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UN PAIS BAJO TIERRA

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Mensaje por El Compañero Jue Nov 27, 2008 8:48 am

Un país bajo tierra

Los vendedores ambulantes y el mercado negro son la respuesta inmediata a una vida de prohibiciones y apartheid.

Luis Felipe Rojas, Holguín | 26/11/2008
Cubaencuentro

UN PAIS BAJO TIERRA Vendedora-de-flores-en-la-habana-el-6-de-septiembre-de-2007-ap_halfblock
Vendedora de flores en La Habana, el 6 de septiembre de 2007. (AP)

Son un grupo de hombres y mujeres dedicados al trasiego de mercancías, a servir con su vida en cualquier sector comercial subterráneo que los libere de las férreas ataduras de la vida oficial.

Un grupo de ellos lleva más de veinte años acarreando pastas alimenticias, caramelos, garbanzos, galletas dulces y mil golosinas más que no aparecen en otros pueblecitos del oriente de la Isla. Se encaraman en los pestilentes vagones de tren desde Santiago de Cuba y empiezan a bajarse en San Germán y Cacocum, en Holguín; Omaja y Bartle, pasando por Las Tunas, y llegan hasta Palo Seco, para penetrar en las despeinadas llanuras de Camagüey.

No son belicosos, como muchos piensan, sino alegres, parlanchines y de tono alto al hablar, como todo santiaguero que se respete. Miles de los universitarios que estudiaron en la Universidad de Oriente y los vieron durante el lustro de estudios pueden dar fe de ello.

De ningún modo son gente privativa de esta zona del país. Los hay en Sancti Spíritus, Matanzas y Pinar del Río. Pero, ¿qué hace que este pequeño ejército de hombres y mujeres laboriosas aborrezcan la vida de la plantilla oficial, los supuestos incentivos sindicales y rechacen de plano los escasos estímulos vacacionales que se reservan sólo para "vanguardias y destacados"? ¿Cómo son capaces de distribuir todo el queso, la mantequilla y pastelillos que se producen en un pueblo, a costa del encarcelamiento, multas desmedidas, acoso policial y hasta de la extorsión y el chantaje?

Distribución ¿minorista?

Ahora que la desgraciada aldea de Guernica representa una burda caricatura ante cualquiera de los pueblos del este de la Isla, son ellos, los "lleva y trae", el consuelo de miles de amas de casa que se devanan los sesos para inventar el almuerzo de los suyos.

La experiencia de meterse a la "lucha" lo llevó de entrar en la compraventa de productos más peligrosos, como alcohol, pegamento para zapatos y café, hasta ir aliviando y ahora sólo hacerlo con la línea de "revendidos". Para Tito, esta es una vida de sacrificios, pero llena de alegrías. Dice que ha tenido que dormir noches enteras en las terminales de ómnibus y trenes, en paraderos intermedios; las autoridades le han confiscado la mercancía y ha tenido que volver a reponerse y empezar de cero, pero "he visto la vida", añade.

Son historias diversas de un país que vive bajo tierra, al margen de una ley que, justa o no, está dictada contra la imaginería popular y la inventiva que toda nación necesita para hacerse camino entre la averiada economía y la borrosa luz de un túnel que no acaba de ver su final.

Daniel era electricista recién graduado de Técnico Medio, pero sin instrumentos, sin experiencia y empezó llevando galletas dulces a Holguín y trayendo a Santiago de Cuba tomates, cebollas, ajos y pasta condimentada que compraba apenas se bajaba del tren.

"Lo que no se me quitaba en los primeros años era el miedo a la Policía. Después aprendí que nunca desaparece si no son policías conocidos o alegres o si son principiantes. No se me quitaba el miedo, pero ahora he aprendido a sortear a los nuevos inspectores, perderme del barrio por unos días, cambiar de un producto para otro, intentando perder lo menos posible, pero lo que sí agradezco es que aprendí a vivir con lo que necesito para el momento: los últimos zapatos Adidas, una camisa estampada o el último jean Levis, y después, a luchar de nuevo para los míos hasta que termine el año. En la lucha aprendí a no coger lucha con nada", comenta Daniel.

Lejos de menoscabar la maltrecha economía estatal, animan a los otros a levantarse y levantar el país, "salvaron el país en los inicios del Periodo Especial", opina Víctor, investigador social y conocedor de la arremetida del gobierno contra el demonizado mercado informal.

"No son marginales por resignación, se empinan sobre los obstáculos que les pone la burocracia. También son mayoría ya, no constituyen un sector organizado, aunque no viven de espaldas a lo que va pasando", señala el experto.

Naryara es una morenita delgada con trenzas implantadas y teñidas de color caoba. Su aparente fragilidad desaparece en cuanto el tren Santiago-Santa Clara se detiene y ella, con sus dos bolsos abultados, es la que primero baja para alquilar un coche de caballos y largarse pueblo adentro antes de que lleguen la Policía y sus vigilantes. En los años noventa dejó la enfermería del hospital santiaguero Saturnino Lora y se puso a teñir ropa primero, después buscaba pintura de uña para las manicuras de la ciudad, hasta que terminó vendiendo un producto de ida en un pueblo y comprando otro de vuelta para revender en Santiago.

"El secreto es no parar y cambiar de negocio dos o tres veces al año. Así no hay quien te siga", comenta Naryara.

Mientras la prensa oficial bombardea minuto a minuto cualquier amago de iniciativa individual, apoyando el primer mandato que salga del Comité Central del Partido Comunista, las estadísticas sobre el "pleno empleo" y la desocupación laboral esconden las verdaderas cifras de quienes viven a cuenta y riesgo, sin esperar nada del Estado, y dándolo todo, lo mejor de sus años y energías.

Naryara cree que lo mejor es no meterse en las cosas "violentas", como alcohol, café o productos químicos. Mientras una cantidad ya considerable de países exhiben con orgullo las altas cifras, así como los logros de su economía informal, el gobierno de la Isla combate a brazo partido y utiliza cada vez más personal en perseguir esta antiquísima vía de relación social. No hay manera de reducir el mercadeo subterráneo mientras términos como equidad social, calidad de vida y progreso sigan siendo un spot televisivo o parte de un discurso lleno de alabanzas.

Acababa la década de los años ochenta del pasado siglo, el ideal de estabilidad en Cuba cambió después de treinta años de Revolución. La gente vio que tenía que empezar otra vez y que los que no tuvieron un auto o una casa no la tendrían jamás. Entonces, tener un puesto de trabajo "seguro" dejó de ser un privilegio… o un deseo. La economía informal pasó a ser algo relevante en la vida de los que se sentían atados de pies y manos.

Muchas veces, porque la regla es la oferta y demanda, y la única ley es vender y (en la mayoría de los casos) vender bien, la gente común y corriente prefiere meterse en el túnel oculto de los barrios y comprar su pote de pintura, muebles para el hogar, cemento de calidad y piezas para computadoras. En ocasiones sólo porque es más barato, rápido, seguro, y sin las molestas complicaciones burocráticas ni la mirada controladora e inquisitiva de los establecimientos estatales.

Por toda la isla pululan casas disqueras (con menos calidad, ok), jardines infantiles a pequeña escala, hostales, talleres de electrónica y computación, así como de costura, que falsifican ropa y zapatos de marca, sin emular los precios prohibitivos de la red de tiendas recaudadoras de divisas. Son la respuesta inmediata a una vida de prohibiciones y apartheid.

"La comida siempre se vende rápido y fácil, igual que la ropa y los zapatos de niño, las quincallas para el pelo y las prendas interiores. Así no hay gendarmería que te siga la pista, nunca saben con qué le vas a salir", concluye Naryara.
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