición.
Hoy el quitrín constituye una reliquia histórica, propia para poder exhibirse en los museos o en alguna fiesta evocadora de tiempos pretéritos.
Y el carruaje de cuatro ruedas también ha desaparecido, lo mismo el de lujo que el pesetero de alquiler, sin que se le otorgue siquiera en nuestros días, como al quitrín, valor histórico alguno, tal vez por no ser suficientemente viejo para merecer tales respetos y consideraciones.
Dueño y señor del mundo contemporáneo es el automóvil, de tal modo que bien puede afirmarse que no es el auto el que existe para utilidad y expansión de los hombres, sino que los hombres viven por y para el automóvil, ya que poseerlo constituye patente de corso para hacer y deshacer cuanto se nos antoje: sésamo ábrete que, efectivamente, abre todas las puertas, materiales y morales, en la sociedad de nuestros días. Por el automóvil, más que por la persona que lo ocupa, esta es recibida y agasajada, sin preguntársele de dónde vino y a dónde va, cómo nació y cuál es su vida. El automóvil convierte en caballero al truhán y en gran señora a cualquier picúa de conducta más o menos dudosa o escandalosa. El automóvil constituye hoy la aspiración suprema en la lucha por la vida. Se trabaja, se intriga, por llegar a poseer automóvil. Y cuando se le posee, se considera haber llegado ya, si no a la cumbre más alta de las ambiciones personales y sociales, sí a la altura no despreciable. Los otros tramos a escalar estarán simbolizados por sendas máquinas, cada una de ellas más cara, más lujosa, y por ello más representativa de poder y riqueza, que la anterior.
Por eso Waldo Frank juzga que el hombre y la familia moderna norteamericanos, y lo mismo puede aplicarse en mayor o menor grado a los hombres y las familias de todo el mundo occidental, viven por obra y gracia del automóvil y a él se encuentran esclavizados. La aspiración de unos y otras es: primero, poseer un automóvil; después ir mejorando la marca. Su categoría social la dará la marca del carro que posean. El vestir elegante, el comer bien, el gozar de casa confortable, importan poco. Todo será sacrificado al automóvil.
El conde Keyserling ve en el chofer «el tipo determinante de nuestra edad de muchedumbres, como lo fueron de otras edades el sacerdote y el caballero… La mayoría de los hombres se orienta hoy hacia el tipo del chofer… en todo el mundo se instaura entre la muchedumbre el tipo del chofer… la juventud de hoy se diferencia de los pueblos salvajes en que, en su alma, lo transferible domina sobre lo intransferible. En tal respecto, su conducta encuentra su símbolo, no en el hombre primitivo, sino en el coche mecánico. Es completamente mecánica».
La mecanolatría de la época presente nos hace aplicar a los hombres términos automovilísticos, relacionando las distintas partes del cuerpo humano con las piezas de que se compone el automóvil y juzgando también automovilísticamente el mérito, posición y categoría de los individuos, y sus sentimientos y acciones, así como los sucesos de cualquier índole que sean.
Hoy los automóviles, y por ello los hombres, singularmente los que como el cubano viven en climas tropicales, son víctimas de la moda aerodinámica en las carrocerías. Pero si antaño un carruaje precursor del aerodinamismo presente —el cupé— no logró adaptarse al criollo por lo soturno y sofocante, en cambio el automóvil aerodinámico ha conquistado rápidamente la preferencia de los cubanos, y ese tipo de carrocería antitropical ya se usa hasta… ¡en las guaguas!, aunque he leído días pasados un interesante reportaje de Octavio de la Suarée encaminado a demostrar que los ómnibus de carrocería aerodinámica, al maltratar el organismo del pasajero, están abogando por un nuevo tipo humano.
En este sentido el automóvil aerodinámico viene a representar en la vida habanera contemporánea papel análogo al de los departamentos de las casas de ídem, con la agravante de que, por reducido y bajo de techo que sea un departamento, si está situado más allá del tercer piso, desde él puede gozarse de fresco agradabilísimo y maravillosa vista, mientras que los autos aerodinámicos resultan sofocantes, no sólo dentro de las ciudades, sino también en carreteras, y desde ellos no pueden disfrutar sus ocupantes de la belleza incomparable de la campiña criolla, siendo útiles exclusivamente en tiempos de lluvia. Pero, señores, ¿llueve en Cuba todos los días y a todas horas del día? Yo confío que en un futuro próximo, pasada la moda actual, volveremos a los autos abiertos, o al menos a los convertibles, que ya empiezan a usarse y son mucho más adecuadamente propios para nuestro clima.
Y conste que no tengo auto, ni abierto ni aerodinámico ni convertible.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring.
El automóvil constituye hoy la aspiración suprema en la lucha por la vida. Se trabaja, se intriga, por llegar a poseer automóvil.
No obstante la competencia violentísima que le hacen el cine y el radio, continúa el automóvil manteniendo el cetro de la popularidad entre los más prodigiosos inventos contemporáneos.
Y no sólo el automóvil sigue siendo el más codiciado mueble o artefacto de nuestra época, sino que ha sido elegido por el ilustre pensador norteamericano Waldo Frank, como el símbolo representativo del espíritu del hombre de nuestros días, y el insigne sabio alemán conde Keyserling sostiene en su obra El mundo que nace que el tipo del chofer encarna el moderno espíritu de la muchedumbre.
Lo que ahora acontece con el automóvil, ocurrió antaño con el quitrín y los otros carruajes, sus sucesores, que heredaron las simpatías y el favor públicos de que aquél disfrutó primeramente en nuestra sociedad.
Tan fue el quitrín símbolo de su época —como hoy lo es el automóvil—, que Idelfonso Estrada y Zenea, máximo apologista de este vehículo criollísimo, en un folleto de 1880, afirma que «el quitrín es la representación genuina del carácter, de la índole, de las aspiraciones de las necesidades y de los goces cubanos», y que si el escudo de La Habana consta de tres castillos de plata y una llave de oro en campo azul, «aunque un antiguo amigo mío pretendía que el escudo de la isla debiera ser una caja de azúcar en campo de caña, yo le hubiera sustituido por un quitrín con tres caballos que por una guardarraya de palmas reales se dirige a la casa de vivienda de un ingenio, conduciendo dentro al dueño de la finca».
Como bien dice Estrada y Zenea, «las necesidades del país dieron vida al quitrín», o sea el estado intransitable de los caminos rurales y las calles urbanas, produjo forzosamente ese carruaje hecho para malos caminos, para baches, precipicios, obstáculos de toda índole, que sólo era posible salvar cómodamente en un vehículo cuya caja estuviese montada sobre sopandas de cuero en lugar de hacerlo sobre muelles, «que siempre son más duros, que están expuestos a romperse y que jamás pueden comunicar a un carruaje el movimiento lateral que producen las sopandas y el vaivén que atenúa las sacudiodas que ocasionan los baches, y que los muelles, por su propia elasticidad hacen más violentos». Completaban la armónica construcción —exclusiva para malos caminos— de los quitrines, sus largas, fuertes y flexibles barras de cimbreante majagua, y sus ruedas desmesuradamente grandes.
Esta identificación entre los malos caminos coloniales de nuestra isla y el quitrín subsistió hasta que la moda, pasando por encima de la conveniencia práctica, introdujo el uso de los coches de muelle mucho antes de que Cuba poseyera caminos transitables, que no los poseyó hasta después del cese de la dominación española. Y Estrada y Zenea protesta en 1880 de la moda entonces naciente de los coches de muelles. Su protesta está fundada en la persistencia de los largos caminos en el campo y de las calles detestables en las poblaciones. Y no vislumbra posibilidades de mejora en este sentido, pues sostiene que el quitrín «jamás podrá ser remplazado por carruaje alguno que reúna las circunstancias y las condiciones que recomendaban a aquel vehículo, desechado ya por la veleidad, la ingratitud, el imperio de la moda y quién sabe por cuántos más injustificados motivos, para darnos en su lugar los coches de muelle que hacen brincar sobre el asiento a quien los ocupa, produciendo el efecto del trampolín al hacer rebotar como una pelota a los que van dentro del carruaje. ¡Ay de la cintura!, ¡ay de los riñones!, ¡ay del hígado!, ¡ay de las pobres señoras que han abandonado el quitrín y que pasean en coche!»
La preponderancia doméstica y social del quitrín en su época queda demostrada con varios ejemplos que cita Estrada y Zenea y que sintéticamente referiré aquí.
Cuando se adquiría un quitrín nuevo, era de ritual que antes de usarlo la familia se pusiese a disposición del cura para que este lo estrenase en alguna salida del viático, de manera que fuese el santísimo su primer ocupante, con lo que el quitrín quedaba bendito y libre de todo riesgo futuro. Este talismán no siempre daba buen efecto, pues el propio cronista refiere el caso de un lujoso quitrín estrenado en esa forma, pero que tirado de un caballo demasiado fogoso, «apenas el negrito que tocaba la campanilla empezó a hacer sonar aquélla, cuando estando ya el cura dentro del carruaje y el monaguillo que lo acompañaba, espantose el caballo y partió desbocado, causando algunas averías a los transeúntes y a otros carruajes con que tropezó, habiéndose deshecho contra una esquina donde vino a parar, y en donde corrieron gran peligro de ser estropeados el señor cura y el monaguillo, los cuales se lanzaron del quitrín, no sin haber recibido algunas contusiones».
El quitrín era el complemento indispensable de todo buen médico, que si carecía de quitrín se le consideraba un vulgar matasanos. Y cuando alguna familia pudiente quería expresar su gratitud a su médico por haberle salvado la vida a cualquier familiar querido, no había otro obsequio más adecuado que un quitrín, con su pareja de alazanes y hasta con el negro calesero, puesto todo a la puerta de la casa del galeno.
Como hoy el chofer —y mañana el piloto aviador—, ayer el calesero era el toro entre la servidumbre de infelices esclavos, disfrutando de la confianza de sus amos y siendo depositario de los secretos y trapisonderías de éstos, lo que le proporcionaba un trato humano de que estaban excluido los demás esclavos, principalmente los rurales.
Los carruajes de cuatro ruedas fueron desplazando poco a poco al quitrín y a su hermano menor la volanta de alquiler. La duquesa, la victoria, el milord, el tílburi, ya tirados por un solo caballo, ya por una pareja de ellos, gozaron en La Habana de las preferencias de la gente rica, quedando relegado el quitrín al uso exclusivo de los ingenios y fincas rusticas, hasta su total desaparición.
Hoy el quitrín constituye una reliquia histórica, propia para poder exhibirse en los museos o en alguna fiesta evocadora de tiempos pretéritos.
Y el carruaje de cuatro ruedas también ha desaparecido, lo mismo el de lujo que el pesetero de alquiler, sin que se le otorgue siquiera en nuestros días, como al quitrín, valor histórico alguno, tal vez por no ser suficientemente viejo para merecer tales respetos y consideraciones.
Dueño y señor del mundo contemporáneo es el automóvil, de tal modo que bien puede afirmarse que no es el auto el que existe para utilidad y expansión de los hombres, sino que los hombres viven por y para el automóvil, ya que poseerlo constituye patente de corso para hacer y deshacer cuanto se nos antoje: sésamo ábrete que, efectivamente, abre todas las puertas, materiales y morales, en la sociedad de nuestros días. Por el automóvil, más que por la persona que lo ocupa, esta es recibida y agasajada, sin preguntársele de dónde vino y a dónde va, cómo nació y cuál es su vida. El automóvil convierte en caballero al truhán y en gran señora a cualquier picúa de conducta más o menos dudosa o escandalosa. El automóvil constituye hoy la aspiración suprema en la lucha por la vida. Se trabaja, se intriga, por llegar a poseer automóvil. Y cuando se le posee, se considera haber llegado ya, si no a la cumbre más alta de las ambiciones personales y sociales, sí a la altura no despreciable. Los otros tramos a escalar estarán simbolizados por sendas máquinas, cada una de ellas más cara, más lujosa, y por ello más representativa de poder y riqueza, que la anterior.
Por eso Waldo Frank juzga que el hombre y la familia moderna norteamericanos, y lo mismo puede aplicarse en mayor o menor grado a los hombres y las familias de todo el mundo occidental, viven por obra y gracia del automóvil y a él se encuentran esclavizados. La aspiración de unos y otras es: primero, poseer un automóvil; después ir mejorando la marca. Su categoría social la dará la marca del carro que posean. El vestir elegante, el comer bien, el gozar de casa confortable, importan poco. Todo será sacrificado al automóvil.
El conde Keyserling ve en el chofer «el tipo determinante de nuestra edad de muchedumbres, como lo fueron de otras edades el sacerdote y el caballero… La mayoría de los hombres se orienta hoy hacia el tipo del chofer… en todo el mundo se instaura entre la muchedumbre el tipo del chofer… la juventud de hoy se diferencia de los pueblos salvajes en que, en su alma, lo transferible domina sobre lo intransferible. En tal respecto, su conducta encuentra su símbolo, no en el hombre primitivo, sino en el coche mecánico. Es completamente mecánica».
La mecanolatría de la época presente nos hace aplicar a los hombres términos automovilísticos, relacionando las distintas partes del cuerpo humano con las piezas de que se compone el automóvil y juzgando también automovilísticamente el mérito, posición y categoría de los individuos, y sus sentimientos y acciones, así como los sucesos de cualquier índole que sean.
Hoy los automóviles, y por ello los hombres, singularmente los que como el cubano viven en climas tropicales, son víctimas de la moda aerodinámica en las carrocerías. Pero si antaño un carruaje precursor del aerodinamismo presente —el cupé— no logró adaptarse al criollo por lo soturno y sofocante, en cambio el automóvil aerodinámico ha conquistado rápidamente la preferencia de los cubanos, y ese tipo de carrocería antitropical ya se usa hasta… ¡en las guaguas!, aunque he leído días pasados un interesante reportaje de Octavio de la Suarée encaminado a demostrar que los ómnibus de carrocería aerodinámica, al maltratar el organismo del pasajero, están abogando por un nuevo tipo humano.
En este sentido el automóvil aerodinámico viene a representar en la vida habanera contemporánea papel análogo al de los departamentos de las casas de ídem, con la agravante de que, por reducido y bajo de techo que sea un departamento, si está situado más allá del tercer piso, desde él puede gozarse de fresco agradabilísimo y maravillosa vista, mientras que los autos aerodinámicos resultan sofocantes, no sólo dentro de las ciudades, sino también en carreteras, y desde ellos no pueden disfrutar sus ocupantes de la belleza incomparable de la campiña criolla, siendo útiles exclusivamente en tiempos de lluvia. Pero, señores, ¿llueve en Cuba todos los días y a todas horas del día? Yo confío que en un futuro próximo, pasada la moda actual, volveremos a los autos abiertos, o al menos a los convertibles, que ya empiezan a usarse y son mucho más adecuadamente propios para nuestro clima.
Y conste que no tengo auto, ni abierto ni aerodinámico ni convertible.
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WALKER ELECTRIC LOS PRIMEROS CARROS QUE CIRCULARON EN LA HABANA: CIRCA 1905
Walker Electric. Los primeros carros que cirucularon en la Habana. 1905.
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MOMENTO REPRESENTATIVO QUE MARCA EL INICIO DE LA MODERNIDAD EN CUBA
Al final de la Guerra de Independencia en 1898 Cuba entraba de lleno en la era moderna. Con la ocupación militar de los Estados Unidos, los cubanos comienzan a vincular todo lo norteamericano con el progreso, con la modernidad y lo español con lo anticuado, lo obsoleto y lo colonial. Entre 1898 y 1902 se introduce la bicicleta en Cuba, las mujeres comienzan a practicar deportes, los cubanos exiliados graduados de universidades norteamericanas retornan a su país con conocimientos de la cultura empresarial y la productividad norteamericana. De pronto saber Inglés se convierte en requisito en muchos sectores de la recien naciente republica cubana. Con la llegada del siglo XX, el cambio y la modernidad se asoman en nuestro pais repentina y bruscamente. Se produce una transición entre principios de siglo y la decada de los 1920s y poco a poco el cubano comienza a sentir orgullo de sus logros materiales (la introduccion del Ford Modelo T (Fotingo), la llegada de la radio, la aviacion hasta la era de la television en los 1950s).
Saludos cordiales,
El Compañero.
P.D. Esta foto muestra un momento clave del inicio de la era moderna en Cuba, de la transicion entre colonia y Republica
Bajando la Estatua de Isabel II en el Parque Central. Las revistas Cuba y América y El Fígaro hicieron encuestas para determinar qué prócer debía remplazar con su estatua la de la reina Española y el resultado fue que el pueblo eligio a José Martí en primer lugar y a la Estatua de la Libertad en segundo lugar.
Por un periodo breve de tiempo el lugar estuvo ocupado por la 'Estatua de la Libertad' hasta que se remplazó por la estatua de Martí.
Saludos cordiales,
El Compañero.
P.D. Esta foto muestra un momento clave del inicio de la era moderna en Cuba, de la transicion entre colonia y Republica
Bajando la Estatua de Isabel II en el Parque Central. Las revistas Cuba y América y El Fígaro hicieron encuestas para determinar qué prócer debía remplazar con su estatua la de la reina Española y el resultado fue que el pueblo eligio a José Martí en primer lugar y a la Estatua de la Libertad en segundo lugar.
Por un periodo breve de tiempo el lugar estuvo ocupado por la 'Estatua de la Libertad' hasta que se remplazó por la estatua de Martí.
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INVENTOS DOMESTICOS CONTEMPORANEOS: EL RADIO TATARANIETO DE LA CAJITA DE MUSICA
Inventos domésticos contemporáneos: el radio, tataranieto de la cajita de música...
Por: Emilio Roig de Leuchsenring.
Y un buen día se presentó el radio, dueño y señor, hoy, de la vida, la hacienda y la tranquilidad y el reposo de todos los moradores del orbe, pero de manera singular de los criollos y extranjeros que habitan y visitan esta hermosa ínsula.
Conservo como curiosas e interesantes reliquias de mis antepasados una cajita de música mecánica y un reloj despertador que en vez del timbre de alarma anuncia la hora indicada con una pieza musical.
Fueron esos dos instrumentos los precursores de los modernísimos radios de onda corta, el más prodigioso y popularizado de los inventos domésticos contemporáneos.
La primera de aquellas es una caja rectangular, de madera, de cerca de cinco pulgadas de alto por trece de largo y seis y media de ancho, en cuyo interior va un cilindro cubierto de finísimas puntitas de acero, que al girar mediante cuerda dada a mano, pone en movimiento los dientes de una lámina colocada en la parte inferior, produciéndose entonces las notas de las varias piezas musicales que constituyen el repertorio de la cajita. Esta que poseo es de fabricación francesa. Las he visto en forma de pequeños cofres o de pianos de cola en miniatura y en otros muy variados estilos. Hasta hace unos cuantos años estas cajitas de música eran totalmente desconocidas de la generación presente, pues en muy pocas casas se había tenido el cuidado de guardarlas, desplazadas violentamente por otros modernos instrumentos musicales como el fonógrafo y el radio; pero el cine se ha encargado últimamente de resucitarlas en numerosas películas, cuya trama se desenvuelve en épocas pretéritas.
No se si por mis años o por mi torpeza musical —bastante acentuada— o por ambas causas escucho con mayor placer y emoción las seis piezas de mi vieja cajita de música que todo el repertorio estridente y desconcertante de las mil y una estaciones de radio que posee nuestra radiofónica capital.
El reloj es de fabricación alemana y, a pesar de su muy avanzada edad, funciona admirablemente. Varias ruedas dentadas mueven, a la hora que marquemos, el cilindro de la diminuta cajita musical que contiene, encerrada en su base.
Si toda casa habanera de los tiempos coloniales poseía su cajita de música, no faltaba, desde luego, el piano de cola, situado en un rincón de la amplísima sala. El piano era entonces el complemento obligado en la educación de las niñas bien, que recibían diariamente las lecciones, a domicilio, de algún profesor o profesora. Y si hoy claman los vecinos y visitantes de esta capital contra el ruido ensordecedor que de día y de noche ocasionan los radios del noventa por ciento de las casas de La Habana, antaño eran también atormentados por la insoportable musiquita —tan monótona como desesperante— de las jóvenes pianistas que ensayaban la lección de solfeo o hacían esfuerzos heroicos por ejecutar las piezas que se estaban «aprendiendo de memoria», para tocarlas la próxima semana en el «día de recibo» de la familia.
Ya que me he referido a los pianos de cola se me ocurre someter a la consideración de nuestros investigadores históricos el estudio del siguiente problema:
¿Tenían las casas habaneras antiguas enorme sala para que en ella cupiera el inevitable piano de cola; o éstos existieron para servir de adorno a aquéllas y llenar, aunque no fuese más que alguno de sus vastísimos rincones?
Tanto más trascendentes resultan esos problemas que acabo de plantear si tenemos en cuenta que la sustitución de los pianos de cola por pianos verticales coincide históricamente con la decadencia de las salas enormes y el inicio de la construcción de salas —mejor dicho, salitas— de reducidas dimensiones.
A estas salitas se adapta admirablemente el piano vertical, pues puede ser colocado junto a la pared, en cualquier testero, ocupando limitadísimo espacio, no mayor que el de un sofá o una consola.
Piano de cola y piano vertical constituían el adorno indispensable de toda casa de familia que depreciase de distinguida y acomodada, a tal extremo que podía graduarse el valor social o económico de una familia por la posesión o carencia de piano.
—¡Mira si Fulano está bien de fortuna que acaba de comprar un piano!— solía exclamarse cuando amigos o conocidos chismeaban sobre alguna familia de la vecindad, como resultado de la última visita o de lo que habían podido rascabuchear a través de las persianas al pasar frente a la casa.
Y cuando se venía a meno y era necesario reducirse para cubrir el déficit familiar, lo último que se enajenaba era el piano, pues mientras éste era conservado la familia continuaba aparentando gozar de buena posición.
Y surgió el reinado de las pianolas, al perfeccionarse el aprovechamiento doméstico y urbano de la electricidad. Si nuestras calles y plazas fueron escenarios de la competencia mantenida entre el mechero de gas y el bombillo eléctrico, y la electricidad se introdujo en las casas, desplazando, igualmente, al gas, en los hogares se desarrolló otra contienda: la del piano frente a la pianola. La Habana se pobló de pianolas.
Ya el poseer el piano era cosa corriente y vulgar. ¡Quien no tenía un piano! Lo distinguido ahora fue adquirir una pianola. Y para que vecinos y transeúntes se enteraran suficientemente de que una familia había podido darse el lujo —la lija— que diríamos hoy, de comprar una espléndida pianola eléctrica, ésta era colocada en el rincón de la sala más inmediato a alguna de las ventanas que daban a la calle. Y abiertas aquéllas de par en par, durante la tarde o la noche, la señora o la niña de la casa se lucían de lo lindo haciendo funcionar durante horas y horas —más para satisfacción de la propia vanidad que para deleite musical— la magnífica pianola, «que les había costado un dineral».
Pero el imperio de la pianola fue bien efímero, contribuyendo, sin duda, a ello, su alto costo, que no podía resistir la competencia que con su bajo precio relativo le hicieran sus contemporáneos musicales el fonógrafo y la grafonola.
Aún recordarán mis colegas en valetudinez aquellos primeros fonógrafos que se instalaron en diversos lugares de La Habana para que el público pudiese disfrutar, por un real, o por una peseta, las primicias de este prodigioso invento. Aún las bocinas no se habían puesto en uso para escuchar la música fonográfica, sino que era necesario aplicarse a los oídos la extremidad de caucho de unos largos tubos de goma, no muy diferentes a los que se emplean en otros menesteres personales que no guardan ninguna relación con la música. Y así parecían los oyentes encontrarse presos en los largos y delgados tentáculos o patas de ese pulpo o araña maravilloso que produce música en su vientre de madera y metal.
Perfeccionando el fonógrafo, se introdujo en los hogares, y al adoptar la bocina, los oyentes lograron cortar el cordón umbilical antes que antes los unía forzosamente a aquél. Los tubos fueron sustituidos por los discos, y el fonógrafo, convertido en grafonola, ocupó el sitio del mueble de lujo que en épocas anteriores habían usufructuado en nuestros hogares el piano y la pianola. Surgieron los coleccionistas de discos, verdaderos dilettanti de estos nuevos instrumentos de reproducción musical, llegándose a invertir verdaderas fortunas en esas colecciones de discos: espléndidos y amplísimos repertorios de óperas, canciones, operetas y otros géneros musicales; colecciones que aún conservan con orgullo en nuestra capital algunos de esos virtuosos grafonólicos.
Y un buen día se presentó el radio, dueño y señor, hoy, de la vida, la hacienda y la tranquilidad y el reposo de todos los moradores del orbe, pero de manera singular de los criollos y extranjeros que habitan y visitan esta hermosa ínsula.
El radio en muy poco tiempo ha acabado con todos los instrumentos musicales habidos y por haber. Los pianos, avergonzados y maltrechos, hacen todo lo posible por no dar señales de su presencia en aquellas casas que aún poseen alguno, temerosos de ser lanzados a la calle apenas se les descubra. Ya hoy el radio, al alcance de todas las fortunas y hasta de todos los sin fortuna, pequeño y bonito o grande y lujoso, es el objeto doméstico superindispensable, lo mismo en el misérrimo cuartucho de un solar o una ciudadela que en la más rica mansión del más rimbombante de nuestros nada filantrópicos millonarios. Sirve, igualmente, para oír buena que mala música; buenas que malas palabras; elogios que injurias; noticias trascendentales que felicitaciones por santos y cumpleaños a personas totalmente desconocidas; dramas que dramones; bella prosa que faltas de sintaxis, prosodia y hasta ortografía…
Se me olvidaba lo más importante: el ruido, el ruido desbordante, estrepitoso, ensordecedor que los radios producen en todas las ciudades, villas y pueblos de nuestra República.
Pero, si queremos ser justos y equitativos, no son los radios sino los radioyentes los culpables de los ruidos molestos e innecesarios que los radios ocasionan, como no eran antaño los pianos y las pianolas los responsables de las latas musicales con que a diario torturaban los oídos de los vecinos y visitantes de esta capital.
Por: Emilio Roig de Leuchsenring.
Y un buen día se presentó el radio, dueño y señor, hoy, de la vida, la hacienda y la tranquilidad y el reposo de todos los moradores del orbe, pero de manera singular de los criollos y extranjeros que habitan y visitan esta hermosa ínsula.
Conservo como curiosas e interesantes reliquias de mis antepasados una cajita de música mecánica y un reloj despertador que en vez del timbre de alarma anuncia la hora indicada con una pieza musical.
Fueron esos dos instrumentos los precursores de los modernísimos radios de onda corta, el más prodigioso y popularizado de los inventos domésticos contemporáneos.
La primera de aquellas es una caja rectangular, de madera, de cerca de cinco pulgadas de alto por trece de largo y seis y media de ancho, en cuyo interior va un cilindro cubierto de finísimas puntitas de acero, que al girar mediante cuerda dada a mano, pone en movimiento los dientes de una lámina colocada en la parte inferior, produciéndose entonces las notas de las varias piezas musicales que constituyen el repertorio de la cajita. Esta que poseo es de fabricación francesa. Las he visto en forma de pequeños cofres o de pianos de cola en miniatura y en otros muy variados estilos. Hasta hace unos cuantos años estas cajitas de música eran totalmente desconocidas de la generación presente, pues en muy pocas casas se había tenido el cuidado de guardarlas, desplazadas violentamente por otros modernos instrumentos musicales como el fonógrafo y el radio; pero el cine se ha encargado últimamente de resucitarlas en numerosas películas, cuya trama se desenvuelve en épocas pretéritas.
No se si por mis años o por mi torpeza musical —bastante acentuada— o por ambas causas escucho con mayor placer y emoción las seis piezas de mi vieja cajita de música que todo el repertorio estridente y desconcertante de las mil y una estaciones de radio que posee nuestra radiofónica capital.
El reloj es de fabricación alemana y, a pesar de su muy avanzada edad, funciona admirablemente. Varias ruedas dentadas mueven, a la hora que marquemos, el cilindro de la diminuta cajita musical que contiene, encerrada en su base.
Si toda casa habanera de los tiempos coloniales poseía su cajita de música, no faltaba, desde luego, el piano de cola, situado en un rincón de la amplísima sala. El piano era entonces el complemento obligado en la educación de las niñas bien, que recibían diariamente las lecciones, a domicilio, de algún profesor o profesora. Y si hoy claman los vecinos y visitantes de esta capital contra el ruido ensordecedor que de día y de noche ocasionan los radios del noventa por ciento de las casas de La Habana, antaño eran también atormentados por la insoportable musiquita —tan monótona como desesperante— de las jóvenes pianistas que ensayaban la lección de solfeo o hacían esfuerzos heroicos por ejecutar las piezas que se estaban «aprendiendo de memoria», para tocarlas la próxima semana en el «día de recibo» de la familia.
Ya que me he referido a los pianos de cola se me ocurre someter a la consideración de nuestros investigadores históricos el estudio del siguiente problema:
¿Tenían las casas habaneras antiguas enorme sala para que en ella cupiera el inevitable piano de cola; o éstos existieron para servir de adorno a aquéllas y llenar, aunque no fuese más que alguno de sus vastísimos rincones?
Tanto más trascendentes resultan esos problemas que acabo de plantear si tenemos en cuenta que la sustitución de los pianos de cola por pianos verticales coincide históricamente con la decadencia de las salas enormes y el inicio de la construcción de salas —mejor dicho, salitas— de reducidas dimensiones.
A estas salitas se adapta admirablemente el piano vertical, pues puede ser colocado junto a la pared, en cualquier testero, ocupando limitadísimo espacio, no mayor que el de un sofá o una consola.
Piano de cola y piano vertical constituían el adorno indispensable de toda casa de familia que depreciase de distinguida y acomodada, a tal extremo que podía graduarse el valor social o económico de una familia por la posesión o carencia de piano.
—¡Mira si Fulano está bien de fortuna que acaba de comprar un piano!— solía exclamarse cuando amigos o conocidos chismeaban sobre alguna familia de la vecindad, como resultado de la última visita o de lo que habían podido rascabuchear a través de las persianas al pasar frente a la casa.
Y cuando se venía a meno y era necesario reducirse para cubrir el déficit familiar, lo último que se enajenaba era el piano, pues mientras éste era conservado la familia continuaba aparentando gozar de buena posición.
Y surgió el reinado de las pianolas, al perfeccionarse el aprovechamiento doméstico y urbano de la electricidad. Si nuestras calles y plazas fueron escenarios de la competencia mantenida entre el mechero de gas y el bombillo eléctrico, y la electricidad se introdujo en las casas, desplazando, igualmente, al gas, en los hogares se desarrolló otra contienda: la del piano frente a la pianola. La Habana se pobló de pianolas.
Ya el poseer el piano era cosa corriente y vulgar. ¡Quien no tenía un piano! Lo distinguido ahora fue adquirir una pianola. Y para que vecinos y transeúntes se enteraran suficientemente de que una familia había podido darse el lujo —la lija— que diríamos hoy, de comprar una espléndida pianola eléctrica, ésta era colocada en el rincón de la sala más inmediato a alguna de las ventanas que daban a la calle. Y abiertas aquéllas de par en par, durante la tarde o la noche, la señora o la niña de la casa se lucían de lo lindo haciendo funcionar durante horas y horas —más para satisfacción de la propia vanidad que para deleite musical— la magnífica pianola, «que les había costado un dineral».
Pero el imperio de la pianola fue bien efímero, contribuyendo, sin duda, a ello, su alto costo, que no podía resistir la competencia que con su bajo precio relativo le hicieran sus contemporáneos musicales el fonógrafo y la grafonola.
Aún recordarán mis colegas en valetudinez aquellos primeros fonógrafos que se instalaron en diversos lugares de La Habana para que el público pudiese disfrutar, por un real, o por una peseta, las primicias de este prodigioso invento. Aún las bocinas no se habían puesto en uso para escuchar la música fonográfica, sino que era necesario aplicarse a los oídos la extremidad de caucho de unos largos tubos de goma, no muy diferentes a los que se emplean en otros menesteres personales que no guardan ninguna relación con la música. Y así parecían los oyentes encontrarse presos en los largos y delgados tentáculos o patas de ese pulpo o araña maravilloso que produce música en su vientre de madera y metal.
Perfeccionando el fonógrafo, se introdujo en los hogares, y al adoptar la bocina, los oyentes lograron cortar el cordón umbilical antes que antes los unía forzosamente a aquél. Los tubos fueron sustituidos por los discos, y el fonógrafo, convertido en grafonola, ocupó el sitio del mueble de lujo que en épocas anteriores habían usufructuado en nuestros hogares el piano y la pianola. Surgieron los coleccionistas de discos, verdaderos dilettanti de estos nuevos instrumentos de reproducción musical, llegándose a invertir verdaderas fortunas en esas colecciones de discos: espléndidos y amplísimos repertorios de óperas, canciones, operetas y otros géneros musicales; colecciones que aún conservan con orgullo en nuestra capital algunos de esos virtuosos grafonólicos.
Y un buen día se presentó el radio, dueño y señor, hoy, de la vida, la hacienda y la tranquilidad y el reposo de todos los moradores del orbe, pero de manera singular de los criollos y extranjeros que habitan y visitan esta hermosa ínsula.
El radio en muy poco tiempo ha acabado con todos los instrumentos musicales habidos y por haber. Los pianos, avergonzados y maltrechos, hacen todo lo posible por no dar señales de su presencia en aquellas casas que aún poseen alguno, temerosos de ser lanzados a la calle apenas se les descubra. Ya hoy el radio, al alcance de todas las fortunas y hasta de todos los sin fortuna, pequeño y bonito o grande y lujoso, es el objeto doméstico superindispensable, lo mismo en el misérrimo cuartucho de un solar o una ciudadela que en la más rica mansión del más rimbombante de nuestros nada filantrópicos millonarios. Sirve, igualmente, para oír buena que mala música; buenas que malas palabras; elogios que injurias; noticias trascendentales que felicitaciones por santos y cumpleaños a personas totalmente desconocidas; dramas que dramones; bella prosa que faltas de sintaxis, prosodia y hasta ortografía…
Se me olvidaba lo más importante: el ruido, el ruido desbordante, estrepitoso, ensordecedor que los radios producen en todas las ciudades, villas y pueblos de nuestra República.
Pero, si queremos ser justos y equitativos, no son los radios sino los radioyentes los culpables de los ruidos molestos e innecesarios que los radios ocasionan, como no eran antaño los pianos y las pianolas los responsables de las latas musicales con que a diario torturaban los oídos de los vecinos y visitantes de esta capital.
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EL DEPORTE: RASGO CARACTERISTICO DE LA MODERNIDAD: INFLUENCIA DE LOS NORTEAMERICANOS EN CUBA
El deporte ¿medio o fin?
Por: Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad
El que practica el deporte en esa forma exagerada, vive para el deporte, y para el deporte viven también los fieles que lo tienen como a religión, y como a dioses a los ases del deporte.
ImageUno de los rasgos característicos de la vida moderna en el mundo occidental es el culto exagerado a los deportes. Ese auge extraordinario alcanzado hoy por el deportismo se debe a Norteamérica, principalmente.
Waldo Frank considera el deporte como una de «las prácticas y cultos pretensiosos en que se manifiesta el hecho del poderío», poderío que tiene su reino en Norteamérica, su templo en el rascacielos, su ídolo familiar en la máquina. Frank ve en el deporte «una combinación del culto a la máquina y al éxito», que para el yanqui no es sino «un ejercicio de poderío visible ante el mundo». Juzga que el atletismo americano, considerado «como un culto, está vacío interiormente» y «no es practicado por el placer del ejercicio, ni por el provecho físico, ni como servicio a un dios físico… no tiene relación alguna con la gimnástica griega, ni con la danza coribántica ni con el juego inglés». Y termina su crítica afirmando que «para el hombre de deporte el fin es la notoriedad y el dinero para el público es la emoción de la perfección mecánica, la fuerza, el culto al héroe, el poderío».
¿Qué beneficios ha proporcionado a la sociedad moderna ese culto a los deportes?
¿Beneficios o males? Porque es muy discutida la bondad de los deportes, tal y como hoy se practican, en lo que a la salud física del individuo se refiere, y se niega también por completo su eficacia para el hombre como ser racional y como ciudadano, y por lo tanto se afirma la perniciosa influencia que el culto exagerado al deporte ocasiona en la vida de la colectividad.
Marañón no oculta su antipatía por los actuales entusiasmos deportivos, y aunque reconoce la utilidad higiénica de los deportes, expresa que «habría mucho que hablar sobre los desastres que los excesos de ejercicio físico pueden acarrear a los organismos juveniles», agregando que su «experiencia de médico podrá suministrar frecuentes observaciones para su demostración».
Pero la más perniciosa influencia del deporte tal como hoy se practica, es la que éste ejerce en la mentalidad de la juventud, porque, según el maestro español, «acaba por ocupar e1 puesto del trabajo de una manera capciosa e infinitamente dañina para el varón que se está formando».
Se ha convertido en nuestra época el deporte en fin y no en medio. El que practica el deporte en esa forma exagerada, vive para el deporte, y para el deporte viven también los fieles que lo tienen como a religión, y como a dioses a los ases del deporte.
No se practica el deporte como regla higiénica, como medio para conservar la salud y mejorarla, y teniendo el cuerpo sano facilitar que la mente esté sana también, despierta y preparada para el robustecimiento de la personalidad y el ejercicio de todas las funciones-derechos y deberes ciudadanas.
Se practica el deporte, por el deporte mismo. Trabajo, familia, Estado, son cosas accesorias, supeditadas al deporte.
La fiebre deportista moderna destruye al ciudadano, destruye por tanto al Estado, convierte al pueblo en rebaño. ¿Qué importa al deportista un mal gobierno, .un régimen despótico, carencia de libertad individual y política, si no se le coartan sus derechos deportivos, si él o su team vencen en alguna justa atlética, o baten un record, o si puede asistir, o seguir por radio o por cable, el campeonato de base ball, foot ball, tennis, o el match de boxeo? ¿Qué le importa que se prohíban las reuniones políticas si se permiten las fiestas deportivas? Y no habiendo censura para las páginas de deportes, la libertad de la prensa la considera suficientemente garantida.
Educación y cultura, han sufrido notoriamente con los deportes. Hoy en colegios, institutos, universidades, los padres se preocupan no de averiguar cómo se enseña y qué competencia tienen los profesores, sino les basta para reconocer que un centro docente es bueno la bondad de sus campos de deportes, la calidad de los profesores y codchers, el número de copas que guarda en sus vitrinas, como demostraciones elocuentes de victorias atléticas conquistadas. Y los muchachos se enorgullecen no de haber estudiado en tal colegio, instituto o universidad, sino de haber pertenecido a alguno de sus clubs; no de ser alumno eminente, sino campeón.
En el orden cultural el deporte es la antítesis de la cultura. El deportista no lee más que las páginas de deportes de diarios y revistas y alguno que otro libro sobre la vida anecdótica de los ases del atletismo.
Hasta en el orden sexual el deportismo moderno es pernicioso. Hay que conservar la vitalidad para el deporte y no perder en frivolidades amorosas el tiempo siempre corto para el entrenamiento atlético. El deportismo crea también, a expensas de la masculinidad –que es virilidad y hombría– el culto por las buenas formas atléticas. Eso en el hombre, y en la mujer, por el contrario, el deportismo exagerado masculiniza su belleza femenina. Reciente está el caso de una campeona que se hizo extirpar ambos senos por un cirujano porque le estorbaban para el mejor ejercicio de su atletismo.
En la juventud, que es la que más culto rinde –practicándolo o interesándose por él – al deporte, su influencia nociva se nota, como ya indicamos, superlativamente, en el abandono que el joven hace de sus deberes y derechos ciudadanos, en la despreocupación y desinterés que muestra por los problemas nacionales, en la repulsión de que hace alarde por cuanto se refiera a la política de su país.
Estas dejaciones ciudadanas de la juventud fomentan y mantienen el acaparamiento de los puestos públicos por los ineptos y los inmorales, por los politicastros, y sustrae a la vida nacional una de sus más poderosas y ricas energías, indispensable para que las sociedades progresen. ¿Cómo van a lograrlo éstas si la despreocupación política de los jóvenes las priva de su rebeldía, base de su renovación constante, indispensable, para no estancarse y perecer y para vivir hoy y forjar el mañana?
Queremos terminar este ligero esbozo que hemos hecho de lo que significa y representa ese culto al deporte, característico de nuestra época, y de la nociva influencia que ejerce en la vida social contemporánea, con las siguientes palabras de Gregorio Marañón, porque en ellas quedan fijados y determinados perfectamente nuestro pensamiento y nuestra actitud anti deportista: «Claro está que todo es cuestión de medida. Un deporte prudente, es favorable incluso para esa misma disciplina que impone siempre que no deforme la personalidad del mozo. Al condenarle, me refiero al sport como objetivo principal de la vida, tal como hoy está extendido en la juventud de las naciones civilizadas».
Combatimos el deporte como fin, no como medio de formar hombres –y mujeres– ciudadanos, todos, conscientes, interesados en su propio bienestar y en el bienestar de la patria.
Última edición por El Compañero el Sáb Ago 02, 2008 5:18 am, editado 1 vez
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PASEO DEL PRADO: 1900S-1940S
Amigos, analicemos la calle Prado y veamos su evolución urbanistica en apenas 4 décadas, eso nos dará una idea del rapido progreso de la modernidad en Cuba.
Saludos cordiales,
El Compa.
Paseo del Prado alrededor de 1900
Paseo del Prado. 1920s
Prado y Neptuno 1920s.
Prado en los 1940s
Saludos cordiales,
El Compa.
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LA CALLE MALECON:1900S-1950S
La calle Malecón es otro testimonio urbanistico de la modernidad y el progreso. Noteces el progreso automovilistico en Cuba.
La Calle Malecon a principios del siglo XX. Entrada de un Crucero a la Bahia de la Habana
Malecon en 1910.
Malecon en los 1940s
Los Carnavales Habaneros en Malecon a principio de los 1950s
Malecon a finales de los 1950s
La Calle Malecon a principios del siglo XX. Entrada de un Crucero a la Bahia de la Habana
Malecon en 1910.
Malecon en los 1940s
Los Carnavales Habaneros en Malecon a principio de los 1950s
Malecon a finales de los 1950s
Última edición por El Compañero el Sáb Ago 02, 2008 6:27 am, editado 1 vez
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LA CALLE 23: MIDINDO SU PROGRESO MEDIANTE EL TESTIMONIO FOTOGRAFICO
La calle 23 en 1927
23 y Malecon en 1946. Noten que aun no hay construido Ambar Motors/Luego Ministerio de Comercio Exterior y que aun estan ausentes la mayoria de edificios que luego se construyeron en los 1950s en la Rampa.
23 desde I hasta Malecon. 1950s. Ya conformado por todos los edificios que sobreviven (algunos) hoy dia.
23 y Malecon. 1950s. Quitando las lineas del tranvia.
23 y L. 1950s. Noten el sistema de Transporte Publico: En la foto se ve una guagua tras otra en linea continua.
23 y Malecon en 1946. Noten que aun no hay construido Ambar Motors/Luego Ministerio de Comercio Exterior y que aun estan ausentes la mayoria de edificios que luego se construyeron en los 1950s en la Rampa.
23 desde I hasta Malecon. 1950s. Ya conformado por todos los edificios que sobreviven (algunos) hoy dia.
23 y Malecon. 1950s. Quitando las lineas del tranvia.
23 y L. 1950s. Noten el sistema de Transporte Publico: En la foto se ve una guagua tras otra en linea continua.
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